¡Contamos contigo!

Ilustración de Alejandra Svriz
Ilustración de Alejandra Svriz

El domingo pasado el deporte español celebró dos éxitos excepcionales, no por la rareza sino por la calidad. Alcaraz, un jovencísimo tenista, ganó por segundo año consecutivo el torneo de Wimbledon derrotando nada menos que a Djokovic. Pocas horas más tarde nuestros futbolistas, la selección española de fútbol, se proclamaban Campeones de Europa tras derrotar a Inglaterra después de haber eliminado a cualquiera de sus rivales en ese certamen, nada menos que a Croacia, a Italia, a Albania, a Georgia, a Alemania, y a Francia, más que un repóquer de victorias.

Ha habido mucho que celebrar con esos éxitos, pero yo me he acordado de algo que tal vez no sepa la mayoría de los españoles, porque han pasado ya más de 50 años desde que sucedió. En los años sesenta del pasado siglo España no podía medirse casi con nadie y, salvo excepciones, los triunfos españoles, que ahora son muy comunes en cualquier deporte, eran una rareza, fruto del esfuerzo individual de algunos aguerridos deportistas, brillantes y solitarios. Entonces apareció una campaña en televisión movida por Juan Antonio Samaranch, tan injustamente olvidado, que con el lema de «¡Contamos contigo!», se propuso fomentar el deporte desde casi la infancia y a fe que lo consiguió.

Las escuelas, los institutos, los ayuntamientos, las empresas, empezaron a facilitar las cosas y España se fue llenando de instalaciones, de torneos de todo tipo y poco a poco apareció el milagro, en atletismo, en ciclismo, en tenis, en esquí, en motorismo, en automovilismo, en balonmano, en baloncesto y, por supuesto, en fútbol. Recuerdo mis primeras salidas estudiantiles al extranjero con ese complejo de vivir en un país con un régimen extraño pero que empezaba a destacar en deportes, de algo cabía presumir.

No tengo duda de que la semilla de Samaranch, cuya vida de promoción del deporte culminó presidiendo el Comité Olímpico Internacional y trayendo las Olimpiadas a su querida Barcelona, ha sido la base sobre la que se ha edificado nuestra actual capacidad competitiva en las más variopintas disciplinas. Por eso al celebrar este domingo la doble victoria no solo me acordé del pasado, sino que pensé en el futuro, me vino de nuevo a la cabeza una idea que he acariciado ya muchas veces.

La cosa es muy sencilla: si como a veces se suele decir, «¿soy español, a qué quieres que te gane?», si hemos conseguido estar en la cumbre en la mayoría de los deportes ¿cuál es la razón de que no podamos aplicar esa «fórmula mágica» (¡Contamos contigo!) a otras facetas de nuestra vida colectiva en las que continuamos, por desgracia, muy a la cola? Es voluntarismo, pero sin voluntad decidida de hacer algo, nada se consigue.

Mis áreas preferidas para encontrar un Samaranch que las trabaje son dos, pero hay más sectores en que podríamos ponernos en serio a mejorar, no les quepa duda. La primera es la ciencia, la investigación científica. La segunda es el respeto a las instituciones, la buena educación política. La ciencia española es una institución en estado depauperado, pésimamente organizada, sometida a unas normativas absurdas, nada competitiva y sin el menor apoyo social. España es el único país europeo que no ha vuelto a tener un premio Nobel en materias científicas nada menos que desde Ramón y Cajal en 1906. Por cierto, que bastaría con leer los consejos que dio el propio Ramón y Cajal para mejorar nuestra capacidad científica para ver por dónde debería ir la cosa.

No sería absurdo que las instituciones españolas se planteasen el objetivo de conseguir, al menos, algún Premio Nobel en un par de décadas, pero con ser eso importante, lo decisivo sería que supiésemos hacer de la imagen de la ciencia una imagen prestigiosa, que nuestros alumnos más inteligentes se pudieran plantear como meta la investigación científica, que aspirar a ser un científico fuese una vocación respetada y admirada y que seguir esa carrera deje de ser, como ahora es, una especie de martirio, una carrera de obstáculos a cual más idiota.

Un Samaranch, mejor unos cuantos, que se propusieran en serio cambiar el panorama, nos harían un favor histórico. Hay algunas empresas que algo están haciendo, pero es poco y a veces da la sensación de que lo que quieren es beneficiarse ellas de una buena imagen en lugar de tomarse en serio la promoción de las vocaciones científicas desde muy pronto. Es un campo inmenso en el que todo lo que se haga será beneficioso, pero hay que tomar conciencia de que estamos ante una vergüenza nacional, ante comparaciones sonrojantes con los países de nuestro entorno y no digamos con los EE UU o China.

La democracia que se inauguró en 1977 está pasando por muy malos momentos. La mayoría de las personas le echa la culpa del desaguisado a los políticos, no les falta razón, pero es una excusa demasiado fácil. La realidad es que los políticos pueden hacer lo que hacen porque a quienes les votan no parece importarles. Que ganen «los nuestros» lo justifica todo, al parecer, pero no debería ser así. El malhadado «patriotismo de partido» tendría que verse superado por todas partes por un patriotismo de verdad, que los ciudadanos aprendiésemos a poner por delante de lo que nos viene bien a nosotros, lo que conviene a todos. Es cosa de entrenarse y bien vendría que surgiesen iniciativas desde la sociedad civil, porque hay que confiar poco en que estas metas las promuevan el gobierno o los partidos, que son los beneficiarios del desorden establecido.

Ya han surgido fundaciones y asociaciones que miran por este tipo de causas, por ejemplo Hay Derecho o Civismo por citar algunas de las más activas y conocidas, que no están al servicio de fines partidistas sino que velan por fortalecer la cultura política y la responsabilidad cívica, pero no estaría mal que las empresas pudiesen apoyar concursos escolares, premios e iniciativas que contribuyan a valorar la moral ciudadana, el respeto a la independencia de las instituciones, el distanciamiento del fanatismo ideológico, etc.

No es necesario ser muy sagaz para comprender que los políticos tenderán a no respetar restricciones que pongan límites a su poder y de las que puedan burlarse de alguna manera, salvo que sepan que esa conducta recibirá una censura moral por parte de un número creciente de ciudadanos y al final, el castigo en el voto.

El ejemplo del deporte, un auténtico éxito histórico y nacional, debería servirnos de estímulo. No todo tiene que venir del Estado o de la iniciativa política, los ciudadanos particulares podemos hacer mucho por cambiar nuestro país con el ejemplo y con la iniciativa. Samaranch lo hizo con apoyo del poder político, no cabe duda, pero su iniciativa tuvo un éxito colosal, de no haberse propuesto él una mejora de abajo a arriba es muy probable que el deporte español hubiese seguido vegetando y que el domingo la victoria de Wimbledon recayera en cualquier tenista de cualquier parte del mundo y que la muy admirable roja no hubiese pasado de los cuartos. Por fortuna no ha sido así y con el deporte tenemos un admirable ejemplo de emulación y de éxito continuado.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política (Unión Editorial).

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