Contra el pesimismo estéril

La desilusión política es un fenómeno palpable, en las encuestas y en la calle. Sucede en España y en otras democracias maduras y estables. El malestar está ahí. Gentes (en otro tiempo) sensatas muestran su indignación con palabras gruesas que convendría evitar, porque unas veces se traducen en propuestas de regeneración, pero otras muchas sirven de sustento al populismo antipolítico. Si los partidos sólidos no ofrecen respuestas, el peligro acecha por todas partes. Vivimos en sociedades emotivas que buscan y encuentran culpables, casi siempre por méritos propios. Es fácil predicar el apocalipsis y anunciar el colapso del sistema, incertus quando.Pero los profetas siempre se equivocan en materia social y política.

En todo caso, algún elogio merece la sociedad española, capaz de rechazar el populismo de derechas, a diferencia de nuestros ilustres socios en la Unión Europea. En cambio, es muy preocupante la puesta en escena de un populismo de izquierdas, impropio de un país fiable, en el marco de una operación que apunta maneras al estilo de Gramsci. La reacción frente a ciertos despropósitos será un buen índice de la capacidad real para consolidar nuestra modernización. O si se prefiere, en términos orteguianos, para medir “la altura de los tiempos” en esta encrucijada histórica, tal vez un genuino umbral de épocas.

La afición de los españoles por hacer borrón y cuenta nueva parece un “invariante castizo” (como decía Fernando Chueca respecto a la arquitectura) del carácter nacional. Menos mal que tal carácter no existe, como demostró el recordado Caro Baroja, y por tanto está en nuestras manos hacer bien las cosas. Por eso, el pesimismo es estéril: en el fondo, una manera de eludir responsabilidades por medio de desahogos personales que a estas alturas no engañan a nadie. Hay que superar una minoría de edad culpable, en términos kantianos, imposible de justificar para una sociedad desarrollada en pleno siglo XXI. Es hora de actuar con madurez, al margen de sueños cargados de buenos propósitos. La adolescencia perpetua es una herencia de la posmodernidad que no nos podemos permitir en tiempos de crisis. No hay que pasar de la euforia a la impotencia sin buscar un acomodo razonable en alguna de las estaciones intermedias en los estados de ánimo colectivos. Como siempre, la moderación es mejor que la intransigencia. O, si se admite el oxímoron, la gravedad de la situación nos invita a ser radicalmente moderados.

“La historia no termina en el futuro, sino en el presente”, dice con razón Collingwood. Por eso, construir desde el pasado reciente es la mejor respuesta al desafío. Los españoles conseguimos saldar en la Transición una vieja deuda con la libertad política. Frente a los tópicos, a veces bien ganados, España pasó a ser arquetipo del cambio (sustancialmente pacífico) de la dictadura a la democracia. Esta sociedad supo ser generosa y valiente. Nos quedan un orgullo legítimo y una lección, sin embargo, mal aprendida.

Sabemos hacer las cosas razonablemente bien, como es propio de la política, espejo de la vida. La reforma fue un acierto y la ruptura hubiera sido un error de alcance histórico. Aquí y ahora: las señas de identidad de la Constitución siguen siendo válidas, pero hay instituciones que rinden mejor y otras que (notoriamente) precisan una revisión. Hay un amplio margen de mejora por la vía del sentido común y la ejemplaridad personal. Para practicar las virtudes de la sensatez, conviene ser conscientes de que falta el proyecto sugestivo que animó la Transición: ser como los demás europeos. Ya lo hemos conseguido.

Vamos a lo práctico. ¿Reforma de la Constitución? Todos aceptamos con naturalidad el argumento de Thomas Jefferson: no society can make a pepetual constitucion… Pero el asunto es muy serio y no nos podemos equivocar. Así pues, sosiego y prudencia, también paciencia, para generar un consenso social que produzca acuerdos eficaces. Entre el inmovilismo y las aventuras sin final conocido hay un amplio terreno para avanzar en reformas útiles. Es hora de trabajar para lograrlo. No podemos salir de viaje sin saber cuál es el destino. Aquí no juegan las aventuras románticas ni las emociones vitales, sino una suerte de razón instrumental. Si se permite la ironía: prefiero aburrirme con Rawls antes que disfrutar con Nietzsche. Me refiero, claro, a la vida política, al margen de preferencias subjetivas.

En definitiva: es tiempo de plantear alternativas sensatas, pero conviene esperar al momento apropiado para mover las piezas sin caer en riesgos inútiles. Entre otras cosas, no nos engañemos, porque cuando se habla de reforma todos pensamos en el modelo territorial, en clave autonómica, federal o confederal; o, ya puestos, con intención centralista o independentista, dos opciones indeseables. Otros asuntos tan relevantes como la sucesión a la Corona, la Unión Europea o la propia regeneración democrática apenas sirven de complemento circunstancial. En política, el bálsamo de Fierabrás no existe. Sobre todo —para acabar también con Don Quijote— en estos tiempos de encrucijadas y no de ínsulas.

Benigno Pendás dirige el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y es académico electo de Ciencias Morales y Políticas.

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