«Construir la patria con todos»

Este año las fechas navideñas vienen cargadas de pesadumbre para todos por la pandemia y sus terribles efectos. Para muchos, además, se agrava la preocupación por los embates legislativos que están fracturando la sociedad y sembrando división a raudales. Los obispos hablan con razón de «ruptura moral» ante las leyes de eutanasia y educación. Ambas avanzan a velocidad de crucero, saltándose los mínimos debates exigibles en materias tan trascendentes. Para muestra un botón: en la eutanasia no han querido ni oír ni al Comité de Bioética de España. En educación, la ministra ni se ha dignado a recibir al representante de Escuelas Católicas, portavoz de 2.000 centros educativos. Si la agenda ideológica está clara, ¿para qué perder el tiempo? Mientras unos celebran sus triunfos con aplausos y otros nos sentimos medio desvalidos, la crispación y el frentismo se adueñan de la escena.

Construir la patria con todosQuienes decidimos resistir al desánimo necesitamos enclaves genuinos de esperanza; no para evadirnos de la realidad, sino para perseverar en tender hacia la vida buena, con y para otros en instituciones justas (Ricoeur). Si uno pierde esa intencionalidad ética, sí que está verdaderamente perdido. Pues bien, quiero aquí proponer la candidatura de Fratelli tutti –la última encíclica de Francisco sobre la fraternidad y la amistad social– como auténtico cultivo de esperanza para pensar «un mundo abierto que tenga lugar para todos, incorpore a los más débiles y respete las distintas culturas» (FT 155). Justo lo opuesto al sectarismo tristemente imperante.

Hace falta reconstruir una política que piense en «objetivos comunes, más allá de las diferencias, para conformar un proyecto común» (FT 157). Ahora bien, para proyectar algo valioso a largo plazo se precisa «soñar colectivamente» como «pueblo», siendo lo popular que todos puedan hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas… (FT 160). Eso sí, el Papa alerta contra las interpretaciones demagógicas de «populismos irresponsables» (FT 161) y «nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos» (FT 11), con frecuencia bien avenidos entre sí.

En cada uno de sus viajes apostólicos, Francisco ha procurado activar la memoria de los lazos sociales y culturales que impulsa el ser pueblo, normalmente mediante procesos lentos y difíciles. A Europa le ha ido recordando sus raíces y el espíritu humanista que movió a los padres fundadores, con memoria, valor y sana utopía. Y en el Capitolio, delante del hoy presidente electo Biden, honró la memoria de cuatro norteamericanos –Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton– para recuperar las reservas culturales que sus vidas acrisolan y esos valores que viven para siempre en el alma de todo el pueblo, aportando una manera de ver y analizar la realidad.

Si pueblo fuera solo una categoría «lógica», dejaría inexplicado el sentido de pertenencia por el que nos sentimos vinculados (FT 158). Si solo fuera una categoría «mítica» prescindiría frívolamente de «la organización social, la ciencia y las instituciones de la sociedad civil» (FT 163). Pero pueblo integra lo simbólico-afectivo y lo lógico-pragmático, pues es una categoría antropológico-cultural que no elimina la importancia de los sujetos personales ni de las instituciones sociales, sino que les da contexto histórico, poniendo en el centro la relación comunitaria y el vínculo social.

El pueblo es un «nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social, más fuerte que la suma de pequeñas individualidades, ya que el todo es mayor que la parte y también es más que la mera suma de ellas (FT 79). Desde ese «todos nosotros» se siente la preocupación por los efectos nocivos del debilitamiento del sentido comunitario que causan tanto las cosmovisiones individualistas como las que quieren imponer una visión pública única, como si el pueblo fuese un rebaño o una masa compacta. Frente a esas desviaciones, se afirma la correlación entre pueblo y persona: «Cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo, y al mismo tiempo no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona» (FT 182). El carácter comunitario, lejos de postergar los derechos inalienables de los individuos y sus libertades fundamentales, recuerda que somos seres sociales que nos vamos haciendo gracias a la interacción con los otros: cada persona es un portentoso tejido de relaciones.

La política decente busca caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social, desde la comunidad familiar a la comunidad de los pueblos, en orden a reequilibrar la globalización y evitar sus efectos fragmentadores. Es en el ámbito comunitario donde se toma conciencia del valor de los otros en la propia autorrealización y se acentúa que, además de derechos, tenemos deberes con respecto a los otros. Por eso pueblo es también ciudadanía comprometida, reflexiva, consciente, plural y unida tras un proyecto común.

«Construir la patria (=pueblo) con todos» le pidió el Papa a Pedro Sánchez en el Vaticano el pasado 24 de octubre: lo que menos están practicando nuestros poderes ejecutivo y legislativo. No pongo en duda que las mayorías parlamentarias que aprueban leyes son formalmente inobjetables desde la lógica democrática; pero lo crucial es si construyen o destruyen identidad compartida y proyecto común. Urge poner en primer plano la bienaventuranza de quienes trabajan por la paz y la concordia –expresiones del bien común–, esforzándose por lograr que los conflictos y las tensiones alcancen una multiforme unidad que engendra comunión en las diferencias. Al respecto, el modelo no es la esfera donde todos los puntos equidistan del centro, sino el poliedro que logra ser uno respetando la diversidad.

De esta concepción de pueblo viene una solidaridad como pertenencia a una comunidad en que los vínculos, lealtades y conexiones integran a las personas en sus contextos. Pero no una solidaridad inclusiva de los propios y excluyente de los ajenos, sino una solidaridad que salta fronteras, como la del Buen Samaritano: «El judío Jesús transforma completamente el planteamiento: no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos» (FT 80). La propuesta es hacerse presente ante el que necesita ayuda, sin importar si pertenece o no a nuestro propio círculo. Así lo piden a gritos las situaciones extremas de los refugiados y de los migrantes forzosos, donde la humanidad misma está amenazada, pero también situaciones no tan extremas, pero sí críticas, como la de tantos jóvenes sin perspectivas de futuro.

El vínculo social solo es genuinamente humano si es capaz de sobrepasar fronteras y descubrirnos como parte de una única humanidad: «hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (FT 8). Aparece así el sentido luminoso de la fraternidad y la amistad social como enclaves de esperanza y alternativas a todos los manejos que dividen, manipulan e instrumentalizan. Con mis mejores deseos para el 2021.

Julio L. Martínez SJ es rector de la Universidad Pontificia Comillas.

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