Contra el desistimiento

Por Juan Manuel Eguiagaray, profesor asociado de Economía de la Universidad Carlos III. Ha sido portavoz del Partido Socialista de Euskadi (PSE) en el Parlamento vasco, ministro para las Administraciones Públicas y de Industria y Energía, así como portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados (EL PAIS, 07/11/03):

Abundan en estos días los diagnósticos sobre el agravamiento de la situación política en el País Vasco y florecen las expresiones de sorpresa o de indignación por lo lejos que, a juicio de muchos, hemos llegado ya. Sin duda estamos muy alejados de donde queríamos estar quienes, de modo abrumadoramente mayoritario, ratificamos en referéndum el Estatuto de Autonomía del País Vasco. Un marco jurídico y político, consensuado por nacionalistas y no nacionalistas, que ahora, unilateralmente, se da por liquidado, mientras el lehendakari Ibarretxe utiliza sin empacho los poderes e instituciones que de él derivan para acarrear la pólvora con que se volarán las ruinas de aquel consenso constitucional y estatutario.

Quienes piensan que hemos llegado muy lejos dicen bien, pero dicen muy poco para lo que todavía hemos de ver. Porque si algo está claro en este proceso es que el nacionalismo ha iniciado un camino en el que no tiene prisa y en el que le importa mucho más el resultado que el proceso. El final pretendido por el nacionalismo está ya prefigurado. ¿Qué hay de malo -que diría el ínclito lehendakari Ibarretxe- en que los vascos decidan lo que los nacionalistas ya hemos decidido que decidan? Porque lo que resulta indiscutible es que los nacionalistas, por sí y ante sí, han decidido que aquello que todos -nacionalistas y no nacionalistas- aprobamos el 25 de octubre de 1979 es ya letra muerta. O, como señalaba José Luis Zubizarreta en un luminoso artículo (El Correo, 25 de octubre): el plan del lehendakari no es... sino la reclamación de más nacionalismo para resolver un conflicto, un contencioso, que sólo el nacionalismo plantea... Se trata, en consecuencia, de una propuesta que los nacionalistas hacen a toda la sociedad para resolver los problemas que ellos mismos han creado e, incluso, que ellos se han creado a sí mismos... Y es que, efectivamente, nos proponen como alternativa lo que saben a ciencia cierta que ni queremos ni podemos aprobar, una Comunidad Vasca dotada de soberanía originaria, que rompe el concepto mismo de la España constitucional (y también de la España histórica) y, producida la separación de España, en el mismo acto, nos ofrecen la posibilidad de establecer unas relaciones de asociación con lo que quede de España, eso sí, mientras los nacionalistas no cambien de opinión.

Lo que no está todavía claro, ni mucho menos, es el proceso que puede conducir a ese final o -si actuáramos con inteligencia- a otro menos desventurado. Algunas opiniones expresan su convencimiento de que los instrumentos jurídicos del Estado de derecho serán lo suficientemente fuertes para paralizar una iniciativa como la de Ibarretxe, dotada de tan escasa racionalidad política como aquejada de falta de legitimidad democrática. Piensan éstos que el recurso a los tribunales, por ejemplo, ya sea en las primeras etapas del proceso o, más adelante, cuando el Gobierno del País Vasco produzca actos en consonancia con su iniciativa, llevará a la restauración del derecho violado y al aquietamiento de los actores de este drama. Esto es, la jurisdicción contencioso-administrativa nos sacará de este trance, porque para eso somos todos demócratas y aceptamos las reglas del juego. Y -añaden las mismas fuentes- si no fuera la vía de la jurisdicción contencioso-administrativa, menos adecuada a la naturaleza política del asunto, sería la jurisdicción constitucional, para la que el Gobierno estudia ya una posible vía de recurso. No es posible censurar a quienes así razonan que quieran acogerse a las vías establecidas por el Estado de derecho. Al fin y al cabo, la obligación de quienes lo defendemos es utilizar las reglas establecidas. Pero sería un exceso de formalismo -y de ingenuidad- ignorar el hecho de que la iniciativa del lehendakari, al poner en cuestión de modo unilateral el Estado mismo, no acredita precisamente un acendrado respeto por las reglas de juego del Estado de derecho. Si tan grave comportamiento no fuera abandonado de modo indubitado, un exceso de confianza en el papel reservado a los tribunales de lo contencioso me temo que no podría dejarnos muy tranquilos... Aunque pudiera servir, todo hay que decirlo, para ganar tiempo.

