Contar España

España sí tiene quien le escriba, pero no tiene quien la cuente. Carece y necesita más que nunca el contarse allá donde el cuento se hace carne, toma cuerpo y se convierte en relato. En las pantallas, el cine, la televisión, las series. O sea, en imágenes, en las todopoderosas y globalizadas imágenes. Allí es donde se libra la batalla, más importante que los propios hechos, que la realidad misma, la de la propaganda. Esa que siempre hemos perdido y que seguimos internacional y, todavía más doloroso, internamente perdiendo. La que acaba por convertir nuestras victorias en derrotas, nuestras gestas en vergüenzas, nuestros descubrimientos en genocidios y a nuestros héroes en piltrafas. Y a nosotros los españoles, asumiendo de manera grotesca, bajo el palio del «progresismo», como cuerpo de doctrina que se proclama como verdad desde el colegio a las cátedras universitarias, la más grotesca y mendaz Leyenda Negra.

Todo arquetipo deleznable y perverso que nos hayan colgado nuestros detractores, por más falso, ignorante y mendaz que sea y aunque no resista el mínimo contraste con el conocimiento y la verdad histórica, lo asumen algunos como dogma de fe y lo pregonan con grandes clamores exigiéndonos, de paso, que vayamos por las calles y plazas del mundo dándonos zurriagazos e implorando perdón por el pecado original y el tremendo crimen contra el universo de ser españoles.

Para nuestra esperanza hay que destacar que la respuesta está asomando cada vez con mayor fuerza y de manera más extendida y contundente. Con el mejor de los instrumentos, además, que tenemos a nuestro alcance: nuestra lengua, la castellana, en España, y la española, en el mundo, que es la misma. Porque el combate lo están librando y ahí hemos tenido los mejores soldados a lo largo de los tiempos, los escritores. La prueba son los lectores, que se cuentan por millones. La historia se hace novela y la novela se hace carne en la memoria de las gentes. El ansia de conocimiento crece y cuando el saber avanza sobre la ignorancia lo que emerge es la comprensión del pasado común sin caer en el foso pestilente en que unos nos sumergen y en el que estaríamos siempre condenados a revolcarnos, ni en las siempre esplendorosas e inmaculadas glorias que otros pretendieron imponernos. No hace falta ni lo uno ni lo otro y es llegada la hora y el momento de quitarnos ambos de encima de una vez por todas. La Historia de España y su huella en el mundo es tan gigantesca y determinante que en cada momento contiene la más poliédrica riqueza de artistas, matices y contradicciones.

La literatura en esta batalla, pongan ustedes a sus alféreces preferidos al frente, está haciendo honor a la infantería, a aquella mítica y a esta de las gentes de a pie, que se sublevan cada vez con mayor contundencia contra sus presuntos y autoinvestidos como «intelectuales progresistas», ayunos tanto del sustantivo como del adjetivo, y cuya única obsesión, amén de prohibir expresarse con libertad e incluso en la lengua de todos, es negar no solo la más mínima virtud en nuestro pasado común sino hasta nuestra existencia misma como tal.

Hay frutos y son buenos. A las pruebas me remito. Basta con ver los estantes de las librerías. Las jornadas de novela histórica se abarrotan, los cursos, que volvieron este año, después del impacto espectacular del anterior, a la UIMP de Santander, han batido récords de matrículas y asistencia y los aforos, sean estos en el salón de los Pasos Perdidos del Senado, en la Universidad de Alcalá, en las Conversaciones en la Catedral de Burgos y en muchas decenas de villas y ciudades, se quedan chicos. «Escritores con la Historia» que agrupa a cuarenta de los más reconocidos y que tengo el honor de presidir no da literalmente abasto para atender las continuas peticiones.

Pero no es suficiente. En realidad la guerra está perdida si no se consigue lo que hasta ahora se nos resiste y se nos niega. Pasar pantalla. Si la historia de España no lo logra y pasarla, ya no digamos que como Gary Cooper, el bueno de los buenos -a eso no aspiramos- pero al menos no siempre como el peor de los malos y el más rastrero, sucio y vil de los canallas, no hay remedio. Porque la imagen domina hoy al mundo. Y ahí estamos en el peor de los escenarios y de los territorios.

Descubrimos un continente nuevo, el océano más grande antes de Pacífico se llamó mar Español, le dimos la vuelta al mundo, que hasta nos quieren arrebatar ahora, después de haber intentado impedirla a toda costa entonces, caminamos desde el Gran Cañón del Colorado hasta la Tierra del Fuego, conquistamos los más grandes y terroríficos imperios y cruzamos las selvas y los ríos. Gigantescas epopeyas y, por supuesto, desastres y atrocidades, pero de todo ello hemos sido incapaces, de todo lo de antes y de todo lo de después, de hacer una sola película en que algo digno, alguna virtud o valentía o coraje, un personaje en positivo, un hecho apreciable, aparezca siquiera.

Al contrario, nosotros siempre los malos, los estúpidos, los crueles y arrogantes, burlados, escarnecidos, mugrientos y apestosos. Los buenos, y por supuesto triunfantes, siempre los otros, nuestros enemigos, aún los peores asesinos. Buen ejemplo los piratas, la peor escoria criminal, que atacaba poblaciones indefensas en época de paz, trasmutados por el cine en los más galantes y heroicos caballeros.

Han sido los «otros» quienes han hecho las películas, y quienes siguen haciéndolas imponiendo el relato y el mensaje. Han dejado impresa en la memoria global y colectiva su imagen y valores como naciones y han trasladado al mismo tiempo la nuestra como los peores villanos que hayan pisado la tierra. Pero aún peor, si cabe, resulta si son los «nuestros» quienes se ponen a ello. Entonces ya sí que estamos del todo perdidos. Se ahondará en la mugre, se revolverá con el mayor placer la basura y acabará oliendo a mierda la pantalla entera. Las excepciones a ello serán despreciadas, escarnecidas y condenadas de inicio y por principio, sin derecho a defensa ni juicio, por el Sanedrín de lo Políticamente Correcto, a las Tinieblas Exteriores.

Si un día hicieran una película, o una serie televisiva, de Las Navas de Tolosa no se sorprendan de que los almohades, la más tenebrosa, fanática, brutal y poderosa amenaza integrista de aquel tiempo, aparezcan como refinados y tolerantes representantes de una civilización exquisita y que el rey Alfonso VIII (a lo mejor salvan a su mujer, Leonor de Plantagenet, por ser normanda y hermana de Ricardo Corazón de León) sea calificado de lo que hoy se califica a todo bicho viviente nacido en estas tierras desde Altamira que incurra en su desagrado: facha.

El cambiar y revertir esto es la necesidad cultural más trascendental que como sociedad tenemos. Esa es la llave, la única para la cerradura que abre la puerta que permite aventar el sambenito que nos aplasta. Pero no solo no hay empeño alguno en ello. Lo que hay es, precisa y crecientemente, voluntad y poder en contra. En su película y si por ellos fuera, lo bueno hubiera sido que ganaran los almohades.

Antonio Pérez Henares es escritor y periodista.

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