Contra el hambre, agricultura en Europa

A fuerza de ser proclamadas unánimemente, algunas afirmaciones se convierten en axiomas, en verdades indiscutibles. Pero la historia ha enterrado muchas de esas verdades evidentes y me atrevo a predecir cuál será una de las próximas: la idea de que el proteccionismo agrario –sin matices– de los países desarrollados es un gran freno al desarrollo de los países no industrializados.

Según ese axioma, la protección de la agricultura, además de distorsionar los flujos comerciales, deprime los precios agrícolas y limita las rentas posibles de los países que tienen en la producción agraria su principal baza comercial. Ello no impide que cuando se plantea una mayor liberalización, la agricultura surja siempre como actor en discordia. Uno de los protagonistas del fracaso de hace un año de la Ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio (OMC) fueron las cláusulas de salvaguardia de los productos agrícolas.

Pero lo novedoso en ese caso fue que las posiciones intransigentes partieron de la India y no de los países desarrollados, entre ellos la Unión Europea y su política agrícola común. Conclusión: existe una repetitiva obstinación de la agricultura para dificultar los acuerdos de liberalización comercial.
Llegados a este punto, deberíamos preguntarnos si tal insistencia de la agricultura en dificultar la liberalización responde a la mera casualidad estadística o, simplemente, algo se está enfocando mal. Probablemente, la producción de alimentos sea algo demasiado sensible como para abandonarlo a la mano invisible del mercado.
Las soluciones de manual no siempre son afortunadas. Si se produjera una brusca desprotección de las agriculturas desarrolladas, los resultados podrían ser totalmente perversos. Teniendo en cuenta los costes diferenciales (por la calidad, por las exigencias sanitarias y medioambientales) de la agricultura europea respecto de las de países menos desarrollados, la desprotección produciría una fuerte caída de la oferta agrícola europea, un abandono masivo de la actividad (las dificultades actuales de la agricultura europea pueden ser un síntoma real de ello).
Dado que Europa es un gran productor de alimentos, la consecuencia sería un alza brusca de los precios agrícolas en el mundo y una desviación del comercio hacia los países con mayor poder adquisitivo (Europa, entre ellos), con el resultado paradójico de nuevas carestías en los países menos desarrollados, los beneficiarios teóricos del fin de las subvenciones a los agricultores de la UE. El ajuste sería largo y doloroso, con secuelas y resultados indeseables.

Tras la escalada de precios de los alimentos básicos del 2007 y el 2008 hemos podido apreciar las graves consecuencias económicas y sociales que el desequilibrio de los mercados agrarios puede acarrear. El hambre ha dejado de ser solamente un problema humanitario para pasar a ser un problema político de primer nivel y condición necesaria para la estabilidad mundial.
Aunque la actual crisis económica ha desactivado el boom de precios agrícolas, es necesario recordar que las causas que lo produjeron siguen todavía latentes. De hecho, la guerra de los alimentos del siglo XXI ya ha comenzado. La prensa se ha hecho eco de las compras estratégicas de terrenos agrícolas en países menos desarrollados, por parte de países emergentes, para garantizar el aprovisionamiento futuro.

En este contexto, el mundo no puede prescindir de la producción agrícola europea, ni Europa puede renunciar a unos grados determinados de autoabastecimiento alimentario ni de los beneficios y servicios aportados por una agricultura local viva.
Deben evitarse las formas más distorsionadoras del comercio, como las subvenciones a la exportación. Pero hay que cambiar de paradigma en lo que al comercio agrícola se refiere. Se trata de un tema complejo en el que deben tenerse en cuenta una multiplicidad de condicionantes, donde las soluciones óptimas siempre serán contradictorias. Sin embargo, la seguridad alimentaria mundial debe situarse en primer lugar. Estoy de acuerdo con Sirkka-Liisa Anttila, ministra de Agricultura y Bosques de Finlandia, cuando afirma: «El único camino a través del cual la Unión Europea puede ayudar a erradicar el hambre en el mundo es asegurando que su propio potencial productivo se mantiene adecuadamente».

Y el camino del sostenimiento de la agricultura europea pasa indefectiblemente por un cierto grado de protección y regulación de los mercados agrarios. Los argumentos no proceden de razones paternalistas próximas a la beneficencia, ni de subterfugios justificativos más allá de la actividad productiva. Las razones son de interés general por la importancia estratégica de la agricultura, como sector básico de futuro. Tengamos en cuenta que en el escenario del siglo XXI la agricultura juega del lado de las soluciones, tanto en el ámbito alimentario como en los de la energía y el medioambiente.
Por otra parte, para generar un desarrollo autóctono en los países menos industrializados, la cooperación de las naciones ricas debe dirigirse, sin hipocresías, hacia la capitalización de esos países, impulsando las infraestructuras (comunicaciones, regadíos), la adquisición de maquinaria y la formación. Y aportando sin reticencias apoyo tecnológico.

Francesc Reguant, economista.