Caben otras fórmulas, por supuesto, que también derivan de las reglas establecidas en nuestro ordenamiento jurídico, de las que casi nadie -con razón- quiere hablar a la ligera. Me refiero, entre otros preceptos, al art. 155 de la Constitución, cuya activación siempre se ha temido pudiera ser mucho peor que la causa que la motivara.

Naturalmente, si los mecanismos jurídicos no fueran eficaces, estuviera contraindicada su activación o resultara que los promotores de la iniciativa que comentamos -el lehendakari y su Gobierno, para entendernos- llegaran a la conclusión de que el Estado nunca adoptaría medidas de carácter coactivo para el cumplimiento de las normas jurídico-constitucionales, bien podría ocurrir que la iniciativa no encontrara otro freno que el de la opinión pública. Una opinión pública cuya expresión en el conjunto de España no sería desdeñable en modo alguno, pero cuya influencia, en el lugar en el que el nacionalismo se juega su poder y su hegemonía, en el País Vasco, se convertiría en absolutamente determinante. Con lo cual, desde el lugar en que nos han colocado los nacionalistas que gobiernan el País Vasco, llegamos a la vieja y permanente cuestión: ¿qué hacer? O, en otro estilo: ¿cómo salimos de ésta?

No es extraño que junto a los que sacan pecho y demandan medidas de fuerza -como antes amenazaban con echarse al monte- sean legión los que, más juiciosos, pretenden que la política tenga su papel y los aspavientos se dejen para mejor ocasión. En lo que no se puede sino estar de acuerdo, sobre todo si se acierta con la estrategia política correcta para hacer frente a semejante desafío, cuestión ésta, sin embargo, harto peliaguda. Un ejercicio muy socorrido en los días que corren es responsabilizar al Gobierno del PP de lo que ocurre, por su torpeza, por sus estrechos intereses electorales y por haber convertido la cuestión vasca en lugar favorito para la confrontación política con el PSOE. ¡Sea! Hay demasiado de verdad en todo ello para exonerar al PP de su responsabilidad. A condición, naturalmente, de que no convirtamos nuestros desacuerdos con el PP ni elevemos la política del señor Aznar, con su tono destemplado y hasta su mala uva, en la explicación causal -la causa eficiente, que diría un tomista- del inaceptable comportamiento institucional del nacionalismo gobernante. Además, por socorrido que resulte lo anterior, tampoco sirve de excusa para eludir el diseño de la estrategia política capaz de hacer frente a la situación creada, con razonables garantías de éxito.

Algunos optimistas se limitan, simplemente, a esperar a que escampe, con la confianza que les otorga la pertenencia de España a una Europa democrática, harta ya de conflictos étnicos. Otros, fieles seguidores de la Ilustración, no tienen duda en la fuerza iluminadora de la Razón, especialmente si viaja aliada con los valores democráticos. En consecuencia -parecen pensar éstos-, acabará por producirse una evolución de los planteamientos hacia zonas de menor confrontación y mayor pragmatismo, tan pronto como los ciudadanos vascos comprendan lo que está en juego y lo puedan expresar con sus votos. Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de ser pesimistas ante la historia? Casi todo acaba por encontrar una solución... Empecemos por no dramatizar, etc.

Quizás los anteriores se olviden de los esquemas de conformación de la opinión pública en una sociedad como la vasca, en que la autoprotección, naturalización y proximidad al poder, pretendida por muchos ciudadanos, junto con la hegemonía ideológica del nacionalismo oficial y el relativo bienestar económico de esa sociedad, coadyuvan al importante sostén electoral de un discurso que, en sus términos actuales, resulta profundamente ofensivo para la mayoría de los demócratas, sin que por ello parezca descender la popularidad de los que lo proponen.

