Contra el referéndum

Se ha dicho ya tantas veces que parece inútil repetirlo, pero hay que volver sobre ello porque parecemos empeñados en arriesgar lo más valioso de nuestros proyectos comunes a una jugada incierta y plagada de confusión como es la convocatoria de un referéndum. Pasada por el filtro de los medios, decentes e indecentes, whatsapps, SMS, tuits y demás simplismos, esta supuesta variante de la democracia acaba por generar un veredicto político deformado por la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional.

Pero, claro, como hablamos con metáforas ampulosas y decimos que “el pueblo” se ha pronunciado, quiere esto o lo otro, y cosas así, el engendro está de tal modo impregnado con la ilusión de la legitimidad que cualquiera que lo ponga en cuestión corre riesgos importantes. Debemos insistir, sin embargo, en frustrar cuanto antes esa ilusión verbal. Nada hay de fundamental o cimentado en el resultado de un referéndum. Es dudoso que estemos en presencia siquiera de una decisión; se trata de la agregación artificial de preferencias individuales mediante un algoritmo tosco. Pero aunque fabulemos la decisión de un sujeto colectivo, eso no la torna en una decisión fundada ni anclada en principios incontestables de legitimidad. Ni siquiera en una decisión que responda realmente a los deseos de quien la toma, si es que se puede decir que alguien la toma. Simplemente hemos convenido en que, así tomada, esa decisión es última. Ha hablado el pueblo, punto final.

Contra el referéndumEsto es lo que hace de este método de toma de decisiones algo particularmente temerario, porque puede llevar a soluciones erróneas pero irreversibles. Los juristas distinguimos entre decisión última y decisión infalible, y sabemos que la tentación de atribuir infalibilidad a las decisiones últimas, por democráticas que parezcan, es una trampa que carece de base. No hay ninguna voz de dios detrás de la voz del pueblo; seguramente no hay siquiera una voz del pueblo. Además, aunque no sea de buen tono decirlo, el supuesto pueblo puede equivocarse y, en uso de un método tan pueril, acabar en decisiones que perjudiquen a los mismos que las toman tan alegremente.

Sobre la calidad de toda decisión humana disponemos ya de literatura abundante acerca de su fragilidad, sus desviaciones y sesgos, y las falacias argumentales en que incurren. No digamos lo que puede suceder con decisiones colectivas tomadas mediante métodos simples de agregación de preferencias, en conflicto de intereses, gran excitación informativa y asuntos difíciles. Sin embargo, estas cosas no aparecen en el discurso político. Seguimos hablando de democracia y dando por legitimados los productos de semejante distorsión.

Pues bien, debemos recordar que si se pretende que el voto de un ciudadano expresa sus preferencias, todos los problemas que tienen éstas se trasladan al sentido del voto. Ignoramos su intensidad, su coherencia, si son erróneas o acertadas, si están informadas o, como suele suceder, gravemente desinformadas, qué grado de apoyo o mutabilidad tienen, si son internas o externas, o como alguien ha dicho, si están bien o mal lavadas. Y en cuanto a su génesis —asunto crucial aquí— sabemos que las preferencias son influenciables, manipulables, formadas adaptativamente, inducidas, etcétera, es decir, no producto de la autonomía individual sino resultado de alguna inoculación externa.

También se sabe ya que la maquinaria de nuestra facultad de conocer sufre desviaciones y saltos. Puede cometer errores sistemáticos, configurar creencias a partir de simples impresiones, obrar con ilusiones cognitivas, tomar atajos y prestar más atención a lo que no es tan importante. Especialmente interesante a este respecto es uno de los llamados heurísticos intuitivos: cuando tenemos que enfrentarnos con una cuestión difícil procedemos usualmente a contestar una más fácil en su lugar, y ello sin darnos cuenta de que damos con ello un cambiazo cognitivamente fraudulento. Hablando claro: estamos contestando a otra cosa. Pues bien, esto es algo que tiene que darse cuando un referéndum somete a nuestra deliberación un tema de cierta complejidad. Se emite el voto contestando parcialmente. Y en consecuencia, el recuento por simple adición de los síes y de los nos resulta un engaño, el espejismo de hacer homogéneo aquello que es claramente heterogéneo. En el referéndum unos dicen y otros dicen no pero seguramente no a las mismas cosas.

Eso de la complejidad del objeto de la votación ya se va tomando en serio. Hasta el punto de que ha sido objeto de regulación en algunos países. Se impone en ellos la exigencia de que aquello que se proponga al votante sea un tema único y no un universo complejo de asuntos discordantes. Porque las cuestiones difíciles de encajar entre sí generan que la articulación individual de las preferencias sea casi imposible. Eso es lo que produce tantas veces en un referéndum el prodigio de que la mayoría de los asuntos contenidos en la propuesta, tomados uno a uno, sean preferidos solo por minorías, pero agregados subliminalmente en una pregunta compleja, resulten ser aprobados mayoritariamente. Y eso es lo que deja muchas veces en el ánimo del votante la sensación de haber sido engañado, o de haberse equivocado. Demasiado tarde. Ha cedido a la tentación de pronunciarse sobre una pregunta-paquete y le han endosado con su decisión algunos costes que no había previsto.

Y luego suele venir, naturalmente, el seísmo institucional, que sucede cuando el pueblo se inclina por algo y el Parlamento por lo contrario. Se genera con ello una pugna de legitimidades y una seria inestabilidad institucional pues uno de los dos actores pierde la legitimidad; normalmente, lamento decirlo, es el Parlamento. Por no mencionar otra trampa: la de la irresponsabilidad. La configuración del orden democrático está pensada también para pedir responsabilidad a quien ejerce el poder. Pues bien, en el referéndum nadie es responsable de la decisión, ni se puede exigir a nadie que asuma sus costes. La idea de accountability, de dar cuentas, médula del proceso político en las sociedades abiertas, es imposible con este tipo de mecanismos decisorios, porque ¿a quién se le piden las cuentas?, ¿quién las da? Y ¿qué puede hacer el perjudicado por la decisión?, ¿cambiar de pueblo? Me parece que ya va siendo hora de que empecemos a vacunarnos contra ese nuevo sarampión político que lo cifra todo en huecas apelaciones al pueblo que no son sino el triunfo de la confusión y del simplismo.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *