Construcción de la memoria

Después de las grandes crisis, de las revoluciones, de las guerras, viene la etapa del relato, de la memoria. La memoria no es pasiva, no es un objeto inerte, que nosotros nos limitamos a recoger. A la memoria hay que construirla. Siempre me ha interesado la relación entre memoria, historia, ficción. Profundizar en esa relación ha sido la clave de mi vida de escritor. La ficción, como se ha dicho muchas veces, miente para decir la verdad, o una parte de la verdad, y uno podría sostener que hay verdades y mentiras de segundo grado.

He seguido con atención las versiones y opiniones actuales sobre el famoso encuentro de don Miguel de Unamuno, todavía rector en esos días de la Universidad de Salamanca, y el general Millán Astray. El encuentro se produjo pocas semanas después del levantamiento franquista y del estallido de la guerra de España, y se produjo, según compruebo ahora, el día 12 de octubre, es decir, en la jornada que en España y en los países hispanoamericanos, no sé si con alguna excepción, se llamaba «Día de la Raza». Nos podemos imaginar cómo sería el ambiente de ese paraninfo de Salamanca, donde los uniformes de los militares rebeldes y las camisas azules alternarían con unas pocas togas profesorales. Se cuenta ahora que Millán Astray habló contra los intelectuales rebeldes, «traidores».

Yo puedo decir, por experiencia propia, que todo intelectual, en determinadas circunstancias, puede ser acusado de traición, y que lo interesante, cuando llega el momento de construir el relato histórico, consiste en saber qué traicionaba, y a quiénes, y por qué motivos. Algunos historiadores sostienen en estos días que las respuestas de Unamuno a las provocaciones verbales de Millán Astray no fueron tan firmes, tan heroicas, tan elocuentes y contundentes, como se dijo más tarde. Un discurso entre el bullicio, en medio de los gritos, las consignas febriles, ante un micrófono anticuado, no es fácil de transcribir y de recordar con un mínimo de fidelidad. Yo me convertí en lector apasionado de Unamuno unos pocos años después de ese episodio, en las aulas escolares del Colegio de San Ignacio, cuando la guerra española había terminado y nos acercábamos al final de la Segunda Guerra Mundial. Leer a Unamuno, que había dicho que las dos grandes creaciones de los vascos habían sido la Compañía de Jesús y la República de Chile, y leerlo en la hora de estudio, con el libro forrado en otros papeles para que no fuera descubierto por el prefecto de división, y en pleno centro de la república chilena, no dejaba de tener bemoles, emociones, descubrimientos duraderos. Yo tuve un buen día el atrevimiento de preguntarle al padre Hurtado, hoy día canonizado como san Alberto Hurtado, que era el profesor de religión de mi curso, su opinión sobre el pensamiento de Unamuno. El padre Hurtado me contestó sin vacilar, con su tono apasionado habitual, que era un sacrílego, un enemigo de la iglesia, y que no debía leerlo. No hice el menor caso de esta prohibición, seguí con mis intensas lecturas unamunianas, y me encontré muchas décadas más tarde, en la ciudad de Salamanca, examinando la biblioteca personal del célebre rector, filósofo, novelista y poeta. Llegó el chileno infaltable y me dijo: «¿Sabes que la próxima semana, en Roma, van a canonizar al padre Alberto Hurtado?».

Un par de horas más tarde, junto a un grupo de escritores invitados, me tocó hablar en el mismo paraninfo del encuentro entre Unamuno y Millán Astray, y se me ocurrió decir en forma perfectamente improvisada algo parecido a lo que sigue. En mi remota adolescencia de Santiago de Chile, el padre Hurtado me había prohibido leer la obra de don Miguel de Unamuno, el gran helenista y rector magnífico de la universidad donde nos encontrábamos. Pero en la síntesis final, en la memoria histórica, yo sentía que Unamuno me había enseñado a discrepar, a dudar, a tomar distancia, a ejercer una libertad de crítica sin concesiones, mientras que Alberto Hurtado, que llevaba a sus alumnos en una camioneta vieja a conocer poblaciones marginales de Santiago, me enseñó, a mí y a muchos de mis compañeros de clase, a comprender las realidades sociales del Chile de entonces. Ambos, en consecuencia, don Miguel de Unamuno y el ahora san Alberto Hurtado, habían contribuido a mi formación íntegra y humana, a darme mi visión personal de las cosas.

Muchos de los estudiantes que llenaban ese enorme paraninfo se me acercaron a la salida y estuvimos más de una hora discutiendo y conversando. Yo entendí que establecer un vínculo humano entre dos personajes tan opuestos, tan aparentemente irreconciliables, tocaba la sensibilidad de jóvenes en momentos de impresionante transición, de liquidación de la guerra civil. ¿Qué había vociferado exactamente el general Millán Astray, qué había contestado con evidente dignidad don Miguel de Unamuno, en esa jornada dramática de octubre de 1936? Vaya uno a saber. Cuando los jóvenes se cansaron de hacerme preguntas y empezaron a dispersarse, una señora muy mayor, delgada, de pelo blanco, de aspecto distinguido, se acercó lentamente y me saludó tomándome las dos manos.

«Soy la hija de don Miguel de Unamuno», me dijo, y yo no atiné más que a quedarme callado en esa galería salmantina, conmovido, mientras mis colegas, cuyos nombres recuerdo perfectamente, me esperaban cerca de la puerta de salida, bajo una luz de fines de invierno.

Jorge Edwards, escritor.

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