Constitucionalidad en Estrasburgo

Hubo un tiempo en el que la constitucionalidad era un coto, un coto vedado a quienes no formaran parte del entramado institucional y social del Estado-nación en el que encontraron su origen las normas fundamentales. En este periodo, constitucionalidad y soberanía se confundían completamente y los derechos fundamentales, la organización territorial del poder y la forma de gobierno podían conjugarse por los tribunales constitucionales teniendo como único parámetro al Estado, esto es, al ordenamiento, encabezado por su constitución formal.

Luego esto cambió y Europa inició un nuevo camino: unos visionarios con los pies bien anclados en la tierra apreciaron que no cabía esperar mucho más de la soberanía estatal para la prosperidad y la justicia. Así nacieron el Consejo de Europa y las Comunidades Europeas, inaugurando un ciclo de grandeza para el pluralismo (territorial, ordinamental, institucional, social) reconducido a unidad gracias a una categoría, que es indiscutiblemente la seña de identidad de nuestra civilización: los derechos fundamentales.

Constitucionalidad en EstrasburgoNo resulta, sin embargo, fácil, reunir a la humanidad. Ni siquiera la expresión “derechos fundamentales” tiene esta cualidad taumatúrgica. Pero esta ha sido la incesante tarea que comienza, en particular, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Su vocación, su ambición, no es otra que llevar a todos los confines del marco regional europeo una esperanza a quienes vean sus posiciones jurídicas básicas lesionadas. Es un actor principal en un escenario que protege a los sujetos frente al poder dando lugar a una jurisprudencia de casi 60 años que constituye el marco mínimo de la dignidad para los ciudadanos de los Estados miembros del Consejo de Europa. La libertad de expresión, la libertad personal o el derecho a elecciones libres, entre otros derechos y libertades, se acuñan cuidadosamente, con el propósito de resolver el caso concreto y evitar con la delimitación general de su sentido lesiones ulteriores, en el mismo ámbito geográfico o en otros.

Así pues, los Estados ya no monopolizan la resolución de los conflictos jurídicos e incluso políticos (porque ocasionalmente tras un conflicto jurídico hay una fractura política más o menos importante). Este es el camino que emprendió Europa hace prácticamente seis décadas y no nos está permitido añorar un tiempo que no puede volver. Además de injusto sería vano.

La Constitución Española advirtió esto con una naturalidad y normalidad pasmosa en el año 1978. Consiguió abrir nuestro ordenamiento a Europa; primero, al Consejo de Europa, y luego, a las Comunidades Europeas, abrazando ordenamientos y a sus garantes. Por lo que se refiere a los derechos no hubo reluctancia: la hipótesis de una condena del TEDH al Reino de España, que las ha habido (112, concretamente, lo que bien puede considerarse un número relativamente reducido cuando se repara en las 1.830 sentencias en las que se ha constatado una violación del Convenio por parte de Italia), se contempló siempre como una contingencia a evitar que, si, pese a todo, concurría, constituía un elemento objetivo que obligaba a la reconstrucción del derecho y sus elementos internos de garantía.

El Tribunal Constitucional se inscribió desde el primer momento en esta dinámica. Asumió que era el intérprete supremo de la Constitución en un país profunda y ejemplarmente comprometido en una lógica colectiva de definición del futuro; plenamente inmerso en procesos políticos y jurídicos en los que se decide el destino común de personas y colectividades; que admitía que nuestros Tribunales son también los de Luxemburgo y Estrasburgo. La constitucionalidad se ha ampliado, lo que supone que sus quiebras puedan venir determinadas por el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (en este caso solo cuando la sentencia verse sobre una cuestión materialmente constitucional).

Ahora, este renovado garante de la constitucionalidad tiene en su agenda inmediata la importante tarea de decidir acerca de la conformidad con el sistema europeo de derechos tan trabajosamente articulado de unas medidas cautelares de privación de libertad de líderes políticos a los que se imputan responsabilidades penales por delitos de carácter grave (rebelión, artículo 472 y concordantes del Código Penal) en el marco del proceso secesionista en el que tanto y tan brutalmente se han pervertido la lógica del principio democrático y el Estado de derecho por sus instigadores.

En concreto ha de aportar la solución jurídica una serie de demandas de amparo sobre este particular —la primera, la interpuesta por Oriol Junqueras— y cuenta desde hace muy poco con un nuevo elemento absolutamente determinante de la solución que adopte. Se trata de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Selahattin Demirta c. Turquía (número 2), de 8 de noviembre de 2018, en la que el Tribunal de Estrasburgo ha establecido una importante doctrina sobre la afectación de los derechos a la libertad personal (un derecho fundamentalmente subjetivo) y el derecho a elecciones libres (de todo punto nodal en una democracia), como consecuencia de la prisión provisional de un parlamentario y líder político kurdo que obtuvo 55 escaños en las elecciones legislativas de junio de 2017. A Selahattin Demirta se le retiró la inmunidad parlamentaria tras una reforma constitucional y está privado de libertad desde noviembre de 2016, a la espera del juicio en el que se determinará su responsabilidad penal por unos actos que concluyeron con la muerte de 50 personas, más de 660 heridos y una serie muy importante de daños materiales. En esta sentencia, finalmente condenatoria, el Tribunal de Estrasburgo ha realizado un conjunto de precisiones sobre los requisitos que se han de cumplir para admitir la limitación de la libertad personal a través de la prisión provisional, precisiones que abundan en su jurisprudencia anterior y que cabe reconocer en las sentencias de los tribunales españoles.

Pero, en mi opinión, lo que es más importante es que en los parágrafos 232-241 y 260-274 se abordan por primera vez, y así se dice explícitamente, las consecuencias de mantener en prisión provisional durante más de 23 meses a un parlamentario que es uno de los líderes de la oposición política del Estado demandado.

Nuestro Tribunal Constitucional tiene así que razonar, como ha venido haciendo desde antiguo. Recordemos, por ejemplo, la perfecta integración de la doctrina del Tribunal Europeo en el cuerpo de argumentos con los que la STC 48/2003 resolvió acerca de la constitucionalidad de la Ley Orgánica de Partidos Políticos. Las pretendidas lesiones del Convenio alegadas por los partidos políticos que a raíz de esta normativa fueron ilegalizados fueron la ocasión para un pronunciamiento muy relevante y de cruciales repercusiones prácticas. En efecto, cualquier historia reciente de España debería hacer una mención específica a la sentencia Batasuna c. España de 30 de junio de 2009, cuando señala: “El Tribunal estima que (…) los tribunales internos llegaron a conclusiones razonables tras un examen detallado de los elementos que obraban en su poder y no ve motivo alguno para apartarse del razonamiento del Tribunal Supremo cuando concluye que existía una relación entre los partidos demandantes y ETA. Además, (…) tal relación se puede objetivamente considerar una amenaza para la democracia” (89).

Esa dirección, que tan buenos resultados nos ha dado, ha de seguir siendo la dominante respuesta jurídica al proceso secesionista, una cuestión vital. Ningún cabo ha de dejarse sin atar. Hay que tratar de hacer imposible una eventual sentencia condenatoria que, además de dar un mínimo respiro que sus instigadores aventarían como una victoria, podría disparar hacia los extremos y la simpleza el complejo tablero político nacional. Esa es la forma de seguir persiguiendo sin desmayo la democracia y los derechos en Europa, que andan sobrados de enemigos prestos a coger el rábano por las hojas.

Enrique Guillén López es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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