Contra el viento de proa de la curia

La reforma de la Iglesia está en marcha: en su escrito apostólico Evangelii gaudium, el papa Francisco refuerza no solo su crítica al capitalismo y al dominio del dinero, sino que habla de una reforma de la Iglesia “en todos los niveles”. En concreto, defiende reformas estructurales: la descentralización hasta el nivel de los obispados y parroquias, la reforma de la cátedra de San Pedro, la revalorización de los laicos frente al clericalismo desbordado y una presencia más eficaz de la mujer en la Iglesia, sobre todo en los órganos decisorios. Habla también claramente en favor del ecumenismo y del diálogo interreligioso, en especial con el judaísmo y el islam.

Todo esto ha obtenido una amplia aprobación mucho más allá de la Iglesia católica. Su rechazo indiferenciado del aborto y de la ordenación de las mujeres podría suscitar la crítica y es aquí donde probablemente se pongan de manifiesto los límites dogmáticos de este papa. ¿O es que en esto quizá esté bajo la presión de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de su prefecto, el arzobispo Ludwig Müller?

Este expuso su postura archiconservadora en un largo escrito publicado el 23 de octubre pasado en el L’Osservatore Romano, en el que recalcó la exclusión de los sacramentos de los divorciados que se hayan vuelto a casar. Dado el carácter sexual de su relación, supuestamente viven en pecado mortal, a no ser que convivan “como hermano y hermana” (!).

Algunos observadores se preguntan con preocupación: ¿sigue el papa emérito Ratzinger actuando como una especie de papa en la sombra a través del arzobispo Müller y de Georg Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y prefecto de la Casa Pontificia, a quien el pontífice anterior también promovió? Como cardenal, en 1993, Ratzinger llamó al orden a los entonces obispos de Friburgo (Oskar Saier), Ratisbona-Stuttgart (Walter Kasper) y Maguncia (Karl Lehmann) cuando propusieron una solución pragmática a la cuestión de la comunión de divorciados que habían vuelto a contraer matrimonio. Es típico que el actual debate, 20 años después, lo vuelva a desencadenar un arzobispo de Friburgo, Robert Zollitsch, también presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Zollitsch se atrevió a proponer otra vez la necesidad de replantearse la praxis pastoral del trato con los divorciados que se vuelven a casar. ¿Y el papa Francisco?

A muchos la situación les parece contradictoria: aquí reforma eclesiástica, allí el trato a los divorciados; el Papa querría avanzar, el prefecto de la fe frena. El Papa piensa en personas concretas, el prefecto, sobre todo, en la doctrina católica tradicional. El Papa querría ejercer la caridad, el prefecto apela a la justicia y santidad de Dios. El Papa querría que el sínodo sobre cuestiones de familia convocado para octubre de 2014 encontrara soluciones prácticas; el prefecto se apoya en argumentos dogmáticos tradicionales para poder mantener el despiadado statu quo. El Papa quiere que este sínodo acometa nuevos avances reformistas, el prefecto, que anteriormente fue un profesor neoescolástico de Dogmática, cree poder bloquearlos de antemano. ¿Sigue teniendo el Papa bajo control a este vigilante suyo de la fe?

Al respecto hay que decir que el propio Jesús se manifestó de forma inequívoca contra la disolución del matrimonio. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Marcos, 10, 9). Pero lo hizo sobre todo para favorecer a la mujer, que en aquella sociedad estaba en desventaja jurídica y social frente al hombre, el único que podía repudiar a su mujer en el judaísmo. De este modo, la Iglesia católica, secundando a Jesús, incluso en una situación social completamente distinta, debería pronunciarse expresamente en favor del matrimonio indisoluble, que garantice a los contrayentes y a sus hijos relaciones estables y duraderas.

