Constitucionalizar

Por Kepa Aulestia (LA VANGUARDIA, 18/10/05):

Las palabras de Josep Piqué, imputando al presidente Rodríguez Zapatero la intención de sustituir la legitimidad democrática que cuajó en la Constitución de 1978 por la de los auténticos demócratas que serían los vencidos de la Guerra Civil, a pesar de su carga polémica, no consiguieron prender en el debate suscitado por el proyecto de nuevo Estatut. Es verdad que la intervención del dirigente popular corría el riesgo de reabrir viejas heridas. Pero la apreciación de Piqué, por extrema que parezca, no debería silenciarse sin más; sobre todo si dentro y fuera su partido hay gente que coincide con esa interpretación del comportamiento del secretario general del PSOE y actúa en consecuencia. Parece impensable que el presidente de Gobierno esté tratando de destejer el consenso constitucional para dibujar un horizonte al dictado de una especie de revancha retardada. Pero las palabras de Piqué encerraban probablemente una reflexión más sutil: la sensación de que Rodríguez Zapatero actúa investido de la autoridad que cree conferirle ser descendiente de perdedores en la Guerra Civil. Es habitual que la confrontación partidaria rebase los límites de la razón política. Si no lo hace en su expresión pública, sí al menos en la íntima motivación que empuja a quienes la protagonizan. Cada grupo no sólo llega a considerar que la razón está de su parte y da la espalda a los otros. Piensa además que tan valioso patrimonio tiene un basamento moral: se considera en posesión de la razón porque cree tener el derecho de dictarla, dado que al hacerlo lo hace en nombre de una autoridad, de un valor superior.

Buena parte del debate en torno al Estatut se ve afectado por la penetración de una malsana versión de lo moral en la política. España convertida en categoría moral que censura a priori toda discusión política que pudiera invitar a una u otra reforma del bloque constitucional. Catalunya representada como un todo compacto y sin fisuras cuyos intereses se situarían siempre por encima de las aspiraciones de sus siete millones doscientos mil habitantes. El nacionalismo considerándose, por su propia naturaleza, el guardián más consecuente de esos intereses. El socialismo ofreciendo garantías de solidaridad porque supuestamente la lleva en sus genes. Dirigentes populares y tantos y tantos líderes de opinión advirtiendo de los grandes males que acechan a España; males que sólo ellos serían capaces de ver porque a los demás no les importaría si España enferma. Y luego está la autoridad moral, siempre contenida, de los perdedores frente a la derecha de siempre,que es, probablemente, a lo que se refería Josep Piqué. Sería una ingenuidad pretender que la discusión sobre el controvertido proyecto de nuevo Estatut discurra estrictamente por cauces de razón y mediante expresiones razonadas. Es lógico que se desaten algunas pasiones. El problema estriba en que una vez liberadas esas pasiones de lo moral, no parecen dispuestas a retirarse de escena.

El debate del Estatut ha derivado en la búsqueda de la identidad nacional. La ofensiva que demanda una nueva posición para Catalunya ha propiciado actitudes defensivas que en algún caso llegan a utilizar la Constitución como remedo de una patria poco constitucional. Pero no sólo eso. También está contribuyendo a cuartear la sociedad española – o cuando menos su expresión política- en grupos que se reivindican cada uno de ellos más auténticos que los demás. Si volviésemos la vista atrás, a los primeros momentos de la transición, nos percataríamos de que quienes pilotaron el cambio reformista no pertenecían precisamente al bando de los perdedores. Sin embargo, el diseño del edificio constitucional respondía más al sueño de éstos que a eventuales resistencias del antiguo régimen. La explicación es bien sencilla: el cambio debía acomodar a los perdedores para que fuera tal. Era la única manera de inaugurar un tiempo nuevo. La necesidad de equiparar la situación española a las sociedades y sistemas políticos de nuestro entorno se encargaría de lo demás. De ahí que resulte preocupante esta peculiar vertiente del revisionismo: la que parece lamentarse de haber concedido demasiado a los vencidos,a la vista de que éstos se muestran insaciables.

Lo sorprendente de este rebrote banderizo de opiniones exaltadas, de dignidades ofendidas, de ánimos agraviados, es la edad media de quienes se emplean más a fondo y tienden a convertir el debate en trifulca. Es la edad de quienes no pudieron ser ni vencidos ni vencedores. Pero es también la edad de quienes hoy se muestran enardecidos cuando, pudiendo estarlo, no lo estuvieron nunca antes. De igual forma que resulta extraño ver cómo alguien llega a descubrir a los 35 años que Euskadi es la patria de los vascos” o que “Catalunya es una nación”, es curioso que alguien pueda azorarse a esa misma edad convencido de que España se rompe,como si nunca antes hubiese tenido mejores oportunidades para romperse, o se cree heredero de la fortuna patria y único administrador de ésta. Lógicamente, quien albergue esta íntima e inconfesada convicción considerará, además, que sólo él y los que piensen exactamente como él podrán preservar la unidad de España frente a las amenazas secesionistas, y hacerlo nada menos que en nombre de la solidaridad y de los ideales igualitarios. Del mismo modo, quienes comulguen a ciegas con el artículo 1 del nuevo Estatut – “Catalunya es una nación”- se mostrarán convencidos de que a ellos y sólo a ellos corresponde detallar el resto del articulado, puesto que los demás les resultarán poco menos que sospechosos de ceder en cualquier momento ante las pretensiones centralistas. No es fácil que el Estatut se vuelva constitucional si antes no se constitucionaliza el debate sobre su contenido renunciando cada grupo protagonista a creerse en posesión de algo más que sus propias ideas o de actuar movido por algo más que sus legítimas aspiraciones.”