Contra corrupción, transparencia

"No hay ningún legislador, por sabio que sea, capaz de producir leyes de las que un gobernante no pueda hacer mal uso", ha dicho alguna vez el Tribunal Constitucional, en el ejercicio de una sana pedagogía jurisdiccional. En otras palabras, al estilo de Voltaire: sólo el doctor Pangloss y el ingenuo Candide («joven metafísico, ignorante de la cosas de este mundo») admiten que una ley sirve de remedio universal para la condición humana. En efecto, no hay soluciones mágicas, en la política o en la vida. Sin embargo, las buenas leyes son condición necesaria para establecer un modelo civilizado de convivencia, cuya única legitimidad deriva –en pleno siglo XXI– de la democracia constitucional y sus señas de identidad: soberanía nacional, instituciones representativas, división de poderes y derechos fundamentales. En este contexto se sitúan las propuestas aprobadas por el Congreso de los Diputados el pasado 26 de febrero, con un acuerdo casi unánime, salvo la abstención del PSOE y de la Izquierda Plural. El objetivo es sentar las bases de un Pacto de Estado por la transparencia y contra la corrupción, ofrecido por Mariano Rajoy en su discurso del Debate sobre el estado de la Nación, junto con una serie de medidas que han merecido calificativos favorables en los medios.

Por encargo de la vicepresidenta del Gobierno, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales trabaja desde hace meses en una estrategia de regeneración democrática, que ahora se encauza –según la citada resolución– mediante una comisión de personalidades de «amplio reconocimiento y prestigio social» para aportar ideas a las Cámaras parlamentarias. A su vez, el Gobierno toma la iniciativa –en la parte que le corresponde– a través de un grupo de trabajo de alto nivel. Nuestro sistema político recibe últimamente muchos reproches. Algunos, sin duda, muy merecidos. Pero también debe reconocerse, en términos objetivos, que la «clase política» procura en este caso dar respuesta a la legítima inquietud social. Bythe way, como dirían los ingleses: el concepto «clase política» se utiliza hoy día en sentido descriptivo, pero su origen se sitúa hace un siglo en pensadores como Gaetano Mosca, que anticiparon la deriva totalitaria de la política europea. Por fortuna, no existe ahora una alternativa (teórica o práctica) a la democracia constitucional, única forma de gobierno propia de la sociedad abierta. A pesar de nuestra reconocida querencia hacia la desmemoria institucional, España se libra de populismos y otras falsas soluciones de dudosa calificación ética y estética. Mejor vamos a jugar en el terreno de la razón práctica, el sentido común y la búsqueda de lo posible, asumiendo con Max Weber que el gobernante debe guiar su acción por la «ética de la responsabilidad». Los desahogos personales son otra cosa...

«La luz del sol es el mejor desinfectante», escribió el juez norteamericano Louis Brandeis. Por tanto, las medidas anticorrupción se sustentan en el principio de máxima publicidad, es decir, de transparencia. El proyecto de ley ahora en trámite parlamentario debe ser protagonista en el proceso de regeneración democrática. Las administraciones públicas (así como los partidos, sindicatos, asociaciones empresariales y entidades financiadas «esencialmente» con fondos públicos) tendrán que superar la vieja cultura del secretismo. Voces autorizadas han recordado en esta Tercera la urgencia de un cambio razonable para el futuro de nuestras democracias mediáticas. Citaré, por todos, a Antonio Garrigues, en nombre de Transparencia Internacional, y a José Luis García Delgado, como presidente del Círculo Cívico de Opinión. Este es el camino a seguir: sin atajos, pero también sin recelos.

Los ciudadanos sensatos y conscientes muestran inquietud por el futuro de las instituciones, sin ocultar sus críticas, como recogen cumplidamente las encuestas del CIS. En democracia, el pueblo es dueño del poder, cuyos titulares ejercen los cargos públicos por razón de la confianza depositada en ellos. Trust, decía John Locke, es la palabra clave. La corrupción es un cáncer para la democracia, porque socava esa confianza que otorga sentido al régimen representativo. Contra los corruptos, hay que activar el Código Penal, mediante el incremento de las penas, así como agilizar la respuesta procesal a través de los órganos jurisdiccionales competentes. No es tarea sencilla, porque el género «corrupción» incluye varios tipos delictivos, muchas veces concurrentes, y exige investigaciones policiales y judiciales complejas. Por eso las medidas propuestas intentan actuar sobre la raíz del problema y eliminar esa sensación de impunidad que irrita, con toda justicia, a los ciudadanos. Al tiempo, la rapidez es también garantía para quienes sufren las penas «infamantes» de nuestro tiempo, cuya eficacia social desvirtúa una eventual absolución que los jueces puedan determinar en su momento.

Hay unas cuantas ideas nuevas en el plan aprobado por el Congreso. Regular la actividad de los lobbies, los grupos de interés, es también una fórmula para iluminar el escenario donde se negocian las grandes decisiones socioeconómicas. En la misma línea, establecer un «estatuto» de los cargos políticos es una garantía para todos. Por eso habrá que redactar con cuidado la futura ley reguladora del ejercicio de las funciones políticas, en materias como retribuciones, incompatibilidades o compensaciones tras el cese. Se anuncia también otra ley para el control económico y financiero de los partidos políticos, una propuesta valiente y ambiciosa. Los organismos de control (Tribunal de Cuentas; Fiscalía Anticorrupción; Oficina del Conflicto de Intereses; por supuesto, órganos jurisdiccionales) deben contar con los recursos personales y materiales que sean precisos. Otros proyectos, tales como ampliar la iniciativa legislativa popular o la participación de la sociedad civil ante las Comisiones parlamentarias, apuntan hacia una democracia participativa que completa (pero no sustituye) los mecanismos de representación política.

Bienvenidas sean las críticas y, cómo no, cualquier aportación positiva. Pero conviene que la sociedad española demuestre su madurez en estos tiempos difíciles. No es momento para pesimistas al estilo del 98. Tampoco para arbitristas ocurrentes. Entre los radicales y los inmovilistas hay un amplio espacio para las reformas bien orientadas. La práctica habla en presente a la teoría, que utiliza siempre el futuro, asegura un personaje de Balzac. Por eso hacen falta rigor y sentido común. En España, el relato simbólico de la Transición (todavía operativo, aunque mal conocido por las generaciones jóvenes) remite a un modelo de consenso. En nuestra cultura política, actúa como apelación al interés general frente al oportunismo a corto plazo. Desde esta perspectiva, un Pacto Anticorrupción fortalece la conciencia cívica y satisface la demanda social de dialogo y compromiso.

No hay que perder esta oportunidad. La inmensa mayoría de los políticos ejerce con honradez sus funciones y ellos deben ser los primeros interesados en poner fin a prácticas intolerables. De hecho, la descalificación global y sin matices abre las puertas al populismo. Es urgente dar pasos en la buena dirección. Por definición, el ideal es inalcanzable, pero hay un amplio margen de mejora que pasa por el gobierno abierto y la ejemplaridad al servicio del interés general.

Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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