Pero el arzobispo Müller ignora evidentemente que Jesús manifestó en este punto un mandamiento tendencial que, al igual que otros mandamientos, no puede excluir el fracaso y la renuncia. ¿De verdad puede alguien imaginarse que Jesús no habría condenado el trato que actualmente se dispensa a los divorciados? Él, que protegió de forma especial a la adúltera frente a los “ancianos”, que se dirigió especialmente a los pecadores y fracasados y que incluso se atrevió a prometerles su perdón. Con razón dice el Papa: “Jesús debe ser liberado de los aburridos patrones en los que le hemos encasillado”.

En vista de la actual situación de desamparo de esos millones de personas en todo el mundo que, pese a ser miembros de la Iglesia católica, no pueden participar de la vida sacramental, de poco sirve citar un documento romano tras otro sin responder de forma convincente a la pregunta decisiva: ¿por qué no hay perdón precisamente para este fracaso? ¿No ha fracasado de forma lastimosa la doctrina en lo tocante a la prevención del embarazo, sin que haya logrado imponerse en la Iglesia? Un fracaso semejante debería evitarse a toda costa en lo que respecta a la separación.

En cualquier caso, la solución no es reclamar nuevos “esfuerzos pastorales” y pretender que se concedan con mayor generosidad las anulaciones matrimoniales, como sugiere el arzobispo. El auténtico escándalo para muchos católicos no es que la gente se divorcie y se vuelva a casar, sino la desvergonzada hipocresía que esconden muchas anulaciones matrimoniales... ¡incluso cuando hay varios hijos!

Solo en el año 2012, en Alemania, el porcentaje de divorcios alcanzó el 46,2% respecto a los matrimonios celebrados ese mismo año. Si partimos de las tasas actuales de divorcio y se suma a ellas el creciente número de parejas católicas que solo se ha casado por lo civil o que vive sin vínculo matrimonial alguno, solo en Alemania prácticamente la mitad de las parejas católicas estarían excluidas de los sacramentos. No hay que olvidar tampoco los muchos niños afectados por la distorsionada relación de sus padres con la Iglesia. Se trata, por tanto, de problemas pastorales de mayor alcance que cuestionan de forma radical la credibilidad de la Iglesia oficial y del Papa.

Fue la estrategia retrógrada de la Congregación para la Doctrina de la Fe la que arrastró a la Iglesia a la crisis actual y la que tuvo como consecuencia el abandono de la Iglesia de millones de personas, en particular el de aquellos divorciados que contrajeron segundas nupcias y a los que se excluyó de los sacramentos. Haría un daño tremendo a la Iglesia católica que 50 años después del Concilio Vaticano II se estableciera en el Vaticano un nuevo cardenal Ottaviani —jefe entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o Inquisición— que se sintiera llamado a imponer su visión conservadora de la fe al Papa y al concilio; o a la Iglesia entera.

E infligiría un daño inmenso a la credibilidad del papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo antes posible lo que predica con sus palabras y sus gestos, llenos de caridad y sentido pastoral. La curia no puede dilapidar el enorme capital de confianza que el Papa ha reunido en sus primeros meses. Incontables católicos esperan:

—Que el Papa perciba la cuestionable posición teológica y pastoral del guardián de la fe, Müller;

—Que ponga coto a la Congregación para la Doctrina de la Fe y la someta a su línea teológica de orientación pastoral;

—Que la elogiable encuesta dirigida a obispos y católicos laicos con respecto al próximo sínodo sobre las familias desemboque en decisiones claras, fundadas en la Biblia y cercanas a la realidad.

El papa Francisco dispone de las necesarias cualidades de capitán para gobernar el barco de la Iglesia sabia y valerosamente entre las tempestades de la época; la confianza de la grey de la Iglesia le servirá de apoyo. Ante el viento de proa curial, muchas veces tendrá que navegar en zigzag. Pero, así lo esperamos, con la brújula del Evangelio (y no del derecho canónico) mantendrá el rumbo franco hacia la renovación, el ecumenismo y la apertura al mundo. Evangelii gaudium es a este respecto una etapa importante, pero ni de lejos la meta.

Hans Küng es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Traducción de Jesús Alborés Rey.

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