Los delitos graves que afectan a la vida, salud o libertad sexual despiertan emociones de ira y venganza en las víctimas y sus allegados. Los medios de comunicación difunden esos sentimientos al resto de la comunidad, alimentando un clima colectivo, siempre latente, que afirma la impunidad de los delincuentes, provocando desconfianza en el funcionamiento de la justicia. Es cierto que algunas decisiones u omisiones de los agentes del sistema son erróneas y otras incomprensibles, por lo que dan pábulo a la desconfianza. Aunque son excepcionales las que inciden en la seguridad, al ser recordadas una y mil veces construyen una apariencia de normalidad. El escándalo es siempre interesado, se desentiende de la condena o la persecución injusta de un inocente -cuando se llega a descubrir- que en alguna medida es consecuencia de las demandas públicas de rigor patibulario.
Algunos sectores de la política tratan de satisfacer ese estado de opinión, que previamente han propiciado, con soluciones definitivas en clave electoral: incrementar las penas hasta el límite de la vida del condenado. La cadena perpetua. Trasladan un mensaje de que las penas de prisión eficaces deben afectar a toda la vida del agresor. Con lo que pueden convertir las cárceles en contenedores de desechos humanos. Olvidan que nuestro código establece el límite máximo de las penas de prisión en 30 y 40 años. ¿Se puede intuir qué supone estar 30 años en un espacio cerrado, entre la celda y el patio, donde hasta los detalles más insignificantes de la vida privada se encuentran vigilados? ¿No es suficiente sanción? El tiempo, que en libertad se nos escapa por momentos, dentro de la prisión se hace eterno.
La cadena perpetua no es garantía de nada. Es más eficaz una medida inmediata y dotada de contenido eficaz para evitar la reincidencia, que otra extensísima que desresponsabilice y cronifique en el delito o convierta a un ser humano en un discapacitado perpetuo para la sociabilidad. Sobre todo, porque los que suelen acabar pagando el pato del endurecimiento penal no suelen ser sus destinatarios inmediatos (peligrosos delincuentes), sino, como en otros órdenes de la vida, los más desgraciados.
Dichos sentimientos, objeto de manipulación mediática, sólo pueden calmarse mediante la información, que permite un cabal conocimiento de la realidad. Los expertos del sistema penal y penitenciario han sido expulsados del debate público, sus opiniones no cuentan cuando se trata de reformar las instituciones. Juristas y académicos no pueden aceptar la desaparición de ese espacio de pedagogía ciudadana, que es ocupado de manera exclusiva y oportunista por otros. A informar van destinadas estas líneas.
Los datos desmienten que vivamos en un estado de impunidad. La sensación de impunidad e ineficacia se sustenta en falsas creencias sobre la lenidad del sistema. España tiene la tasa menor de criminalidad violenta entre los países de la Unión Europea; no sólo estamos por debajo de la media, la delincuencia ha descendido desde hace 20 años. Por el contrario, contamos el porcentaje más alto de presos: 76.000 personas confinadas, que significa una relación de 166 por cada 100.000 habitantes. Se ha producido un incremento de la población penitenciaria del 400% en el periodo de 1980 a 2009, frente a un crecimiento del 20% de la población adulta. Mientras tanto, Holanda cierra cárceles y Portugal tiene penas y formas de ejecución en algunos casos la mitad de gravosas que las nuestras, sin merma alguna para la seguridad de los ciudadanos. Si de la comodidad de las cárceles se habla, nuestros conciudadanos que nunca estuvieron presos deben saber que las consecuencias del encierro son terribles, física y psicológicamente; a partir de 20 años el deterioro es irreversible. El sufrimiento que infligen las penas de prisión es inconmensurable, y cuando debido al tiempo de duración o al rigor en el cumplimiento se desborda la capacidad humana de tolerancia, la pena pierde su legitimidad. Ningún ciudadano está exento de entrar en una cárcel, al menos por un infortunio o una negligencia. Si entran ellos, o sus hijos o sus familiares, aprenderán a convivir con el hacinamiento, la despersonalización, la enfermedad mental y la muerte: en torno a 250 fallecidos en el año 2009 dentro de las cárceles. Si se pretende prevenir el delito con la cadena perpetua hay que recordar que ya existe en España, y no sólo para los delitos más violentos. Según datos de la Administración, en las cárceles españolas viven 345 personas que cumplen condenas superiores al límite de los 30 años -la pena mayor es de 110 años-, y ello porque no resulta aplicable dicho límite al tratarse de penas que no se pueden acumular.
