Contaminación política y decisiones solidarias

Siempre he pensado que si el primer milenio fue el de la construcción y desarrollo de la idea de Derecho, y el segundo fue el milenio de las libertades -y por tanto de la instauración de las democracias-, este tercer milenio es y será el de la solidaridad. Por eso, la tesis que voy a defender en la tribuna de hoy es que las sociedades de nuestro tiempo, para ser genuinamente democráticas, deben adoptar decisiones solidarias. Son estas, precisamente, las que producen una mayor cohesión social y las que generan, a largo plazo, mayor riqueza en las naciones. A los hechos me remito.

Toda decisión insolidaria, por libre que sea, es, tarde o temprano, perjudicial, causa una fractura social -local, nacional, supranacional o global- y empobrece el entorno democrático. En el fondo, la insolidaridad produce los mismos efectos que la contaminación. Por eso, de la misma manera que la contaminación debe prevenirse en todas sus manifestaciones (atmosférica, térmica, electromagnética, acústica, visual...), en nuestras actuales democracias, los ciudadanos y agentes sociales deben evitar libremente la toma de cualquier decisión de carácter insolidario, por una cuestión de higiene social.

La solidaridad supera el falso conflicto creado entre el yo y el tú, para buscar un nosotros armónico e integrador que los trasciende. Por eso, la solidaridad es motor de energía social y abundancia. La renuncia de Benedicto XVI me parece el prototipo de decisión profundamente libre (nadie le obligó a hacerlo y pocos lo previeron) y profundamente solidaria, y por tanto socialmente saludable, purificadora y reconfortante. La fuerte energía renovadora que produjo la decisión generó, al poco, con la llegada de Francisco, un fuerte revulsivo en la Iglesia así como un inesperado engrandecimiento de la misma figura de Benedicto. Todo un acierto solidario, por más que la decisión no fuese estrictamente democrática por su carácter unipersonal.

Mucho menos solidaria me pareció la abdicación del rey Juan Carlos. La decisión fue tomada in extremis, cuando el monarca se dio cuenta de que si no cedía pronto la corona a su hijo Felipe, la monarquía española corría el serio riesgo de desaparecer tras su muerte. El pueblo pedía una monarquía más eficaz, más transparente, con un proyecto mejor definido, más moderna, en definitiva, no solo un símbolo histórico de unidad cargado de privilegios. La paciente espera de Felipe, en cambio, brilló por su solidaridad. Y el pueblo se lo ha reconocido con su apoyo. Lo contrario, en cambio, ha sucedido con el rey emérito, a quienes las encuestas, con razón, lo sitúan en sus peores momentos.

Insolidario a todas luces ha sido el desafío independentista catalán. No es insolidario pretender ganar autonomía con respecto a las comunidades mayores en virtud del principio de subsidiariedad. Tampoco veo insolidaridad en el deseo de una mayor independencia de mutuo acuerdo y basada en una honda reforma constitucional. Las comunidades políticas no son estructuras inflexibles. Están vivas; por eso, cambian, evolucionan, se desarrollan. Pero una independencia a empujones, como se ha pretendido, es lo más contrario que existe a la idea de solidaridad. La fractura social y el desgaste político que ha generado en Cataluña el independentismo radical han sido enormes. La herida tardará en cerrarse pues afectó nuclearmente a la solidaridad.

La decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea, así como la de los partidos españoles de no formar gobierno tras el 20-D y haber tenido que convocar otras elecciones, constituyen dos claros ejemplos recientes de posiciones insolidarias y socialmente contaminantes. Decisiones de este tipo, aunque completamente libres, son claramente desestabilizadoras y generan pérdidas irremediables. Por eso, poco contribuyen al fortalecimiento de las democracias.

Si uno analiza seriamente los argumentos esgrimidos por el brexit para abandonar Europa, en ninguno de ellos se ve atisbo alguno de solidaridad. Ni la inmigración es una carga tan insoportable como se argumenta, ni la libre circulación de personas debe considerarse, en todo caso, un riesgo para la seguridad. La inmigración y la libre circulación de personas son -está demostrado- fuente de riqueza personal y social, y no imposiciones intolerables que ponen en riesgo la seguridad, como se ha dicho, aunque accidentalmente pueden hacerlo.

Es cierto que Europa ha generado una burocracia inaceptable, que impone decisiones costosas y que está uniformando en exceso a las comunidades políticas integrantes, pero también lo es que Europa está aprendiendo a ser Europa, a funcionar como comunidad supranacional. Europa necesita tiempo, como toda persona adolescente que está en proceso de maduración. La burocracia europea y la falta de eficiencia justifican un cambio de legislación, incluso una buena pataleta por parte de los estados miembro, pero jamás un abandono puro y duro. La identidad de un pueblo no se construye a base de distanciarse del otro, sino a base de ser uno mismo y ser capaz de generar una energía propia que atraiga a los demás.

Los efectos políticos, sociales, económicos mundialmente contaminantes de la insolidaria decisión británica no se han hecho esperar. Y no podía ser menos. Ante estos hechos, Europa puede reaccionar solidaria o insolidariamente. Si reacciona solidariamente, minimizará los efectos de la salida y volverá a intentar un acuerdo con el Reino Unido por costoso que sea. Una Europa insolidaria, en cambio, buscará por todos los medios que la deserción británica cause el máximo daño al Reino Unido con el fin de evitar que otros países sigan el mismo camino. Mala política sería esta última. La insolidaridad no se combate con insolidaridad, sino con toneladas de solidaridad.

La falta de acuerdo político entre los partidos más votados para gobernar España ha lastrado el país durante los últimos meses. En los distintos argumentos políticos que se han esgrimido por unos y por otros ha faltado visión de conjunto, sentido de Estado, grandeza de miras. La solidaridad ha brillado por su ausencia, aniquilada por un espíritu partidista rampante.

Todo partido político es parte de un todo, que es la comunidad política. Solo así se entiende su existencia. Por tanto, cualquier decisión adoptada por un partido debe tener en cuenta el interés general. La gobernabilidad es un bien primario básico. Por eso, su consecución debe ser prioritaria para cualquier partido. De lo contrario, estos sobran.

Me dirán algunos que soy utópico, que mi pretensión de solidaridad parte de un desconocimiento total de la condición humana y de la naturaleza de la política. Contestaré con unas palabras de Oscar Wilde: “El progreso es la realización de las utopías”. En estos momentos, el gran reto de la humanidad se halla en el tránsito de la consciencia de la reciprocidad a la consciencia de la solidaridad. En esto, y no en otra cosa, consiste precisamente la globalización democrática. Es hora de ponerse en serio manos a la obra.

Rafael Domingo Oslé es catedrático en la Universidad de Navarra e investigador en la Universidad de Emory.

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