Continuidad en cualquier caso

Desde el triunfo del PSOE en marzo del 2004, la jerarquía católica española expresó su más radical oposición al Gobierno de Zapatero, a quien declaró una guerra sin cuartel, con el apoyo del Vaticano --a veces explícito, otras implícito--, y en alianza con el PP, a quien ha superado en radicalidad en su tarea de oposición hasta adoptar posiciones de extrema derecha.

Primero lo acusó de ser "fundamentalista laicista", acusación que no resistía la carga de la prueba, ya que el trato de favor de los gobernantes socialistas hacia la Iglesia católica ha superado con creces al resto de los gobiernos que le han precedido. Digámoslo claramente: se trataba de una construcción ideológica sin base en la realidad.

Los obispos pasaron muy pronto de las palabras a los hechos y llamaron no solo a los católicos, sino a toda la ciudadanía, a salir a la calle en una toma de postura frontal contra la política del Gobierno, de la mano del PP, para demostrar la identificación entre catolicismo y conservadurismo político, entre ser católico y ser de derechas. Ese fue el mensaje que quiso transmitirse con la manifestación contra el matrimonio homosexual, en la que participaron una veintena de obispos junto con la cúpula de los populares.

La confrontación episcopal ha continuado toda la legislatura con ataques al Gobierno y al propio Parlamento por muchas de las leyes que iba aprobando, como la de educación, la nueva legislación sobre el matrimonio (divorcio exprés), la asignatura de Educación para la Ciudadanía y la ley de la memoria his- tórica. Los obispos han bajado a la arena política partidista y no han tenido recato alguno en mostrar su convergencia con la derecha. Así han contribuido a radicalizar el clima de crispación y a tensar la cuerda de la relación Iglesia-Estado: una relación de poder a poder que es la que interesa a la jerarquía católica. Y ahí radica el error del Gobierno: reconocer a los dirigentes católicos, y solo a ellos, no a los de otras religiones, como un poder al nivel del Ejecutivo y negociar con ellos como un poder fáctico. A decir verdad, en el pulso con el Gobierno creo que han ganado los obispos, si bien han perdido crédito en la sociedad, que cada día confía menos en ellos.

La estrategia de la confrontación ha resultado muy útil a los obispos, al Vaticano y a las organizaciones conservadoras de la Iglesia católica en varios terrenos: el de la financiación (han aumentado sus ingresos de la declaración de impuestos del 0,51% al 0,7%); el de la enseñanza de la religión católica en la escuela reconocida como materia evaluable y con alternativa; el de la Educación para la Ciudadanía, que los colegios católicos han adaptado, con la autorización del ministerio, a su ideario de centro siguiendo las orientaciones del Catecismo de la Iglesia católica. Y así sucesivamente.

En las elecciones del 2005 a la presidencia de la CEE, el cardenal Rouco estuvo a punto de lograr el apoyo de los obispos para acceder a un tercer mandato. Necesitaba 52 votos y logró 51. La alternativa, contra todo pronóstico, fue Ricardo Blázquez, obispo de Bilbao, que logró la mayoría para presidir a los obispos a muy poca distancia de Antonio Cañizares, arzobispo de Toledo, elegido vicepresidente.

Se esperaba que el cambio de presidente contribuyera a serenar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero la esperanza enseguida se tornó vana. Durante el mandato de Blázquez se ha radicalizado hasta extremos inimaginables la estrategia episcopal frentista. Él mismo asistió, con 40 obispos, a la Concentración por la Familia Cristiana del 30 de diciembre del 2007 en Madrid, convocada por Rouco Varela y apoyada de manera explícita por Benedicto XVI. Blázquez también defendió la nota de la Comisión Permanente del Episcopado del 30 de enero, que apoyaba abiertamente a la derecha y pedía, implícitamente, que no se votara al PSOE por negociar con ETA, dificultar el estudio libre de la religión católica en la escuela pública y aprobar la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Ahora se celebran elecciones a la presidencia y demás cargos de la CEE, a excepción la secretaría general. Vuelven a enfrentarse los dos contendientes del 2005, Rouco y Blázquez, que tienen una trayectoria teológico-episcopal muy similar: ambos fueron profesores de la Universidad Pontificia de Salamanca; Blázquez fue obispo auxiliar de Rouco en la archidiócesis de Santiago de Compostela; los dos mantienen una incuestionable fidelidad a Roma, admiran al Papa y se mantienen dentro de la ortodoxia vaticana. Ambos apoyan institucional y teoló- gicamente el Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello y defienden un modelo de Iglesia jerárquico-piramidal que excluye a las mujeres de las funciones ministeriales. ¿Diferencias? Quizá de estrategia: más rígida e intransigente la de Rouco, menos crispada y más abierta al diálogo la de Blázquez.

Parece que Rouco tiene más respaldo para ser aupado de nuevo a la presidencia. Muchos obispos han sido nombrados por Roma con su apoyo y comparten su estrategia de confrontación, entre ellos los tres últimos: su sobrino el obispo de Lugo, Alfonso Carrasco Rouco, el obispo auxiliar de Madrid Martínez Camino, secretario general de la CEE, y el obispo auxiliar de Bilbao Mario Iceta Gavicagogeascoa. Además, en la última década Rouco ha sido el eclesiástico español más influyente en Roma. Ahora bien, salvo el cardenal Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago de Compostela, que presidió la CEE de 1966 a 1969, todos los presidentes fueron elegidos para un segundo mandato, y Tarancón, para un tercero. De seguir esta práctica, Blázquez podría repetir.

En cualquier caso, mucho me temo que, con uno u otro, no habrá cambios importantes, sino continuidad. Si no se practica la democracia en la Iglesia católica ni se viven los valores evangélicos, los posibles cambios en la cúpula se quedarán en simples revoques de fachada. Por eso expreso mi más respetuosa indiferencia hacia los resultados de las elecciones episcopales de hoy.

Juan José Tamayo, teólogo.