Contra el suicidio de la universidad

Lo que a Ortega le ha pasado en los últimos setenta años tiene aroma de dramón bíblico. Ha sido víctima asidua de la dependencia beata que repudió tantas veces (aunque la fomentó también) y se le ha usado para casi todo sin mucho sentido del decoro y casi siempre precisamente para aquello que no servía ya, aunque hubiese servido en su momento.

Un clásico de esa dependencia es Misión de la Universidad. El prólogo de Jesús Hernández al libro recién publicado en Anagrama (pero escrito al menos dos años antes por varios autores) titulado La universidad cercada. Testimonios de un naufragio, echa mano de él innumerablemente. Pero lo peor es que sus razones de 1930 son inválidas en una grandísima medida para los tiempos actuales. Podrán inspirar alguna idea o alguna reflexión marginal, sí, pero esa universidad y la nuestra son hermanas marcianas, como sospechan Fernández-Rañada, Francesc de Carreras o Emilio Lamo de Espinosa.

El libro se propone dar explicación a un hecho grave: la voluntaria jubilación y el cansancio desengañado (y justificado) de tantos profesores de primer nivel en múltiples áreas del saber universitario. ¿Por qué han preferido irse cuanto antes muchos de ellos, para flagrante pérdida de quienes nos quedamos? Las respuestas son múltiples, y casi todos los textos tienen miga de algún tipo: la autobiográfica, siempre interesantísima, la testimonial sin más, la tentativa analítica, la prudentemente nostálgica, la añorante de una radicalidad ideológica, la presuntuosamente despectiva de los desastres del presente, la aséptica y cautelosa ante la dificultad de decir algo sustancial, la resignadamente melancólica, la decididamente sumida en la desolación. El título no refleja en absoluto esa pluralidad de respuestas. La universidad cercada no dice lo que dicen varios de ellos ni todos sienten que esté acosada por un mundo que no la quiere, y de ahí el naufragio del subtítulo (otra vez aroma Ortega, pero para decir lo contrario que quiso decir).

No tiene razón el título, pero son muchas las buenas razones de varios de los participantes y destaco entre ellos, además de los mencionados, las contribuciones de José Luis Pardo, Víctor Pérez Díaz, Manuel Pérez Ledesma y Gabriel Tortella. No es un galimatías. Es una forma concentrada de expresar la complejidad enrevesada del asunto y la precipitación abusiva de otros analistas, en particular los humanísticos. Pero en mi perspectiva, las humanidades en los últimos 40 años disfrutaron precisamente de la competencia de quienes hoy se han jubilado feliz o resignadamente, y eso fue, me parece, un correctivo sustancial a la enteca, precaria y monopolística área de estudios humanísticos de cualquier etapa anterior, tan o más endogámica que la actual y a menudo de talante ya no autoritario, sino directamente feudal (con rémoras que, por supuesto, subsisten, para vergüenza de quienes estamos en ella). Digo lo que sabe cualquier profesional cualificado que hoy tenga entre 40 y 60 años en la universidad española (en historia, en filología, en filosofía) y no haya sucumbido a la depresión del vendaval de la crisis sumado al vendaval de cambios del mundo en el que vivimos. O que no crea que los nombres de Vicens Vives, Aranguren, Tierno Galván o Martín de Riquer fueron la norma de aquella universidad.

Y aquí es donde entra la fecundidad de puntos de vista más técnicos y concretos, y muy en particular los de Lamo de Espinosa. Por una razón fundamental: expone admirablemente las razones que explican la percepción desfondada sobre la universidad actual, pero explica mejor todavía los errores estructurales y concretos donde el diagnóstico deja de ser percepción genérica para convertirse en anatomía de la realidad universitaria. Y por supuesto su efecto es estimulante y movilizador, programático y comprometido, pese al desencanto ante el presente que casi todos comparten (después de haber batallado durante más de 30 años precisamente para hacer mejor la universidad).

Pero es que ya no le toca a él ni a ellos hacerlo, aunque harían bien quienes piensan en mejorar la institución en leerle porque atina que da gusto, incluso cuando no se le entiende. Sí: no se le entiende porque la estructura de funcionamiento del sistema universitario se nos escapa a una ingente cantidad de profesores incapaces de asumir qué tipo de infernal maquinaria es una universidad democrática y masificada. No pasamos, la mayoría, de ser víctimas de una proyección comprensible, pero imprudente: traducimos en crítica integral a la universidad lo que en el fondo es reflejo a veces muy mecánico de la experiencia propia en esta o aquella sonrojante oposición o en este o aquel cargo y sus trapicheos impúdicos.

Y sin embargo, algunas cosas siguen siendo ciertas y seguras, y la primera de todas es la demencial propensión de los últimos gobiernos agobiados por la crisis a retirar, rebajar, disminuir, podar la fragilísima realidad universitaria e investigadora que creó la transición de marras como deber colectivo y compromiso civil, sobre todo de la izquierda. La primera evidencia de ese salto cualitativo está en la nómina de colaboradores del libro, entre otros muchos que estuvieron en la universidad hasta ayer. Los datos y las encuestas más distanciadas, y menos trucadas por la experiencia de cada cual, dicen que hay ámbitos científicos donde existen equipos de investigación con propuestas potentes y de impacto internacional.

Respetar ese salto cualitativo —con o sin Bolonia— es empezar a defender el presente hiperfrágil y vulnerable o, mejor dicho, directamente maltratado por un puñado de decisiones políticas y económicas muy irresponsables. La fragilidad de nuestro sistema tiene causas históricas y sistémicas y la elevación de la universidad pasa por no cejar en ese ruta reciente, pese a sus conocidísimas imperfecciones, que son graves pero también subsanables con voluntad política: desde la ausencia de competitividad y perfil propio entre las universidades hasta el claustrofóbico sistema de cooptación de profesorado. Pero mientras tanto es seguro que empobrecer la investigación y entorpecer o abortar proyectos por razones de ahorro es un pecado en cualquier sitio y un pecado capital en España. Y ese pecado es pecado porque está mucho más infiltrado en el corazón de la derecha que de la izquierda. Detrás de las decisiones sobre investigación sí hay ideología, como la hubo en la JAE, liberal y progresista, y como la hubo en el CSIC de la postguerra, reaccionario y retrógrado. Entender qué aporta la investigación (y la libertad de investigación) es también ideología.

La derecha conservadora ha remado declaradamente peor que la izquierda porque hay algo que todavía no ha interiorizado esa derecha: ni la democratización de la universidad y su generalizada bajada de nivel son un mal ni son una lacra de los tiempos abyectos que vivimos (sin valores, etcétera). Al revés: son la afortunada condición democrática de su existencia, y con ella hay que contar. Pero no para extinguirla como a un mal bicho o el mal mayor, sino para protegerla e incluso para ampliarla a quienes ni en sueños piensan hoy que algún día puedan pisarla.

Pero esa es la buena noticia; la mala es que ella sola no sirve para nada y se degrada en mera escolarización secundaria o repetición de saberes miméticos sin que funcione su complemento nutritivo más valioso, que es la investigación y la exigencia académica. Desproteger a ambas es desfondar el edificio y fomentar un retroceso letal de la función pública que tímidamente había empezado a cumplir la universidad: investigación de calidad, elitista, exigente, imaginativa, crítica y libre. Quizá la ruptura con el sistema universitario franquista no se culminó en la transición, pero sería suicida reventar ahora la reforma lenta y real en la que anduvieron la mayoría de los nombres de este libro, más un buen puñado de los que no están en él.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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