Contra el populismo penitenciario

Desde el año 2000, el número de reclusos en España ha aumentado un 65,1%, lo que nos sitúa a la cabeza de Europa en tasa de presos por cada 100.000 habitantes: 153,6. Según datos oficiales, en 2009 había en las cárceles españolas 76.090 internos, el doble de los que había en 1990. De ellos, un 22%, está en prisión preventiva, esto es, a la espera de un juicio que resuelva sobre su situación. Mantener a un recluso en España cuesta de media 54,79 euros al día y contamos con un presupuesto que ha pasado del equivalente en pesetas a unos 689 millones de euros del año 2000 a casi 1.250 millones de euros en 2010. Curiosamente, las medidas alternativas a la prisión salen muchísimo más baratas: tan solo cuestan tres euros por persona y día. Aún más, según datos del Consejo de Europa publicados en 2005, el tiempo medio de estancia en prisión en España se duplicó desde 1996 (9,7 meses) hasta 2004 (16,7 meses).

Y todo esto a pesar de que España se sitúa en una tasa de criminalidad comparada de 45,8 por cada 1.000 habitantes, una de las tres más bajas de Europa y muy por debajo de la media europea de 69,1, situándose en 2009 al mismo nivel que en el año 2000. El Eurobarómetro de otoño de 2009 indicaba además que la percepción de la delincuencia como problema en España era de 11,0, la segunda más baja de Europa y muy lejos de la media de la UE de los 27 situada en 19,0. En resumen, en 10 años la criminalidad ha permanecido estable en cotas muy reducidas, su percepción por la población es muy baja y, sin embargo, en 20 años se ha duplicado la población penitenciaria.

¿Cuál puede ser el motivo de esta incoherencia? Parece que las sucesivas reformas del Código Penal como respuesta a lo que se ha dado en llamar "alarma social" podrían explicar en parte este hecho. Tengo para mí, sin embargo, la convicción de que existen razones más profundas que tienen que ver sobre todo con el "populismo penitenciario" de una clase política que reacciona a golpe de encuesta, alimentada a su vez por unos medios de comunicación que tienden a incrementar una alarma social que, cada poco tiempo, justifica la exigencia del endurecimiento de las normas penales a pesar del elevadísimo coste de este modelo populista basado en la testosterona parlamentaria.

La política penitenciaria no puede administrarse a base de modificaciones reactivas del Código Penal que, además de resultar carísimas, resultan ineficaces. Aunque resulte obvio, es preciso reiterar que las políticas preventivas ahorran recursos, mientras que las represivas encarecen costes. Existen ámbitos (salud pública, prevención de peligros laborables, seguridad viaria) donde ha quedado probado cómo las políticas de prevención del tabaquismo, de la obesidad, de la siniestralidad laboral o de los accidentes de tráfico ahorran no solo vidas (lo más importante) sino también dinero. Sin embargo, la visión hoy dominante se basa en la represión penal mediante un amplio uso de los ingresos en prisión. Este círculo vicioso conduce al desastre -nuestra práctica en España lo está demostrando- en términos de sostenibilidad social y económica y, esencialmente, de resocialización.

Aunque es obvio que hoy por hoy no es posible renunciar al papel punitivo del Estado, también lo es que en el abordaje de la criminalidad el derecho penal debiera ser el último recurso al que acudir, debiendo primar las estructuras administrativas de carácter preventivo, esto es, basadas en la prevención de peligros y la gobernanza de riesgos, en la medida en que la evitación del daño es infinitamente mejor y más barata que su reparación. Por no reiterar ejemplos anteriores: es objetivamente mejor evitar los daños derivados de la corrupción mediante un eficiente sistema de gobernanza de su riesgo que andar a la greña en comisiones de investigación y juzgados de instrucción para intentar reparar lo que no tiene remedio: la pérdida de confianza. Sin embargo, en nuestro sistema domina hoy la penalización de conductas, probablemente como materialización del populismo penitenciario al que me refería. Para justificarlo se dirá, por ejemplo, que gracias a esta política se ha reducido la siniestralidad viaria aunque está por ver si esta relación directa existe como única explicación del fenómeno. Lo que sí está claro es que, mientras tanto, las cárceles se llenan, por ejemplo, entre otros, de acusados de violencia sexista sin que las cifras de casos de agresión contra las mujeres disminuyan como consecuencia del endurecimiento penal. Se tendrá, pues, que arbitrar soluciones que resulten más eficaces que la cárcel para proteger a las mujeres de acciones perpetradas por violentos.

