Por Albert Bastardas, profesor de Lingüística en la UB (LA VANGUARDIA, 10/01/05):
La actual circunstancia histórica de la elaboración de la llamada Constitución europea ha puesto sobre el tapete un tema largamente oscurecido e ignorado por la mayoría de la opinión pública española y, me atrevería a decir, también catalana. Se trata ni más ni menos que el del desigual tratamiento del estatus de las lenguas de las distintas nacionalidades que se encuentran integradas en el actual perímetro de soberanía del Estado español. El debate que el asunto ha generado, las tomas de posición de partidos y grupos políticos, las resoluciones de las cámaras parlamentarias, las decisiones del Gobierno español, las reacciones de los representantes de distintos estados europeos, etcétera, han situado el tema en la agenda pública después de muchos años de desidia de buena parte de nuestra clase política.
Es hora, pues, de establecer un diálogo sereno, riguroso y profundo sobre un tema que, aun a veces sin saberse explícitamente, es uno de los que con toda probabilidad laten en el fondo de la sensación de insatisfacción respecto de la integración política de Catalunya en España. Y es que el pleno reconocimiento oficial, digno e igualitario, del catalán -y de las otras lenguas de los colectivos nacionales distintos- por parte de la propia Constitución española y del conjunto de las instituciones y administraciones estatales generales es una asignatura pendiente de la democracia española. Los principios actualmente vigentes, que han hecho posible la oficialización del catalán en las instituciones autonómicas y locales, se quedan cortos -al menos tal como se han aplicado hasta ahora- en hacer visible a los ciudadanos de Catalunya que las instituciones generales del Estado son también suyas, que son mantenidas también con sus impuestos y que les pertenecen, y que además acogen felizmente su diferencia lingüística para desarrollarla y darle futuro, en un clima de solidaridad y cooperación.
La actual prohibición de usar el catalán en los organismos centrales comunes resulta anacrónica y desfasada y lo único que consigue es, como reacción, el distanciamiento cognitivoemotivo de buena parte de la población de la entidad España.Los actuales principios de organización lingüística que se recogen en la Constitución española se inspiran más en el modelo italiano que, pongamos por caso, en el modelo suizo. Reconocen solamente a una lengua el carácter de "oficial del Estado" aunque permiten que otros idiomas puedan tener también este reconocimiento, siempre de manera concurrente con aquélla, en determinados territorios, si así lo disponen sus estatutos de autonomía. Aun pudiendo reconocer la lógica práctica de instaurar lenguas francas, de intercomunicación, entre colectivos lingüísticos que comparten un mismo Estado, una aplicación radical y excluyente de este principio puede conseguir la generalización del conocimiento de la lengua estatal en todo su territorio lingüísticamente diverso, pero a la vez provocar una insatisfacción y una animadversión crecientes en sectores muy importantes de las nacionalidades cuyas lenguas no han sido reconocidas asimismo como lenguas estatales. Precisamente el modelo de lengua de intercomunicación unilingüe puede exigir la aplicación simultánea de principios efectivos de protección de las funciones de las otras lenguas, con el fin de frenar las probables tendencias expansivas y usos abusivos de la lengua más conocida por el conjunto de la población del Estado, que puede tender a penetrar en las funciones que deberían ser reservadas a las otras lenguas y, así, poner en riesgo el ecosistema de mantenimiento y desarrollo de estas últimas. Muy probablemente, un régimen lingüístico basado en una lingua franca generalizada exige paralelamente la efectiva asignación de funciones exclusivas fundamentales para las otras len-guas, si a la vez se quiere preservar la diversidad lingüística, la dignidad cultural de los grupos distintos y lograr su participación activa y feliz en las instituciones políticas comunes y en el desarrollo de su legitimidad.
En este sentido, en el caso español el Estado central no cumple las obligaciones que acabamos de mencionar ya que, contrariamente a reservar espacios y/o funciones exclusivas para las otras lenguas, otorga constitucionalmente un derecho de uso generalizado al castellano en todo el territorio bajo la soberanía estatal y obliga explícitamente a sus subestados -las comunidades autónomas- a reconocer también la oficialidad del castellano en sus instituciones.
