Conthe o el honor de Dios

Una ventosa mañana de enero de 1169, en una llanura próxima a Montmirail, muy cerca de la frontera entre el menguado reino de Francia y el condado de Anjou, controlado por los ingleses, dos grupos de caballeros se detuvieron frente a frente a unas docenas de metros de distancia. Del que encabezaba Luis VII -apodado El Joven, pero camino ya de convertirse en uno de los más longevos monarcas de la dinastía capeta- se destacó un jinete provisto de una venerable barba gris propia de un profeta. Del otro grupo salió un hombre más joven y altivo. Cuando estuvieron a un palmo el uno del otro sus caballos caracolearon y todos los presentes contuvieron la respiración. El hombre de la barba gris echó pie a tierra e hizo ademán de inclinarse ante el otro caballero, quien inmediatamente le instó a que volviera a auparse en el estribo.

El Rey.- Sabes que soy el Rey y que debo obrar como un rey. ¿Qué esperas de mí entonces? ¿Debilidad?

Becket.- No. Me aterraría.

El Rey.- ¿Vencerme por la fuerza?

Becket.- Sois vos quien tiene la fuerza.

El Rey.- ¿Convencerme?

Becket.- Tampoco. No tengo nada de que convenceros. Solo tengo qué deciros: no.

El Rey.- Sin embargo hay que ser lógico, Becket.

Becket.- No. Tampoco eso es necesario, mi rey. Sólo hay que cumplir absurdamente lo que nos han encomendado, y cumplirlo hasta el fin.

('Becket o el honor de Dios' de Jean Anouilh, Acto III)

Pronto se inició una conversación entre ambos de la que iban brotando signos de confianza y hasta de jovialidad. Los acompañantes de uno y otro fueron relajándose e incluso intercambiaron gestos de complicidad. El encuentro había sido minuciosamente preparado por el rey de Francia y todo indicaba que terminaría siendo un éxito, supondría la reconciliación entre dos viejos amigos y el fin de un incómodo conflicto para la Europa cristiana.

De repente la escena cambió de rumbo. Los caballos volvieron a agitarse y los rostros de los dos jinetes reflejaron otra vez una extrema tensión. Algo había ido mal. Los presentes vieron cómo el hombre de la barba gris intentaba acodar su montura y acercar su rostro al del joven altivo y cómo éste le esquivaba bruscamente, se daba la vuelta y se alejaba al galope. En un clima de frustración e impotencia unos y otros comentaron pronto lo sucedido: «El arzobispo le ha dicho a Enrique que se sometía a su autoridad y a las 'normas y costumbres del reino'... Pero cuando Enrique ya se daba por satisfecho, el arzobispo ha añadido las palabras de siempre: 'Excepto en lo que concierne al honor de Dios'... Entonces Enrique ha visto que el encuentro no servía para nada y ha montado en cólera... El arzobispo le ha pedido el beso de la paz y Enrique se lo ha negado...». La mediación de Montmirail había fracasado. Meses después la escena se repetiría como una calcomanía en Freteval.

El «arzobispo» era Thomas Becket, primado de Canterbury, y «Enrique», el segundo de los Plantagenet que ceñía la corona de Inglaterra con ese nombre. Cuando Luis VII -cuya primera esposa, la admirable Leonor de Aquitania, se había casado después con Enrique- intentó en vano reconciliarlos, llevaban cuatro años sin hablarse, pero no hacía tanto habían sido no sólo amigos, sino compañeros de juergas y francachelas. De hecho cuando Enrique II subió al trono convirtió a Becket en su mano derecha, nombrándole canciller de Inglaterra. Al topar con importantes resistencias en la jerarquía eclesiástica a la hora de hacerle pagar impuestos, el rey tuvo entonces una expeditiva ocurrencia. A pesar de que Becket ni siquiera había pasado de diácono, le designó para la sede primada de Canterbury, convirtiéndole en cabeza de la Iglesia de Inglaterra. El favorito aceptó a regañadientes, pero el cargo le transfiguró en el más celoso guardián de los derechos eclesiásticos, enfrentándose una y otra vez al rey, con el obstinado argumento de que su obligación era ya velar por «el honor de Dios».

Pocos episodios históricos han resumido jamás, de forma tan esencialmente dramática como éste, el debate sobre los límites del poder. El hecho de que nadie más que ellos llegara a escuchar sus palabras exactas durante aquellas dos últimas conversaciones de Montmirail y Freteval, tras las que Becket volvió a Inglaterra con plena conciencia de cuál iba a ser su trágico destino, ha estimulado durante centurias la imaginación de cronistas y escritores. El siglo XX nos ha dejado dos magníficas obras de teatro sobre ese conflicto personal y político. La de T.S. Eliot Asesinato en la catedral -que Richard Burton y Peter O'Toole llevaron al cine- nos presenta a un Becket capaz de resistir todas las tentaciones menos la de la soberbia y la megalomanía. La de Jean Anouilh, Becket o el honor de Dios, disecciona, en mi opinión, mucho mejor el choque institucional entre dos fuentes de legitimidad y es, en todo caso, a través de diálogos como el que preludia este artículo, la que ha estado en mi cabeza desde que hace un par de semanas también terminara en fracaso el encuentro en el que el vicepresidente económico, Pedro Solbes, y el presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, Manuel Conthe, intentaron solventar sus diferencias bajo la invocación de su vieja amistad.

