Contra el tuteo obligatorio y universal

En 2015, un año antes de morir, Umberto Eco pronunció una lección magistral sobre la presencia creciente, casi excluyente, del pronombre 'tú' en el italiano coloquial. También el 'tú' ha arrasado en España, al punto de que muchos jóvenes vacilan llegado el instante de conjugar los verbos conforme a lo establecido para los tratamientos de cortesía. Eco atribuye estos accidentes a una suspensión o desnaturalización de la memoria histórica, síntoma, a su vez, de un gigantesco proceso de aculturación a la baja. Junto al 'usted' han caído en olvido fechas, nombres y hechos del pasado. Más de uno, y de dos y de tres, no sabrían decir si Ricardo Corazón de León fue rey de los ingleses o campeón de los pesos pesados durante la Gran Depresión. Lo que no sea el presente inmediato se pierde en el espacio indistinto, conjetural, de lo vintage. Por ese espacio se ha extraviado el 'usted', siguiendo la estela de las pelucas empolvadas, el polisón o los globos aerostáticos.

Contra el tuteo obligatorio y universalHasta aquí Umberto Eco. Permítanme ahora que defienda el 'usted' (o me aleje del 'tú') en términos más específicos. El 'usted' es bueno, bonísimo, por motivos escuetamente funcionales. Concedo que también pueda ser malo. Lo es, en rigor, cuando se combina con un 'tú' asimétrico. Retrocedamos a la España de los cincuenta, en la que aún estaba vigente la expresión 'señorito'. El señorito, al dirigirse a una chica de servir, a un camarero, a un menestral, adoptaba el 'tú'. La chica de servir, el camarero o el menestral se plegaban al 'usted'. Esa España no era democrática, en un sentido que no reclama mayores explicaciones. Por el contrario, 'usted' resulta perfectamente aceptable si se usa al alimón. Es como si le dijéramos a nuestro interlocutor: no sé lo que piensa, o si me gustaría que fuéramos amigos. Ignoro, en fin, qué nos acomuna, y por eso pongo entre nosotros una distancia prudencial. Ello sentado, nada quita para que estemos empatados en cosas que yo acepto por mucho que diverjamos en costumbres o ideas. Admito, verbigracia, que su voto valga tanto como el mío, o que los tribunales no reparen en quién es quién cuando dictan sentencia. En lo último, repito, somos estrictamente iguales. Quede lo restante para más tarde, y que Dios reparta suerte.

Esta superposición parcial es lo que más conviene a un régimen de convivencia que aspire a ser, a la vez, democrático y liberal. Es preciso señalar que la libertad individual representa un hallazgo recientísimo, no anterior a cuando, en el siglo XVII, algunos países del norte de Europa lograron superar sus desgarraduras confesionales declarando la tolerancia en materia de religión. Ser tolerante no significa mirar al prójimo con arrobo.

Entraña, más bien, dividir a la persona en dos mitades: una con la que no pasa nada si no nos entendemos, y otra con la que no queda más remedio que entenderse, no vaya ser que de las bromas se pase a las veras y se arme un tiberio de cuidado. En su voluntad de convergencia selectiva, el tolerante contrasta con el sectario, propenso a formar sociedades dentro de sociedades. Tal sucedió con los cuáqueros verbosos y arrebatados que peroraban por caminos y cruceros en la época del Protectorado cromwelliano. El cuáquero se creía visitado por una 'inner light', una luz interior, que lo oponía al católico, el anglicano o el calvinista. El resplandor recóndito, la secreta llama, hacía de él un ser aparte, un exiliado en un mundo impío, un no-ciudadano. Los cuáqueros rehusaban, como es notorio, tomar las armas en caso de guerra o subvenir al gasto militar. Muy al contrario, el liberal no pretende inmunidades. Lo que pide es holgura para fijar su propia trayectoria dentro del conjunto de reglas que gobiernan una República, en la acepción que la palabra ha recibido en los tratados clásicos desde Cicerón en adelante.

En resumen: la democracia liberal, tras no pocas violencias y sobresaltos, ha terminado configurándose como un sistema estable dentro del cual los individuos colaboran entre sí sin renunciar a ser individuos. Pero la historia de Europa no es solo la historia de la democracia liberal. Es también la historia de fórmulas políticas totalitarias, algunas, ¡ay!, de signo democrático. El movimiento jacobino, antecesor remoto de los movimientos comunistas, destaca sobre los demás por su violencia, su extravagancia y su no extinta popularidad. Treinta años antes, treinta exactamente, de que se iniciara el terror revolucionario en París, Rousseau había enunciado en 'El contrato social' la unión hipostática del ciudadano con el todo colectivo.

Reproduzco una intervención parlamentaria realizada por Robespierre, rousseauniano tardío, el 17 pluvioso del año II: «Todo aquello que contribuya a remansar las pasiones humanas en la abyección de un yo personal, debe ser rechazado o reprimido». El ciudadano de pro, en fin, ha de admitir, digo más, ha de saludar con júbilo que su hacienda, su pensamiento, su alma le sean enajenados, simbólica o acaso materialmente, en nombre del ente más capaz que es la sociedad unánime auspiciada por Jean-Jacques. Más interesante todavía, y más a nuestro propósito: según documenta Hippolyte Taine en el cuarto volumen de 'Les origines de la France contemporaine' ('Le gouvernement révolutionnaire', Libro II, cap.1), el 'tutoiment', el tuteo obligatorio y universal estalló, como la avena loca en un campo de trigo, en la Francia de la Revolución. Imaginen lo que encerraba ese 'tú', espetado a bocajarro a un antiguo noble o un propietario de tierras. No era ya una interpelación. Intimaba, o adelantaba, una confiscación.

Estas analogías históricas, por supuesto, son solo eso, analogías. Eco lleva razón: el joven que no sabe valerse del 'usted' no es un jacobino. Nueve de cada diez veces, se reduce a ser un torpe, al menos en materia gramatical. Algo, no obstante, queda vibrando en el aire. Algo palpita. Tendamos el oído, y ponderemos las virtudes del 'usted'. Es más cómodo, menos apremiante que el 'tú'. Nos advierte de que se pone uno a buscar almas gemelas, y acaba donde Cristo dio las tres voces.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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