Si a esto se añade el hecho de que, como ocurre en Catalunya, han tenido lugar migraciones masivas de área lingüística dentro del propio territorio del Estado que han puesto en peligro los propios sistemas de (re)producción del conjunto lingüístico autóctono, la situación deviene aún más conflictiva y potencialmente explosiva. No hay que olvidar que históricamente se viene de una situación de guerra civil y dictadura hostil que interrumpió el incipiente proceso de normalización pública de la lengua catalana y que consagró el castellano prácticamente como única lengua pública en Catalunya, situación que se arrastra aún hoy en gran parte, en especial en las comunicaciones de muchas organizaciones no oficiales, y también en la mayor parte de las relaciones personales entre individuos de uno y otro origen. En este ya de por sí complicado contexto, las instituciones propias de la nacionalidad ven limitadas sus políticas lingüísticas, que deben desarrollarse siempre no sólo bajo el reconocimiento del castellano como lengua de intercomunicación con el resto de España y con las instituciones estatales centrales, sino como lengua que es también oficial y con derecho general a ser usada en el propio territorio de la nacionalidad. En este marco, no es de extrañar el surgimiento periódico de movimientos de insatisfacción en todas las partes presentes, ya que la propia comunidad autónoma no puede establecer sus políticas lingüísticas con plena libertad y basándose en el consenso conseguido entre sus propios ciudadanos.
Un acercamiento a los postulados del modelo suizo podría permitir que fueran las comunidades autónomas las que decidieran con plena independencia sus regímenes lingüísticos internos, aun en el caso de que el castellano continuara con funciones oficialmente reconocidas como idioma puente entre ellas. En los estados compuestos, con diversos niveles de gobierno, hay que distinguir claramente entre éstos, ya que cada nivel puede tener principios distintos en su organización lingüística. Por tanto, podría establecerse como hipótesis que, aunque el castellano continuara con su exclusiva función de lengua de intercomunicación entre los distintos colectivos lingüísticos en el marco español, éstos, en su nivel de gobierno, no tendrían que reconocer de formao bligada y automática como hasta ahora su estatus oficial, sino que su regulación dependería de su propia decisión de acuerdo con su situación sociolingüística, con lo que podría ya desaparecer -o reducirse sustancialmente- la sensación de imposición externa y obligada del castellano.
Un paso más ciertamente sería que el Estado, como ente común, reconociera en plano de igualdad la oficialidad de las distintas lenguas de España, y promoviera solidariamente su normalización y desarrollo, en cooperación con los organismos de autogobierno de las nacionalidades. Esto implicaría su utilización en las cámaras parlamentarias, el derecho de los ciudadanos y organizaciones a ser atendidos en el idioma que escogieran en los ministerios y otros organismos administrativos y judiciales, su uso en los mensajes generales de las organizaciones estatales (leyes, publicidad, rotulación, medios de comunicación, etcétera) -tal como ya reconocen las instituciones europeas a sus lenguas oficiales- y también la regulación clara de su uso por parte de las entidades no oficiales y empresas en general. Esta situación sería todavía más óptima para el catalán y para las otras lenguas y, en cambio, no creo que afectara al conocimiento general del castellano en el conjunto del territorio español, dada la importancia práctica de esta lengua como vehículo de comunicación no sólo en el marco puramente español, sino internacional. El debate debe ser abierto y, como decía el profesor Requejo hace unos días en este mismo periódico, no debemos perder esta otra oportunidad histórica que se nos brinda en la actual coyuntura. Con diálogo, consenso y solidaridad podemos avanzar hacia un nuevo futuro. Como dijo en Madrid Stéphane Dion, presidente del Consejo Privado y ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, en su investidura como doctor honoris causa en la Universidad Carlos III, "los contextos nacionales son diferentes, pero la búsqueda de los españoles y de los canadienses es la misma. Permítanmea segurarles que no están solos en sus esfuerzos para construir una sociedad cada vez más tolerante y abierta a su propia diversidad. Los canadienses también ven con claridad que su propio país no avanzará hacia un mayor bienestar y prosperidad si no es mediante la unidad en la diversidad"