Contando presidentes

Artur Mas, el político catalán que mejor aúna torpeza e insolencia, sería un dechado de gafes si no fuera porque el gafe genuino nunca se causa daño a sí mismo. Artur Mas es también deficiente en la gafancia y pertenece a la rara variedad del gafe gafado. Cada vez que anuncia un triunfo, pierde un montón de escaños; dice que el dinero inundará Cataluña o que nadie mudará de allí el negocio y sucede lo contrario de forma espectacular. Puesto que ahora ha ido a Bruselas en ayuda de Puigdemont, puede presumirse que este tenga las horas contadas.

Además de gafe gafado, Mas es jauto. Una de sus jautadas más constantes ha sido proclamar vez tras vez que era el 129º presidente de la Generalidad. Confundiendo el nombre con la sustancia, aducía esta curiosidad de almanaque como prueba de legitimidad atávica, anterior a España misma y a su Constitución.

Aragón y Valencia podrían hacer igual cuenta, pues en sus territorios hubo también una ‘Diputación del (impuesto) General’ o delegación permanente de sus Cortes, como (casi) todos sabemos o deberíamos ya saber.

Presidente inexistente

Pero un problema de esa lista que tanto engolosina a Mas es que la Diputación del General no tenía presidente. Tampoco en Aragón. Se elegía a unos pocos diputados, delegados de los estamentos que tenían representación en aquellos protoparlamentos medievales. En Cataluña y Valencia eran tres ‘brazos’: eclesiástico, nobiliario y de ciudades y villas (Mallorca, que no tenía Cortes, se sumaba a Cataluña). En Aragón eran cuatro, pues la nobleza menor formaba estamento particular.

El rey Pedro IV, mediado el siglo XIV, deambulaba pidiendo dinero, sobre todo por la guerra que tenía con su fiero tocayo castellano. En Aragón se le concedieron los servicios solicitados en 1364. La diputación catalana lo había hecho poco antes y sería de lerdos atribuir a esta precedencia mayor relevancia. A la inversa, algún jauto aragonés (también los hay) podría alegar que, si Mas hace el número 129 de esa imaginativa lista, el presidente aragonés Javier Lambán ocupa el puesto 250 en la nómina aragonesa de diputaciones generales (252, si se cuentan dos presidentes modernos en funciones. He punteado unas listas que hicieron J. Á. Sesma y J. A. Armillas y creo que el número es ese). Probablemente, el presidente ignore tal cosa, porque en Aragón nadie ha tenido la petulancia de dar valor significativo a semejante circunstancia.

Las Cortes aragonesas designaban, además de a los diputados ejecutivos, unos contadores (auditores de cuentas), con su notario (Aragón no sabe estar sin notarios), escribanos y demás.

Sucesor de los obispos

Durante largo tiempo no hubo ‘presidentes’, propiamente hablando. Había un diputado de mayor dignidad por su oficio (a menudo un obispo, abad o prior). En Cataluña abrió la nómina el obispo Cruílles, de Gerona, que censó celosamente en su diócesis nada menos que a quinientos herejes. En Aragón, fue el primero el arzobispo de Zaragoza Lope Fernández de Luna, cuya bella tumba borgoñona está en la ‘parroquieta’ de la Seo del Salvador, bien cuidada por Goyo Forniés. Se ve que a Mas le place sentirse sucesor de esos obispos.

Cuestión de control

Pero, si sus diputaciones empezaron casi a la vez (1359 y 1364), ¿por qué la catalana ha llegado al número 130 (pronto, 131) y la aragonesa, casi al doble? Porque la institución catalana y la aragonesa, si bien nacidas para lo mismo (la correcta recaudación de ciertos gravámenes), se rigieron por reglamentos diferentes. Y, mientras la Generalidad catalana tendió a emanciparse de su matriz y a tener rancho aparte, las Cortes de Aragón mantuvieron el control sobre su Diputación, que funcionó más en dependencia del organismo creador y, por eso mismo, se renovó más a menudo.

En la Diputación aragonesa hubo gentes muy principales, incluida la familia real. Para 1500, ya habían funcionado cincuenta Diputaciones. Un siglo más tarde eran ciento cuarenta. La Diputación aragonesa mudó con el tiempo y sus diputados variaron entre cuatro y dieciséis. Fernando el Católico la controló mediante reglas alambicadas, dignas de su fama de hombre de estado perspicaz y habilidoso. En Valencia hizo otro tanto o más.

En Aragón, hubo Diputación hasta 1707 y volvió a haberla –con igual nombre, pero con otras funciones– en 1978. Cataluña recuperó la institución un año antes, tras haber tenido dos presidentes (sin contar interinos) en la II República y otros dos en el exilio (Macià, Companys, Irla y Tarradellas, sucesivamente).

Esta última cuenta, la del siglo XX, es políticamente más relevante que la que arranca en el lejano medievo y resulta infantil alegarla para argumentar sobre preexistencias, asimetrías o ‘derechos históricos’ en el siglo XXI.

Guillermo Fatás

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