Contra la batalla cultural

A raíz de la sucesión en la presidencia del Partido Popular, vuelve a estar sobre la mesa el papel que deberían jugar las ideas en el principal partido de la derecha. Aunque los editoriales de los principales periódicos conservadores han saludado con una cierta esperanza el nombramiento de Alberto Núñez Feijóo, todos deslizan unas reservas similares. Preocupa que la ansiada reunificación del centroderecha español se haga a expensas de la indefinición ideológica.

Por lo que se pudo deducir del Congreso del PP del pasado fin de semana, no parece que esté entre las prioridades de Alberto Núñez Feijóo adoptar el marco de las llamadas "guerras culturales". Por el contrario, el continuismo que muchos analistas ven en su recuperación de la "política para adultos" de Mariano Rajoy apunta a un estilo gerencial, anodino y tecnocrático similar al que definió la política del expresidente.

Resulta razonable ocuparse de lo pertinente o lo equivocado de abandonar la batalla de las ideas, la guerra cultural. Pero conviene saber a qué nos referimos con estos conceptos. No sea que, con esta retórica marcial, estemos situando los términos de la discusión en un terreno indeseable.

La batalla cultural alude al enfrentamiento radical y fundamental entre cosmovisiones opuestas que tiene lugar en la arena política. La novedad que trae este término es que no pretende ya una confrontación entre programas políticos, sino una enmienda a la totalidad en materia de costumbres y de ideas sobre "lo bueno".

Este fenómeno ha sido propiciado por la quiebra de los grandes consensos sociales (el llamado contrato social europeo) a raíz de acontecimientos tales como la Gran Recesión, el retorno del conflicto ideológico a la política o la polarización en las sociedades digitales.

La hostilidad de las batallas culturales se explica por la inversión del estado de cosas. Lo que fuera contrahegemónico se ha hecho dominante, de modo que lo que un día fue ortodoxia hoy aparece como contracultura. Se ha producido una institucionalización de la revolución cultural de los años 60 del siglo pasado, que desafiaba las concepciones sobre la justicia y los valores asentados.

La consagración de una cultura secular e hipermoderna ha acabado por generar una reacción por parte de los sectores conservadores, que ven peligrar sus concepciones más tradicionales acerca de la familia, la educación o el estilo de vida. Aquella transvaloración que inauguró mayo del 68 es la que en nuestros días está recibiendo contestación por parte de "ese mundo que se resiste a morir", que decía Antonio Gramsci.

Se diría que asistimos a una refutación empírica de las tesis del crepúsculo de las ideologías. La "época de las despolitizaciones y las neutralizaciones" que teorizó Carl Schmitt ha tocado a su fin. Pero, al contrario de lo que sostienen las posiciones más ingenuas del liberalismo, la revitalización de la lógica agonística no es necesariamente, por sí sola, motivo de preocupación.

Hay que recordar que los intentos en los años 90 y la primera década del siglo por construir una política sin conflicto han acabado por engendrar su antítesis. Esto bastaría por sí solo para tomar nota de los inconvenientes de aspirar a una forma de tecnocratismo apolítico que busque ladear toda ideología, como parece querer el programa de Feijóo.

Los años 70 y 80 tuvieron para las democracias un tono confrontacional. En los 90 y los 2000 se consagró, como respuesta, una retórica política consensual y un programa gerencial que aspiraba a enterrar definitivamente las brechas sociales, preconizando el triunfo definitivo de la democracia liberal.

La segunda década del siglo XXI ha sido la del reavivamiento de las opciones populistas, que han puesto de manifiesto las insuficiencias de una antipolítica que daba por superadas las fricciones entre intereses contrapuestos.

Otro de los problemas que entrañan las guerras culturales es el de la indiferenciación entre quienes las preconizan. Todo el espectro de la "no-izquierda" va al alimón a la hora de denunciar la "concepción del bien" instalada en la opinión pública como propia del progresismo.

Pero resulta evidente que cuando Cayetana Álvarez de Toledo, Pablo Casado, Santiago Abascal o Isabel Díaz Ayuso hablan de la necesidad de "dar la batalla cultural", no están hablando de lo mismo. Incluso las alternativas que proponen pueden ser contradictorias entre sí.