El ordenamiento jurídico se basa en la equidad fundamentada en la defensa de valores ampliamente consensuados a nivel de pacto de Estado que no debieran verse sesgados por el oportunismo electoral. La finalidad de la política penitenciaria es la rehabilitación social del penado, no su incapacitación perpetua mediante juicios mediáticos. Impartir justicia no consiste en convertir a las víctimas en verdugos. El estatus de víctima tiene un límite: el que establece el Estado de derecho dictando justicia, no venganza. En este sentido no es de recibo, por ejemplo, que los partidos políticos, en plena vorágine electoralista, otorguen protagonismo injustificado más allá de la sede judicial a las víctimas de delitos -por ejemplo, nombrando como asesores a familiares de víctimas- pues ello no hace más que retroalimentar el "populismo penitenciario".

Para atajar el desbordamiento de las prisiones, la Administración, en primer lugar, debiera ser más eficiente tanto en el diseño y aplicación de políticas preventivas y de gobernanza de riesgos como en el uso del derecho administrativo sancionador, porque su legitimidad se basa en el poder de hacer cumplir las normas. En segundo lugar, para aumentar este cumplimiento se requiere un ordenamiento jurídico de calidad, con normas precisas y claras: diversos estudios de la OCDE sobre calidad normativa sitúan a España en un discreto lugar del ranking europeo. En tercer lugar, debieran implementarse medidas alternativas a la reclusión que contribuyan a descongestionar nuestro sistema penitenciario: es preciso dotar un sistema alternativo con criterios y medios más allá de las declaraciones de buenas intenciones. Finalmente, urge reconsiderar el uso de la prisión provisional para evitar que sea una suerte de condena anticipada resultado de la alarma social y del populismo penitenciario.

Diversas experiencias avalan estos planteamientos. La más reciente en los Países Bajos. Desde los años cincuenta hasta los ochenta del pasado siglo, Holanda consiguió reducir la población penitenciaria hasta niveles ínfimos basándose en que la prisión debe utilizarse como "último recurso" en el sistema penal. A partir de los años ochenta se inició una nueva etapa -parecida a lo que sucede hoy en España- que convirtió la prisión en un sistema de "defensa social" en el que se pasó de una media de 30 presos por cada 100.000 habitantes en 1985 (la tasa europea más baja) a una media de 120 presos por cada 100.000 habitantes en 2005. Como tampoco en España, esta evolución no tuvo nada que ver con la evolución de la criminalidad, que se mantuvo siempre estable. Sin embargo, hoy, Holanda, tras recuperar el discurso de que el sistema penal es el último recurso y haber implementado políticas preventivas y de gobernanza de riesgos acordes con ello, ha iniciado la desocupación de ocho prisiones y, para evitar la pérdida de los 1.200 puestos de trabajo de vigilante, se plantea importar presos de Bélgica y Alemania a cambio de dinero -generando ingresos en vez de costes-. Lo que demuestra el cambio de tendencia holandés es que el populismo penitenciario no solo no es eficaz, sino que conduce a una insostenible espiral de despilfarro económico. Afortunadamente, la opinión pública y el poder judicial holandés así lo comprendieron, iniciando una vuelta atrás en el camino represor. En fin, o empezamos a aplicar políticas preventivas o al final el populismo penitenciario nos llevará a todos a la cárcel.

Ramon J. Moles Plaza, director del Centre de Recerca en Governança del Risc de la Universidad Autónoma de Barcelona.