Contra el «Zeitgeist»

La libertad, ese don precioso, Sancho. ¿Por qué han sido tan distintos los pueblos al entenderla? El poeta judío alemán Heinrich Heine, un feroz abanderado de la libertad del individuo y de los pueblos, decía que los ingleses tratan a la libertad como a su mujer: la maltratan, pero la defienden con coraje y firmeza; los franceses, como a su prometida: la agasajan con juvenil vehemencia; y los alemanes, simplemente, como si fuera su abuela. Casi puntual y fugaz es el fervor romántico del movimiento del «Sturm und Drang» por la libertad. El alemán siempre ha considerado que hay valores preferibles a la libertad. En todo caso, la seguridad. De ahí esa diferencia con ingleses y franceses, pero también con los norteamericanos, que fundaron su nueva patria sobre la palabra sagrada, y de manera muy especial con sus vecinos polacos, que han llevado en su historia la pasión por la libertad hasta el mayor de los desprecios a la seguridad y a su propia vida. Puede que sea cierto que esta relación tan peculiar de los alemanes con la libertad provenga de la Guerra de los Treinta años (1618-1648). Desde la Batalla de la Montaña Blanca hasta la Paz de Westfalia, los alemanes estuvieron sometidos al terror total de las banderías religiosas. Tras tres décadas de permanente inseguridad para vida y hacienda, aceptaron al amo a cambio de la paz y la seguridad añorada. Sin una libertad que nadie añoró por el fresco recuerdo del horror del desorden y el crimen. La libertad puede ser terrible, dice aun en «Das Lied von der Glocke» Friedrich Schiller, que saludó la Revolución Francesa para condenar después el espanto de pueblos que se arrancan las cadenas para lanzarse como «hienas» y «panteras» a la matanza y el caos. También Johann Wolfgang von Goethe sentenció durante la Revolución Francesa que, ante el dilema entre desorden e injusticia, el alemán siempre opta por la segunda como desgracia menor.

De la libertad y sus dones habla un ensayo publicado hace algún tiempo con ese escueto título «Freiheit» por un hombre al que muchos españoles aun no conocerán. Pero al que quiero presentar aquí y recomiendo encarecidamente sigan los pasos. Porque tiene mucho que enseñarnos también a nosotros. Hablo de Joachim Gauck, el nuevo presidente de la República Federal de Alemania. Desde que fue elegido por abrumadora mayoría por la Asamblea Federal en sesión conjunta de Bundestag y Bundesrat, ya ha pronunciado dos discursos bajo la cúpula del Reichstag en Berlín, ambos con un lema que es el de toda su vida, como insiste, y que es la libertad. Y con ella y por ella, la lucha victoriosa contra el miedo. El nuevo jefe del Estado alemán tiene un concepto de la libertad mucho más americano o polaco que alemán. En este sentido es «Joachim sin miedo». El «otro Joachim» sin miedo, hay que decir. Porque el nuevo presidente comparte nombre propio y mucho más con uno de los hombres ejemplares de la historia reciente de Alemania, que era Joachim Fest, historiador, pensador y periodista. Fest y Gauck son un tándem imbatible de la conciencia antitotalitaria. Si Joachim Fest definió y representó la firmeza de la conciencia y el poder moral del individuo frente al nazismo con su libro autobiográfico «Yo no», la biografía de Gauck fue un permanente «Yo no» (Ich nicht) frente al comunismo. Y lo ha seguido siendo contra las tentaciones de complicidad o cobardía ante totalitarismos, demagogia y mentira. En su casa no hubo acomodo ni asimilación ni concesiones ideológicas al comunismo implantado por Stalin en la parte de Alemania en la que había nacido en 1940. El padre desapareció en 1951. Dos años tardó en saber la familia que había sido juzgado en secreto bajo ridículas acusaciones de espionaje y condenado a dos penas de 25 años de trabajos forzosos en Siberia. El drama de la desaparición del padre convirtió al niño Joachim en el hombre de la casa. De un hogar donde siempre se mantuvieron los hábitos de conducta cristiana, incluso en los años del peor furor del ateísmo militante. Donde, como en el hogar cristiano de Joachim Fest durante el nazismo, existía un pacto familiar de mantenerse en la decencia evitando toda concesión a un régimen rechazado. El padre volvería a casa años después como decenas de miles de prisioneros de guerra. Gauck experimentó ya como una «vivencia electrizante» el levantamiento de Berlín este contra el régimen comunista, aplastado brutalmente, como todos los que habrían de producirse en los países satélites de la URSS hasta 1989. Para entonces Gauck tenía una larga trayectoria como párroco protestante en Rostock y organizador de las grandes convenciones de la Iglesia evangélica en la RDA. Con demostrada energía y sangre fría en las relaciones con un régimen que siempre le vigiló y acosó. Cuando los alemanes orientales salieron a las calles, fue Gauck quien fraguó el salto del lema «Somos un pueblo», implícita ya la demanda de reunificación. Consumada esta, Gauck fue nombrado para una tarea complejísima, como era la dirección de la gestión de los millones de documentos de la Stasi. Se trataba de ordenar, reconstruir documentación destruida, facilitar el acceso y establecer responsabilidades derivadas de una documentación casi inabarcable, creada durante cuatro décadas de constante vigilancia y seguimiento de la Policía política a los ciudadanos. Fue una labor inmensa que le valió a Gauck el reconocimiento general de la sociedad alemana.