Fue sin duda una reflexión de Conthe, pronunciada al vuelo, como quien no quiere la cosa, en las escaleras de la puerta del Eurobuilding, la que disparó esta asociación de ideas. «La CNMV no puede servir a dos señores», dijo el titular del órgano regulador del mercado de valores. E inmediatamente, yo recordé el momento en que Becket le advierte a Enrique con una mezcla de fatalismo y desafío: «Si me designan arzobispo, ya no podré ser vuestro amigo».

Conthe, un hombre de ideas socialistas que ocupó altos cargos en la Administración, trabó lazos de intimidad personal con Solbes y fue nombrado por éste para el cargo que ocupa, se siente preso del cumplimiento de un deber -«Cuando la política industrial del Gobierno entra en conflicto con las normas del mercado es comprensible que el punto de vista del presidente de la CNMV no sea del agrado del Gobierno»- y trata de racionalizar el choque suscitado por la intromisión de La Moncloa en la pugna sobre Endesa con la misma argumentación lógica que empleaba Becket para oponerse a la pretensión de Enrique de alterar las leyes que regulaban la relación entre el trono y el altar.

Pero cuando lo que está en juego es el poder -igual da que se trate de controlar una gran compañía eléctrica o un rebaño de ovejas descarriadas- ni la lógica ni la amistad tienen demasiado margen de maniobra. Probablemente Solbes sea sincero cuando manifiesta en el Parlamento que siente el «máximo respeto» e incluso el «máximo cariño» por Conthe -Enrique también proclama una y otra vez que continúa «queriendo» a Becket-, pero es obvio que desde que en su Montmirail particular no lograra arrancarle una dimisión incondicional e inmediata, necesita destruir a su antigua criatura. Y su voz, vicaria por supuesto de la de Zapatero, sirve de eco a la pregunta que, según un cronista de la época, formulaba una y otra vez el monarca a aquél a quien consideraba su arzobispo: «¿Por qué no haces nunca lo que yo quiero?».

También hay un gran paralelismo en el curso de los acontecimientos desde el momento en que Conthe insistía en sancionar a los protegidos del Gobierno -Becket se empeñó en excomulgarlos- y Solbes entendió que no tenía más remedio que ayudar a La Moncloa a acabar con él. La rebelión de la CNMV contra su presidente, encabezada por el tal Arenillas, dócil e interesada hechura gubernamental, es un buen calco de la que Enrique II impulsó en el seno de la conferencia episcopal inglesa a través del miserable y oportunista obispo de Londres Gilberto Folliot. Y la reacción de dignidad institucional de Conthe también sigue la pauta de la de Becket, pues anunciar la dimisión y solicitar audiencia al Parlamento para explicar sus razones y hacerla efectiva equivale en el mundo actual a lo que suponía salir del reino, cruzar el Canal y cobijarse en la corte de Francia -para hacer oír desde ella su voz- en el siglo XII.

Después de segarle la hierba bajo los pies, el Gobierno emprendió un ataque frontal contra Conthe equivalente a la campaña de desprestigio que Enrique desató contra Becket. Casi mil años después el argumento y la conclusión vuelven a ser los mismos: este obstinado, este fatuo integrista se ha olvidado de dónde viene y de quién lo nombró, se ha empeñado en hacer la guerra por su cuenta y, como está dañando a la institución a la que representa, el Gobierno ha perdido la «confianza» en él. Sí, sí, la «confianza»: eso es lo que dijeron al unísono Solbes y Fernández de la Vega, como si Conthe siguiera siendo un secretario de Estado a sus órdenes y no el presidente de un organismo regulador independiente, como si Becket sólo hubiera cambiado de destino administrativo cuando devolvió el sello de canciller para poder tomar el báculo episcopal.

Ha sido Simon Schama quien, en su magnífica obra A History of Britain, escrita y filmada para la BBC, mejor ha resumido, en forma de pregunta lo que estaba en juego: «¿Era la Iglesia una institución más del reino o constituía algo separado, en función de su ministerio?». ¿Es la CNMV sólo un departamento del poder ejecutivo, un tentáculo más del gran pulpo gubernamental o debemos considerarla como un órgano de control, incluso como un elemento de poder «contramayoritario», al modo en que parece concebirla Petit cuando dice que «las comisiones son la encima del cuerpo político, al menos en su concepción republicana»?

Cualquiera diría que el gurú de Zapatero estaba pensando en episodios muy parecidos a la irregular contraopa de Enel y Acciona cuando dejó escrito que «no obstante no haber sido elegidas, las comisiones pueden ser a menudo nuestra mejor esperanza de lograr decisiones tomadas sobre bases no arbitrarias que excluyan su control por intereses banderizos».