Podríamos convenir en la necesidad de hacer algo más que esperar pasivamente a que los acontecimientos se sucedan en los términos que hoy resultan previsibles. Aceptada como principal la vía que hemos llamado política, no podemos prescindir de antemano de ninguno de los mecanismos del Estado de derecho, aunque no fuera por otra razón que porque su uso -junto a su origen democrático- es quien genera su legitimación, en tanto que la renuncia a utilizarlos los convierte en inviables y, por tanto, en políticamente ilegítimos.

Necesitamos, desde luego, un cambio en la opinión pública vasca, lo que es casi equivalente a declarar imprescindible la alianza política del Estado democrático con los nacionalistas autonomistas, esto es, con una de las dos almas del nacionalismo histórico. Casualmente, con la que hasta ahora -probablemente, de modo mayoritario- sostenía con sus votos la política del PNV. Necesitamos que esta fracción del electorado vuelva por sus fueros, y defienda de modo efectivo sus convicciones de ayer, que -presupongo- no pueden haber cambiado tan radicalmente como la apariencia da a entender. Algunas personalidades públicas juegan desde hace tiempo este papel, como es el caso de Juan R. Guevara o de Joseba Arregui, quienes, dicho sea en su honor, nunca han renunciado a ser nacionalistas. Pero se necesitan muchas más personas, en todos los campos de la vida social, aunque no todas puedan o quieran alcanzar el mismo nivel de notoriedad en sus planteamientos disidentes. Ésta no es una tarea ni de un día ni de un año. Así como el nacionalismo no tiene prisa en el proceso, un esfuerzo de esta naturaleza tiene que dirigirse, sosegada pero pertinazmente, más allá del horizonte de las futuras elecciones.

El Estado democrático de hoy no es la incipiente estructura que alumbramos en 1978 y que todavía en 1980, al celebrarse las primeras elecciones autonómicas en el País Vasco, se ofrecía más como proyecto que como realidad consolidada. Hoy tenemos un Estado democrático, imperfecto como todos los existentes, pero profundamente satisfactorio como experiencia y realidad histórica. No veo cómo o en nombre de qué principios o valores podríamos justificar que el proceso iniciado por el lehendakari Ibarretxe, que ya ha empezado a adoptar algunas de las preocupantes características de la insumisión y la desobediencia civil, condujera por desistimiento de los demócratas a situaciones no previstas e indeseables. Y para que esto no ocurra y todo el mundo esté avisado, para que la opinión pública pueda formarse una cabal idea de lo que está en juego, no estaría de más considerar que, a menudo, las decisiones tempranas son más clarificadoras que las tardías, bastante más eficaces si se dirigen a prevenir el conflicto abierto y, sobre todo, mucho menos costosas políticamente. Pero, naturalmente, no son fáciles de tomar y casi nunca carecen de efectos secundarios. El más fácil de los consejos siempre es el de posponerlas para ahorrarse el trago y la menos arriesgada de las críticas consiste en asegurar lo exagerado de la dosis y los efectos negativos que habrá de acarrear.

Algunas cosas, se tenga razón o no, difícilmente se resuelven por la vía de la fuerza. La persistencia indefinida de una movilización amparada por los poderes públicos del País Vasco, en lo que parece consistir la estrategia de Ibarretxe, puede resultar -si tiene éxito- en el desistimiento del Estado, ahora o más adelante. I. Anasagasti ya ha señalado que el plan Ibarretxe, si no sale a la primera, lo hará a la tercera, pero saldrá. Y para evitarlo, además de no caer en la provocación que alimenta el victimismo, se necesita claridad, mucha claridad. Justamente aquella que puede hacer entender a la opinión pública del País Vasco que nos estamos adentrando en terreno pantanoso. Porque si la opinión pública vasca no lo entiende mediante el uso de la palabra y el ejercicio del poder democrático, amparado en las reglas del Estado de derecho, ¿tenemos acaso otros medios de convicción?