Contra estos debates

He oído decir que cronometradores de baloncesto son los responsables de marcar los tiempos en los debates electorales de la campaña. Con todo respeto para estos profesionales, la noticia confirmaría que el diálogo democrático tiende a ser sustituido por un espectáculo de impacto emocional, más cercano a las competiciones deportivas que al intercambio de argumentos. En este debate-espectáculo cuenta la apariencia de los candidatos y su agilidad dialéctica. Poco o casi nada importa el fundamento razonado de sus propuestas. Cada participante dispone de unos 25 minutos para desarrollarlas. Cuesta imaginar que basten para dar una idea cabal de los pros y contras de cada propuesta, sea social, económica, institucional o cultural.

Pero no importa. Un minuto constituye una eternidad en términos de mensaje publicitario que se mide por segundos, tan cruciales también en contextos deportivos para sentenciar un partido. Para los expertos en estos debates, publicidad comercial y deporte-espectáculo parecen ser los patrones que determinan la comunicación política en nuestras débiles democracias. Y así nos va.

Con este formato, es muy dudoso que la ciudadanía consiga una idea aproximada de las políticas públicas que promete cada candidato por si le toca asumir responsabilidades gubernamentales. Y más dudoso todavía es que cada candidato pueda replicar a las objeciones planteadas por sus contrincantes. No pueden ir más allá de fórmulas simplistas y esquemáticas para explicar cada política. Al mismo tiempo, el intercambio entre ellos se ve generalmente limitado al fogonazo de una frase brillante —prefabricada o improvisada— o al golpe bajo de una insinuación maliciosa, de una descalificación personal o de una descarada falsedad.

Al estilo de los llamados analistas en las tertulias, los candidatos actúan bajo presión para marcar y extremar discrepancias. Queda muy en segundo plano la identificación de puntos de acuerdo que permitirían construir alternativas para resolver problemas pendientes. Es improbable que debates de este formato mejoren la calidad de nuestra maltrecha democracia y aumenten la satisfacción ciudadana sobre su funcionamiento. Más bien al contrario.

Sin embargo, ha sido grande la excitación producida por las vicisitudes previas a la organización de los debates. Especialmente, entre la llamada “opinión publicada” que los necesita para alimentar su insaciable cadena de producción. En este “debate sobre el debate” se han invocado derechos de la ciudadanía y se han reclamado leyes para regular estos encuentros en futuras campañas electorales, hacerlos obligatorios y establecer requisitos y condiciones. No estaría de más disponer de alguna pauta para este ritual. Pero dudo mucho que una norma legal subsane los defectos de lo que ya conocemos y facilite una mejor comunicación política.

No me atrevo a proponer que una futura ley prohíba la celebración de debates durante la campaña electoral porque acaban inexorablemente sumergidos en un clima de confrontación y simplificación. Pero, puestos a regular la comunicación política, ¿por qué no aspirar a algo más constructivo? ¿Por qué no establecer que los medios —al menos, los públicos— deban emitir obligatoriamente durante cada legislatura una serie de programas donde se examinen políticas sectoriales por parte de representantes del Gobierno y de la oposición? Está bien que miembros del Gobierno y de la oposición se sometan al interrogatorio —a veces complaciente, a veces inquisitorial— de algún profesional de la comunicación. Pero convendría que Gobierno y oposición expusieran y discutieran entre ellos sus respectivas políticas en un número prefijado de citas anuales, alejadas de la excitación preelectoral. Con un asunto monográfico (educación, pensiones, salud, etcétera), contarían con tiempo suficiente para desarrollar argumentos y contrargumentos, más allá del eslogan o de la frase efectista.

¿Suplantarían estos debates el control parlamentario sobre la acción gubernamental? Digamos mejor que lo complementarían a los ojos de una ciudadanía que no tiene un buen concepto de la actividad parlamentaria, recogida fragmentaria y selectivamente por los medios. ¿Pueden convertirse en programas que provoquen una fuga masiva de la audiencia? Que no la provoquen dependerá de la capacidad persuasiva de sus protagonistas, enfrentados al reto de recuperar la credibilidad de un sistema democrático donde las razones deberían imponerse sobre los gritos. Ciertamente, no es esta la única fórmula para restaurar un cierto nivel de calidad en la indispensable conversación democrática. Pero no estaría de más experimentarla. De la receta vigente, ya tenemos pruebas suficientes de lo que da de sí.

Josep M. Vallès Casadevall es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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