Contra el escepticismo

Cuando hablamos de pobreza infantil en España la contundencia de las cifras es tal que la sorpresa de quien las escucha por primera vez puede transmutar fácilmente en escepticismo. ¿Dónde están esos casi dos millones y medio de niños pobres de los que se habla? El distanciamiento de los escépticos nace, quizás, de la extrañeza ante una realidad que ha emergido en el debate público casi de repente, tras haber permanecido invisible durante muchos años. Y también es posible que sea el resultado de imaginar la pobreza infantil a través del prisma equivocado, pensándola con imágenes que provienen de países en desarrollo en los que los menores muchas veces no tienen acceso a la educación obligatoria, ni a agua potable, ni a sanidad.

La realidad de la pobreza infantil en España es muy distinta y navega por los cauces de la exclusión y la desigualdad de un país del primer mundo. El problema de los niños pobres en este país no es su falta de escolarización, sino el fracaso escolar y el abandono educativo temprano. La tasa de repetición de curso, por ejemplo, es cinco veces mayor entre los alumnos de familias con menores ingresos que entre los de familias en el tramo más alto de renta. Asimismo, la malnutrición en la infancia no tiene tanto que ver con la falta de alimentos como con su calidad. La dieta mediterránea es muy saludable, pero encarece la cesta de la compra y, según varios análisis, se consume menos entre las familias de menos recursos. Esto explica en gran medida por qué los niños que crecen en familias con bajos ingresos tienen una probabilidad tres veces mayor de ser obesos. A lo que también contribuye que un 23% nunca realice ejercicio, una cifra que prácticamente triplica el porcentaje registrado en los niños y niñas de familias en el tramo más alto de ingresos.

Para contextualizar cómo viven los niños de familias vulnerables en un país desarrollado hay que pensar en las privaciones materiales a las que está asociada la falta de ingresos, como no poder ir de vacaciones, ni asistir a las actividades de pago que organice el colegio, ni celebrar cumpleaños, ni pagar las facturas de la calefacción, entre otras. Estas carencias no son inocuas en el desarrollo del menor. Por un lado, los niños y niñas que no pueden viajar están perdiendo oportunidades de exponerse a entornos estimulantes que les permitan desarrollar sus habilidades cognitivas o las habilidades sociales que se practican en contacto con individuos de otros entornos y culturas.

Por otro lado, que los niños y niñas estén poco implicados en las actividades sociales y de ocio de su colegio o comunidad contribuye a su exclusión social, además de empobrecer sus redes informales y, con ello, los recursos informativos y de apoyo que estas representan. Incluso el estrés económico que provoca no poder llegar a fin de mes puede tener consecuencias sobre la integridad física de los menores, pues el castigo corporal o la violencia verbal es más frecuente en los hogares que experimentan tensiones derivadas de la falta de trabajo o de las dificultades económicas.

Así, bajo el manto de las cicatrices más visibles y medibles de la pobreza infantil, como el fracaso educativo o una peor salud física, se encuentra una multiplicidad de micromecanismos a través de los cuales la pobreza se transforma en desventaja. Son mecanismos sutiles, pero muy relevantes a la hora de conformar el poso sobre el que se abre, desde la primera etapa de la infancia, la brecha de oportunidades: una menor autoestima, un débil sentimiento de vinculación a la comunidad y, por tanto, una menor capacidad o interés para movilizarse y defender sus demandas; una falta de expectativas o la sensación de extrañamiento frente a ciertos entornos donde pueden cultivarlas. Como los adolescentes que acaban limitando sus aspiraciones profesionales porque, a pesar de tener talento, sienten que ciertos ambientes no les pertenecen.

Estas son las características principales de la pobreza infantil en España y de la falta de oportunidades a la que están abocados quienes la padecen, sobre todo los más de 630.000 niños y niñas en riesgo de pobreza severa. Describir su magnitud, contextualizarla en un país desarrollado y hablar de su coste —económico, de pérdida de talento y de cohesión social— debe servir para vacunar contra el escepticismo a quienes se aproximan a esta realidad con suspicacia.
Ese ejercicio contribuye a combatir una de las principales amenazas de los tiempos políticos presentes: que cuaje el escepticismo sobre cuestiones que creíamos sólidamente instauradas y el debate público acabe deslizándose por la senda del negacionismo. Si eso ocurre, ni la evidencia empírica más contundente ni nuestras repetidas explicaciones sobre pobreza, maltrato infantil, cambio climático o desigualdades de género servirán de mucho para moldear las percepciones de los ciudadanos. Serán irrecuperables a la razón si acaban abandonándose al sentimiento de negar la realidad. Habrá que seguir insistiendo mientras estemos a tiempo.

Sandra León es directora del Alto Comisionado para la lucha contra la pobreza infantil.

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