Contar lo innumerable

Resuena en nuestros oídos, una y otra vez, la letanía de cifras: cada día engullimos la cotidiana ración de estadísticas. Las tablas —sus dientes serrados con picos y valles, sus números desnudos— abruman la mirada y ocultan los rostros. El aluvión de cómputos enfría la tragedia o, peor aún, celebra desoladores avances medidos en porcentajes, en exitosos descensos, cuando solo se registran 100 o 40 o 20 fallecimientos. ¿Cuántos son pocos muertos? ¿Cuántos son demasiados?

En la literatura de nuestros antepasados, palpita un sentimiento muy diferente hacia el duelo. La Ilíada se detiene con emoción y temblor ante cada muerte. Cuando un guerrero cae desplomado, encuentra siempre en Homero un homenaje, una pausa apesadumbrada. Nadie desaparece, por minúsculo que sea su papel en la epopeya, sin que se pronuncie su nombre, sin que se diga, al menos, que era amado, sin que una voz recuerde sus talentos y esperanzas. Un joven que posee el don de la adivinación no ha sabido anticipar su propia agonía, un día de primavera, ante las murallas de Troya. Aquel admirado jinete nunca volverá a galopar a lomos del caballo que, ansioso, aguarda su regreso a casa. Una niña espera a su padre, veterano combatiente, ignorando que ya no lo abrazará más. En el fragor de la tragedia, el viejo poeta sabe que cada muerte es única porque cada vida es irreemplazable. Homero jamás ofrece cifras de las bajas en combate: relata con aliento conmovedor la pequeña historia de cada pérdida, condensa en una frase el fugaz destello de su singularidad. En lugar de sumar, llora.

Nuestros abarrotados y asépticos cementerios no dejan espacio para ese tributo. Los modernos epitafios apenas permiten unos números: fecha de nacimiento, fecha de defunción. Un resumen frío, apenas unas iniciales. En cambio, las tumbas de los antiguos cuentan historias. Como recoge Mònica Miró en Perennia, recopilación de los más bellos poemas epigráficos latinos, la lápida de un adolescente romano habla así: “He vivido tan bien como he podido. Te animo a bromear y divertirte; aquí, en el otro mundo, la severidad es extrema”. De un maestro de escuela, la inscripción funeraria rememora: “Fue respetuoso con sus alumnos, a nadie negó nada ni perjudicó a ninguno. Vivió sin miedo”.

Entre guerras de números, se escuchan más los duelos por las cifras que el duelo por las víctimas. La tragedia, bajo toneladas de estadísticas, corre el peligro de convertirse en un gran tabú oculto tras un telón de miedo. Como sabían nuestros antepasados, la tristeza reclama sus narrativas: “contar” no significa solo llevar la cuenta, sino también relatar una historia. En La Celestina, una de nuestras obras clásicas, el afligido Pleberio descubre la muerte de su hija y clama su incomparable dolor: “¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? Ninguno perdió lo que yo el día de hoy. Ayúdame a llorar”.

El duelo es llanto, pero también relato. Somos seres esculpidos de tiempo, de lenguaje y de memoria. Evitamos que el olvido borre a nuestros seres queridos si buscamos palabras únicas para evocarlos. Si salvamos los recuerdos, si escribimos, si hablamos de ellos a los niños. Cuando el futuro ya no es lo que era, podemos aprender del pasado y, frente al silencio o al mero recuento, volver a elegir la elegía. En el hilo de las historias, nuestros muertos seguirán contándonos sus vidas.

Irene Vallejo es escritora.

1 comentario


  1. Yo creo que cuando mueren personas que conocemos, las conversaciones son siempre de ellos, y los recordamos con más cariño que cuando estaban vivos.
    Cuando mueren nuestros seres queridos, eso es diferente, continuamente están en nuestro pensamiento y con nuestro pensamiento les podemos pedir perdón por no haberles demostrado más veces nuestro amor y seguimos hablando con ellos para intentar hacer tan bien todo como ellos, ocurre con todas las personas que queremos y admiramos, son un ejemplo a seguir.

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