Gauck es una personalidad fascinante. Y todo menos un apaciguador. Difícilmente obviará una verdad necesaria para evitar un conflicto. Mal se llevarán con él los sacerdotes del relativismo, alemanes o no. Y todos los santones de la armonía y el pánico al conflicto cultural y la batalla de las ideas. Tan obsequiosos ellos siempre hacia el «Zeitgeist». Gauck tiene esa sana profunda desconfianza hacia las modas del pensamiento. Y hacia las histerias del populismo que desprecia abiertamente. «Freiheit, Verantwortung, Gedächtnis» (libertad, responsabilidad, memoria), en ese título de un gran discurso suyo de 2010 están sus preferencias. Sabe que no es representativo de la sociedad alemana. En el Reichstag, ante la Asamblea Federal que lo eligió, Gauck hizo un gran alegato a favor de la lucha contra el miedo que es la lucha por la democracia y la libertad. Contra el miedo a unos enemigos totalitarios a los que se venció en el pasado en su forma de nazismo y comunismo. Y contra sus nuevas formas de terrorismo y otras formas de violencia y odio. Gauck llama a la contraofensiva de la sociedad europea, que debe ser una comunidad política y ética de valores, consciente de sus raíces judeocristianas y de su legitimidad y fuerza para combatir amenazas y enemigos. Y demanda también que Europa deje de otorgar un trato condescendiente a la ideología. Siempre resaltando el carácter único del Holocausto, Gauck se unió al desaparecido Vaclav Havel para, en la Declaración de Praga, demandar que el comunismo sea tratado como la ideología criminal que es, paralela y pareja al nazismo. La alerta ha de ser constante frente a los enemigos de la democracia y la libertad y su mejor arma, que es el miedo. «El miedo es un fiel sirviente de nuestros enemigos». Es un emocionado llamamiento de Gauck a los alemanes a la confianza. La democracia ha demostrado sus valores y su calidad. Y es sencillamente mejor que todos sus enemigos. Porque la libertad y la verdad tienen una fuerza imbatible. Gauck llama a no dejarse vencer por un relativismo que confunde valores y mina la esperanza. A luchar siempre contra el miedo que nos hace cobardes, huidizos, irresponsables y mediocres. A asumir nuestro pasado con humildad, con espíritu de superación, pero firmes en nuestras convicciones y valores. Por la libertad y contra el miedo. Es una apelación imperecedera, por encima de momentos políticos y circunstancias históricas, más allá de modas de pensamiento y del «Zeitgeist», que debiera resonar por todos los rincones de Europa.

Hermann Tertsch

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