La flema con la que Manuel Conthe ha respondido a los reproches de Solbes y al anatema de la «pérdida de confianza» con el que un superior trata de fulminar a su subordinado, demuestra que sabe bien el terreno legal y moral que pisa. Y eso es lo que más irrita a quienes llevan ya semanas afilando los puñales. «Yo, por el contrario, sigo teniendo plena confianza en él, como persona y como ministro», alegó el presidente de la CNMV, enfatizando así que no aceptará que la cuestión se dirima en el plano al que pretende llevarla el vicepresidente, porque no se siente dependiente de quien lo nombró sino del cumplimiento de la misión encomendada. En ningún momento Becket dejó de dirigirse al Rey como a «mi Príncipe».

«La CNMV saldrá muy reforzada de esta catarsis... Quizás algún día será incluso agradable recordar estas cosas», dijo también Conthe, con la misma ironía y sentido de la deportividad con la que el Becket de Anouihl resume la situación ante Enrique: «Vos tenéis algo muy importante que hacer: gobernar el timón del barco... Yo debo ofreceros la mayor resistencia posible cuando timoneáis en contra del viento».

Será todo lo arrogante que se quiera, pero ni Conthe está echándole un pulso al Gobierno, ni se llama a engaño respecto a cuál va a ser el final de esta historia. «El Rey ha cerrado su puño y yo soy como una mosca encerrada en ese puño», les dice Becket a sus «hermanos en la fe». «Señores: tengo la impresión de que debéis de sentir algo que se asemeja al alivio». ¡Habrá que ver la cara de Arenillas cuando caiga el telón en el teatro!

Al exigir la comparecencia en el Parlamento y no apearse, contra viento y marea, de ese requisito, Conthe sólo está reclamando una mortaja digna de la institución a la que representa. Cuando pasado mañana acceda por última vez a la Comisión de Economía del Congreso no lo hará con el ánimo guerrero de quien pretende obtener un triunfo parlamentario sino con la serenidad de quien acepta cabalmente el camino del martirio. A él parecen dedicadas las mejores palabras de Becket: «Soy arzobispo primado de Inglaterra. Es una inscripción demasiado visible sobre mis espaldas. El honor de Dios y la razón coinciden por una vez y disponen que en lugar de ponerme a merced de una cuchillada anónima, en cualquier camino, me deje matar coronado con la mitra, vestido con mi capa dorada y con la cruz de plata en la mano, en medio de mis ovejas, en la iglesia primada. Sólo ése es un lugar decente para mí».

Pese a haber sido nombrado por el Gobierno, el presidente de la CNMV, como el Fiscal General del Estado, el Defensor del Pueblo o el presidente de RTVE, responde ante el Parlamento, pues su mandato y legitimidad emanan de la soberanía popular y el juego limpio en los mercados es uno de los valores esenciales sobre los que se basa nuestro sistema económico. Hace bien Manuel Conthe en asentar allí su canto del cisne. Él dirá lo que tenga que decir -probablemente que, de acuerdo con la ley, Enel y Acciona debieron ser sancionados y su contraopa prohibida- y a continuación los portavoces del PSOE y sus aliados lo coserán a puñaladas. Tal vez sus últimas palabras busquen a Solbes por los rincones y se asemejen mucho a éstas de Becket: «Príncipe, la única cosa inmoral es no hacer lo que se debe cuando se debe».

Será, efectivamente, un final «decente». Pero supongo que este hombre de rostro hermético, carácter difícil y talante algo antipático tampoco se hará demasiadas ilusiones sobre el juicio de la mayoría de quienes le rodean. De entrada el Dios por cuyo «honor» va a dar su vida política no es sino Mammón, el sucio patrono del dinero, el príncipe de la codicia, ángel caído al fin en el Paraíso Perdido de Milton. Y en cuanto a su propio papel sacerdotal, serán muchos los que le apliquen el diagnóstico del mismo Schama sobre aquel arzobispo del siglo XII: «El mundo de Enrique resulta comprensible para nosotros, mientras el de Becket parece pertenecer a un teocrático reino de las hadas».

Los más generosos le llamarán puritano e ingenuo. Los alanceadores de moro muerto, soberbio, intransigente, fanático y, sobre todo, loco. Como a Tomás Moro, como a Catón... como a Becket. Pero si algún día el presidente del Gobierno necesita desempolvar sus ya raídas banderas para intentar volver a convencer a alguien de que su propósito es hacer de España una «democracia ejemplar», tendrá que rendir público homenaje al celo y coherencia de Manuel Conthe con la misma humilde disposición con la que Enrique II, tratando de atajar los males que asolaban su reino, se impuso la penitencia de acudir descalzo ante la tumba de Becket, para ser allí azotado hasta sangrar, un 12 de julio del año de gracia de 1174.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.