La sensación de impunidad se sustenta en el mito de que las penas no se cumplen, que una vez transcurrido un breve tiempo en prisión los condenados salen en libertad. Sin embargo, todas las penas cuya ejecución se inicia se cumplen íntegramente, y sólo una pequeña parte -actualmente el 17%- llegan a hacerlo en un régimen de semilibertad: el tercer grado, que permite pasar varias horas fuera bajo el control de los servicios penitenciarios y cuyo objetivo es posibilitar la reinserción social. Sólo el 9% de los condenados obtienen la libertad condicional. Por lo tanto, toda condena que se ejecuta se cumple desde el primero hasta el último día y la mayoría de los penados extinguen la sanción íntegramente dentro de los muros de la prisión.
Si la sensación de impunidad aparece es porque los ciudadanos no se sienten suficientemente atendidos cuando sufren un delito; frecuentemente las víctimas son "perdedoras por partida doble": sometidos a daños que nadie repara, los procedimientos duran una eternidad, ven en libertad a "su" ladrón por agotamiento de los márgenes legales para la prisión provisional sin que haya sentencia, o reincidiendo por no adecuar la respuesta penal a la auténtica causa del delito; otra veces se sienten "ninguneadas" y en ocasiones maltratadas por el propio sistema penal que cuenta con medios técnicos y procesales francamente obsoletos. La aplicación a los agresores de penas de prisión de por vida no eliminará la sensación de pérdida, dolor, miedo y desconfianza que embarga a las víctimas. La respuesta penal, con el exceso de inhumanidad que se solicita ahora, instala a las víctimas perpetuamente en el dolor y la venganza.
Por último, se sostiene que la intervención penal sobre los menores es benévola, pero también la realidad lo refuta. Cuando el sistema actúa con menores y jóvenes de 14 a 17 años, no es infrecuente que la medida de control sea superior en el tiempo a la aplicable a los adultos; incluso, mediante la privación de libertad, que puede llevarle hasta la cárcel si cumple la mayoría de edad, impidiendo así el trabajo pedagógico de las instituciones y propiciando que el joven aprenda o consolide una carrera criminal.
El endurecimiento de las penas sólo puede acometerse cuando se tenga certeza de su eficacia para la reducción de la violencia. Un conocimiento que se adquiere mediante estudios científicos, de los que se prescinde. Para prevenir el delito el derecho debe evitar las penas arbitrarias o desproporcionadas; porque, como enseñaron los pensadores ilustrados, la eficacia de la pena depende de su estricta necesidad, de ahí que deba ser la mínima adecuada a esos fines. Las políticas penales orientadas únicamente hacia la prevención de los delitos han generado más violencia de la que pretendían resolver, porque la seguridad y la libertad no sólo son amenazadas por el delito, sino también por las sanciones excesivas o inhumanas. La historia de las penas es uno de los relatos más horrendos de la humanidad; nos resistimos a olvidar ese pasado.
Por ello, frente a las propuestas de rigor punitivo es importante constatar que estamos en niveles de máximo, que debemos explorar otro tipo de respuestas. Pretendemos llamar la atención sobre los efectos del sistema penal en la vida de las personas, ya sean acusados o víctimas, y sobre la necesidad de racionalizar y humanizar el funcionamiento de las agencias policiales, judiciales y penitenciarias, para que generen la mínima imprescindible violencia, se garantice el respeto a los derechos humanos de los infractores y se protejan los intereses de las víctimas.
Ramón Sáez y Santiago Torres, jueces y miembros de la plataforma Otro Derecho Penal es Posible.