Contra el terror del virus

La pandemia se ha convertido en un nuevo campo de juego del partidismo. La política es otra cosa. Weber la asociaba al ejercicio del poder; poder y sólo poder. Al servicio de algo: el interés general. El arte de utilizar el poder, del Estado, para ofrecer soluciones. La política o es útil, o no es política, es partidismo. Entre nosotros, con gran alegría para el populismo de ambos extremos, el partidismo está substituyendo a la política. Y los políticos entregados al pecado que denunciaba Weber: la vanidad, «la vanidosa complacencia del sentimiento del poder».

El Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dicho lo que algunos, muchos, hemos dicho: necesitamos un Derecho de la pandemia. Necesitamos una regulación que afronte dos cuestiones esenciales: primera, qué medios jurídicos se necesitan para su combate y, segunda, quién puede implementarlos; el qué y el quién, pero en un contexto que es esencial, esencialísimo en nuestra organización territorial del Estado: la lealtad, la buena fe y un objetivo común.

Se sigue afrontando la pandemia como si fuese una crisis extraordinaria, pero de duración limitada en el tiempo. No se asume que vivimos en un estado o situación de pandemia de cuya duración no se vislumbra su finalización. Probablemente, ciertas reglas, conductas y exigencias pervivirán para siempre. Algunos hablan de una nueva fase o momento histórico de la Humanidad. Hemos tomado conciencia de que la transmisión del virus, gracias a la globalización, alcanza una velocidad e intensidad desconocidas. Como no podemos, ni debemos, como pretenden los populistas, retornar a la época de las fronteras blindadas, tenemos que prepararnos al nuevo escenario del terror vírico. Salvando las distancias, que son muchas, con el terrorismo se arbitró un Derecho que luego resultó valioso y eficaz para acabar con ETA.

La pandemia necesita de un nuevo Derecho que permita combatir el miedo, pero con instrumentos que no amenacen nuestras libertades. El Tribunal de Madrid vino a recordarlo con una afirmación que es incuestionable: «En nuestro orden constitucional corresponde a los representantes de los ciudadanos en las Cortes Generales… la delimitación y la modulación de los derechos fundamentales de las personas, bajo las exigencias de proporcionalidad, certeza y previsibilidad y, en todo caso, respetando su contenido esencial». Y concluye: «Los derechos fundamentales que la Constitución atribuye a los ciudadanos no pueden verse afectados por ninguna injerencia estatal no autorizada por sus representantes mediante una disposición con rango de Ley, que reúna las condiciones mínimas suficientes requeridas por las exigencias de seguridad jurídica y certeza del derecho».

El presente debate puede parecer artificioso. Los ciudadanos sólo entienden de resultados, no de requisitos, máxime, si son formales. A todos nos molesta que la Administración nos martirice con exigencias que nos parecen irrazonables (¿por qué razón puedo hacer una transferencia de miles de euros utilizando la aplicación de mi Banco y, en cambio, para pagar los 12 euros que cuesta la renovación del DNI tengo que cumplir unos requisitos tan desmedidos que lo hace imposible?) Y nos irrita. Ahora bien, cuando se trata de derechos fundamentales, serios, muy serios nos tenemos que poner. A veces, parece que los ciudadanos, después de tantos cientos de años de «¡que vivan las caenas y muera la nación!», que le gritaban a Fernando VII en la Puerta del Sol en el año 1823, no son conscientes de lo que implican. Y aún menos, los poderes. Siempre se han beneficiado de esa falta de cultura de la libertad. Y los políticos, aún más. Sólo protegen la libertad que les beneficia y atacan la que les perjudica. Véase lo que sucede en estos días con la valoración que reciben por parte de Podemos las dos resoluciones judiciales del mismo magistrado García-Castellón: si es contra el PP (Kitchen), ejemplo de la independencia judicial, si es contra Iglesias (caso Dina), obra de la persecución de la derecha.

Si hablamos de derechos fundamentales, para que el Estado, cualquier poder público, pueda adoptar una medida restrictiva, como la de encerrar a los millones de madrileños en su término municipal, se requiere de algo más concreto que la genérica habilitación que se contiene en el artículo 65 de la Ley 16/2003. Nada dice sobre limitaciones a los derechos fundamentales. Que una medida de coordinación entre Comunidades Autónomas, que es lo que permite el citado artículo 65, se convierta en una prohibición de circulación de los ciudadanos, supone un salto lógico, tan grande como imposible. Y este es el fundamento legal del que se ha servido el Ministerio para imponer el confinamiento de la ciudad. Un fundamento inadecuado e insuficiente.

El Tribunal recuerda la doctrina constitucional que exige que cualquier restricción a los derechos fundamentales («sin necesidad de acudir a la excepcionalidad constitucional que implica la declaración de un estado de alarma») tiene que estar «suficientemente acotada en la correspondiente disposición legal de habilitación en cuanto a los supuestos y fines que persigue, de manera que resulte cierta y previsible, y este justificada en la protección de otros bienes o derechos constitucionales». Y concluye: «No aprecia la Sala en la regulación que contiene el artículo 65 de la Ley 16/2003, habilitación legal alguna para el establecimiento de medidas limitativas del derecho fundamental a la libertad de desplazamiento y circulación de las personas por el territorio nacional (artículo 19 CE), o de cualquier otro derecho fundamental. Ninguna mención se hace en el precepto, ya sea de forma directa o indirecta, a la posible limitación de derechos fundamentales…». «Y menos aún se establecen en forma alguna los presupuestos materiales de una eventual limitación de derechos fundamentales, inherentes a las más elementales exigencias de certeza y seguridad jurídica».

Ronald Dworkin uno de los más grandes filósofos del siglo XX, escribió «si el Gobierno no se toma los derechos en serio, entonces tampoco se está tomando con seriedad el Derecho». Esto es lo que está sucediendo entre nosotros. Es el espectáculo descorazonador que el partidismo nos está dando. No se están tomando en serio las libertades, porque no se cree en el Derecho. Sólo se cree en el ordeno y mando; el tirano benevolente tan repetido en nuestra Historia. Pero no. Tomarse en serio las libertades exige algo más. Necesitamos un Derecho de la pandemia, el que permita afrontar el terror del virus para dispensar la seguridad, no sólo la jurídica, que todos necesitamos. Sólo así, realmente seremos libres; libres, incluso, del virus del autoritarismo.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *