Entre los resultados de la encuesta de población activa (EPA) del primer trimestre de 2010, que estima el número total de personas ocupadas, paradas e inactivas, el de personas en paro es desolador: la tasa de paro del 20,05% representa 4.612.700 personas paradas sobre una población activa de 23.006.900. No sirve de consuelo que la encuesta refle-je al propio tiempo la fortaleza de una economía que tiene 18.394.200 personas ocupadas, número de empleos superior al existente en el primer trimestre de 2004. Cualquiera que sea la fortaleza de la economía española, es obvio que la tasa de paro merece atención prioritaria, pues la gran cohorte de nuevos trabajadores parados es la secuela más dolorosa y dañina que las crisis económicas dejan tras de sí. Secuela dolorosa porque los trabajadores dejan de percibir los salarios con que contribuían al mantenimiento de sus familias, y dañina no solo porque el país en su conjunto pierde los bienes y servicios que podrían haberse producido con su fuerza de trabajo, sino también porque la reducción del poder de compra de estos trabajadores, solo paliada con las ayudas públicas al desempleo, puede retrasar la recuperación de la actividad económica y generar más desempleo.
Por ello, no sorprende que una tasa de paro superior al 20%, aunque solo sea por cinco centésimas, que nos sitúa por delante de casi todos los países de la Unión Europea (UE) en esta materia, sea utilizada incansablemente dentro y fuera de nuestras fronteras como el índice que mejor refleja la gravedad especial que los agoreros atribuyen a la crisis de la economía española.
La calidad de los resultados de la encuesta está fuera de toda duda, garantizada por una metodología irreprochable, común a todos los países de la UE, y por la excelencia de los técnicos del Instituto Nacional de Estadística (INE) que la realizan; o sea, que el INE calcula los parados con una aproximación similar a la de los demás países de la UE. Ante esta constatación,sería útil preguntarse por qué entre el ritmo de contracción de la actividad económica y el ritmo de destrucción de empleo existe en España una divergencia mucho más amplia que en la mayoría de aquellos países. Según la oficina estadística de la UE (Eurostat), en el último trimestre de 2009 comparado con el mismo trimestre de 2008 (es decir, en el gran año de la crisis), la tasa negativa de crecimiento del PIB fue en España de -3,1%, solo un punto porcentual superior a la media de la eurozona (-2,1%), mientras que la tasa negativa de crecimiento del empleo fue de -6,0%, cuatro puntos porcentuales mayor que la media de la eurozona (-2,0%).
Tener presentes los motivos de esta fuerte divergencia es útil porque su conocimiento ayudará a seleccionar las medidas que puedan reconducir nuestras tasas de paro a niveles homologables con las del resto de la UE.
Uno de estos motivos puede ser el peso en nuestra economía de algunos sectores caracterizados por ser muy intensivos en el empleo de mano de obra y muy escasos en su aportación al PIB, motivo que debería influir en las medidas orientadas al llamado cambio de modelo productivo.
A otro motivo, vinculado a la reforma de nuestras instituciones laborales, se refirió el gobernador del Banco de España en su intervención del pasado 3 de febrero en un encuentro sobre el sistema financiero. Para justificar la reforma de una regulación laboral que considera fracasada y para subrayar la necesidad de averiguar qué es lo que hacen otros países con las instituciones laborales para conseguir sus reducidas tasas de paro y sus altas cotas de productividad laboral, el gobernador invocó las tasas de paro que "por tercera vez en las últimas décadas" rondan la cifra inasumible del 20%, y la circunstancia de que "en los períodos de mayor crecimiento de la economía mundial" nuestras tasas de paro siguen siendo las más altas.El gobernador del Banco de España propuso una reforma laboral profunda cuya clave sería la implantación de mecanismos de ajuste de plantillas más flexibles y simples que los que el marco institucional vigente ofrece.
Es evidente que reducir o eliminar las llamadas rigideces de nuestro mercado laboral es un objetivo plausible siempre que no se concrete en un simple recorte de los derechos de los trabajadores asalariados, como se viene sugiriendo.
Sin embargo, instaurar mecanismos de ajuste más flexibles no parece la reforma laboral prioritaria en las presentes circunstancias, ni será eficaz para resolver la paradoja de unas tasas de paro más altas, en cualquier fase del ciclo, que las de nuestro entorno. No es prioridad en un mercado de trabajo que ha exhibido un alto grado de flexibilidad dada la rapidez con que dos millones de trabajadores han perdido su empleo en los últimos dos años y su ineficacia la reconocía el gobernador al afirmar en su intervención que la aprobación de la misma "no asegura la resolución inmediata de nuestros problemas de crecimiento, finanzas públicas o salud de nuestro sistema bancario", que seguirán requiriendo otras medidas.
Lo que la paradoja de nuestras tasas de paro parece reclamar de momento es una reforma específica para los sectores productivos en los que predominan los asalariados temporales, los asalariados con contratos que terminan por expiración del plazo o realización de una obra, tanto si la economía está en una fase de recesión como si está en una fase de auge. La cuestión no es baladí si se tiene en cuenta que, según la encuesta del INE, la tasa de temporalidad de los asalariados ronda el 25%. Además, los asalariados con contrato temporal alimentan en una proporción todavía mayor la reducción del número total de asalariados, que la encuesta cifra en 15.253.300. En el último año, la reducción del total de asalariados fue de 589.800, 305.200 de ellos con contrato temporal, y, en el primer trimestre de 2010, los asalariados con contrato temporal han descendido en 165.700 y los que tenían contrato indefinido en 73.700.
Cualquiera que sea el peso que la reducción de los asalariados temporales tenga en la cifra de parados, intuyo que es lo suficientemente considerable para sugerir una reforma que se adapte a la realidad económica de su situación laboral. En muchos casos, se trata de asalariados de empresas que no cesan su actividad a causa de la crisis sino que, incluso en fases de prosperidad, la suspenden por períodos más o menos regulares. La situación de estos trabajadores en los períodos de inactividad no responde al perfil de una persona sin trabajo y buscando activamente empleo, sino al de una persona en suspensión temporal de su trabajo y a la espera de reanudarlo.
Ante esta situación, viene a cuento el ensalzado régimen de kurzarbeit en Alemania, que ha evitado el incremento de las cifras de paro porque, según tengo entendido, la Administración se hace cargo de la retribución por las horas no trabajadas de la jornada reducida, a modo de apoyo al mantenimiento del empleo. Que las horas no trabajadas por los asalariados españoles en suspensión temporal de su trabajo correspondan a semanas o meses enteros, en vez de distribuirse entre todas las jornadas laborales del año, no debería ser un obstáculo para pagarlas desde un fondo para el mantenimiento del empleo y no desde subsidios al desempleo que obligan al INE a contarlos como parados.
La reforma deseable sería entonces, como algunos han sugerido, la instauración de mecanismos que incentiven los contratos indefinidos de estos trabajadores, favoreciendo con ello la fidelización a una empresa (no a la bolsa de parados de un sector productivo) y, probablemente, la mejora de su formación profesional. Tal vez perdamos un récord, pero podríamos ganar en autoestima, algo favorable para la recuperación de la credibilidad de España como un país serio.
Josep Lluís Sureda, catedrático jubilado de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona. Fue miembro del Consejo Ejecutivo del Banco de España entre enero de 1985 y agosto de 1994.