Construyendo “utopías cercanas”

¿Cuáles es el principal reto que hoy deben afrontar las fuerzas políticas progresistas si quieren recuperar la hegemonía cultural perdida hace décadas?

A partir de los años noventa la vieja socialdemocracia desistió en el esfuerzo de proponer alternativas al principal conflicto al que se enfrenta la sociedad: la democratización de la economía o la privatización de la política. No estamos ascendiendo por los peldaños de una cómoda escalera mecánica hacia una sociedad prometida, más bien nos encontramos en un juego en el cual subir cada peldaño es fruto de un costoso proceso de acumulación de fuerzas, existe un peligro cierto de que en cualquier momento bajemos varios escalones civilizatorios por la presión que ejercen los poderosos para mantener e incrementar sus privilegios, como apuntaba E. Bernstein hace más de cien años.

Desde la irrupción en los años setenta de las ideas neoliberales de Milton Friedman venimos sufriendo una constante erosión de las barreras que impedían la intromisión de los poderes económicos en la política, a la vez que se ha producido una notable pérdida de capacidad de influencia de los Estados-nación en la gestión de la economía. Por ello una proporción creciente de ciudadanos está percibiendo que se ha producido un deterioro de la calidad democrática y de la protección que ofrecían los Estados. A estas cuestiones la vieja socialdemocracia, enfangada aún en los restos del naufragio que significó la Tercera Vía, no ha sido capaz de enfrentarse con éxito.

La democratización de la economía es la cuestión nuclear para consolidar sociedades ricas e igualitarias, desde el cálculo privado sobre beneficios y pérdidas es imposible lograr una sociedad de pleno empleo con altos grados de equidad social. Construir esas “utopías cercanas” exige que las decisiones sobre el destino de la inversión pública, y de una parte sustancial de la inversión privada, se tomen teniendo en cuenta los intereses de la mayoría de la población. Por eso los consejos de administración de las empresas tienen que ir pareciéndose al resto de instituciones democráticas de la sociedad, donde los intereses y opiniones de todos están representados. No al revés.

El país del mundo donde más se avanzó en la democratización de la economía fue en la Suecia de los años ochenta. La socialdemocracia sueca consideraba que el camino para transformar la sociedad capitalista no era una extensa nacionalización de la propiedad de gran parte de los medios de producción, centralizando en el Estado la gestión de la actividad económica, por ello plantearon la creación de un espacio intermedio entre el capital individual y el capital público: el capital colectivo, lo que ellos denominaron Fondos de Inversión Colectivos de los Trabajadores.

La ley que el gobierno sueco de Olof Palme aprobó en 1984 repartía una parte del capital de nueva creación de las empresas suecas entre los trabajadores suecas pero bajo una gestión colectiva. Estos Fondos ofrecieron un innovador marco de relaciones laborales en el que los trabajadores paulatinamente se fueron convirtiendo en accionistas de sus propias empresas. En 1991 el volumen total que habían alcanzado estos Fondos era de 2.000 millones de euros, un 7% del valor total de las acciones cotizadas en la Bolsa sueca.

Lo interesante de la original experiencia sueca, además de su tranquila gradualidad, es que fue capaz de hacer compatible un profundo reparto de la riqueza en términos colectivos con el incremento de la riqueza individual. Ello tuvo positivos efectos en el conjunto de la sociedad, en los siete años en los que estos Fondos estuvieron vigentes el PIB per cápita de Suecia, según datos del Banco Mundial, se multiplicó dos veces y media, pasando de 12.914 $ en 1984 a 31.374 $ en 1991. El PIB per cápita sueco en 1984 representaba el 75,4% del PIB per cápita estadounidense, y en 1991 ya era del 128,6%. El desempleo en Suecia en 1990 alcanzó la ridícula cifra del 1,7%.

Como bien detectaron los impulsores del proyecto, Meidner y Rehn economistas del sindicato sueco LO, el principal problema de Suecia era la excesiva acumulación del capital en muy pocas personas, lo que suponía un freno para que el propio capital fluyera hacia la financiación de actividades productivas, hacia la creación de empleo. Un problema que hoy se ha extendido por todo el planeta y al que la nueva socialdemocracia surgida al calor de la crisis debe enfrentarse si quiere recuperar la hegemonía cultural perdida, si quiere seguir construyendo “utopías cercanas”.

Bruno Estrada es economista adjunto al secretario general de CCOO.

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