El liberalismo cifra la batalla cultural en reivindicar los valores ilustrados de la libertad individual y la igualdad ante la ley. Valores que, a su juicio, han sido abandonados por la "deriva reaccionaria" de la izquierda posmoderna. Por eso son los primeros en alzar la voz contra el nacionalismo, las políticas identitarias o la amenaza al régimen del 78.

Los conservadores, por su parte, van más lejos. No pretenden simplemente recuperar los espacios que otrora fueran respetados como objetivos y neutrales (medios de comunicación, universidades, Administración, sistema judicial, etcétera). No buscan, como los liberales, rescatar el principio de la neutralidad valorativa y el abandono de la adhesión del Estado a una concepción del bien.

Buscan sustituir la concepción del bien progresista por la conservadora. Por ello, entre sus reivindicaciones se encuentran también cuestiones como el aborto, la eutanasia o la homogeneidad de la identidad nacional, asuntos a menudo secundarios para el batallón liberal de la guerra cultural.

El principal peligro de cifrar el debate en estos términos es que la "cultura" no permite arbitraje entre "intereses" contrapuestos. Aquí se trata de valores. Y entre los distintos modos de vida no hay compromiso posible.

Es comprensible que quienes ven en las ideas del enemigo político un atentado contra su misma existencia reaccionen contraponiendo en la esfera pública sus modelos de "vida buena" alternativos. Pero las consecuencias de esta colisión, en la medida en que impide la cristalización de una cultura política compartida, es que impide que florezcan las condiciones necesarias para una convivencia democrática pacífica.

Por eso dice James Davison Hunter que "las guerras culturales siempre preceden a las guerras de disparos".

El "retorno de lo político" (Chantal Mouffe) y el proceso simultáneo de politización de la cultura y de colonización cultural de la política son naturales, y hasta pertinentes, en un contexto de ruptura del pacto social.

Sin embargo, en este clima maníaco y maniqueo de confrontación han quedado arrasados los consensos que vertebraban la cultura política y que son condición necesaria para que exista un mínimo espíritu comunitario.

Hoy vemos cómo resulta casi imposible llegar a acuerdos transversales incluso en las materias más elementales. Es preciso recordar que no podrá haber comunidad política a menos que exista una noción fuerte de res publica. La sociedad cívica necesita de una comunidad de intereses, de una koinonía subyacente.

Pero el marco de la batalla cultural, excluyente y belicosa, sólo sirve para ahondar en esta desintegración de la cohesión social.

Las guerras culturales, por razonables que puedan ser, únicamente redundan en una mayor tribalización de la política y en una mayor fragmentación de la sociedad. El declive de las instituciones con pretensiones de neutralidad alimenta un círculo vicioso de polarización.

A su vez, la tecnología de las redes sociales ha acentuado esta fractura, al propiciar una fragmentación de los foros de discusión. De esta manera, como ha argumentado Anne Applebaum, la población ya no puede aglutinarse en torno a "una única conversación de ámbito nacional que posibilite el debate democrático".

Más que sumarse ciegamente a una visceral pugna entre relatos socioculturales opuestos, el objetivo debería ser rehabilitar las condiciones de posibilidad de un relato común. Los actores políticos harían bien en atajar la fractura social y en no acrecentarla. Y para ese propósito no parece que la retórica de la batalla cultural sea la más apropiada.

No obstante, para restañar la fragmentación del espíritu comunitario son igualmente inoperantes las propuestas liberales de la mera reafirmación de la neutralidad del espacio público. Un formalismo antipopular que hizo emerger toda una serie de malestares con el modelo del liberalismo despolitizado.

Es necesario superar este paradigma y repensar la política para los tiempos posliberales. Es también necesaria una reflexión valiente sobre los fundamentos de la vida buena que trascienda el formalismo institucional sin caer en las retóricas belicistas que impiden la configuración de un espacio de convivencia.

Como sostiene Ricardo Calleja, es necesario "dar respuesta a la pregunta sobre cómo vivir en términos normativos, identificar los bienes comunes relacionales sin los cuales no florece la libertad individual", y replicar a la hegemonía progresista y a las reticencias liberales que esto no supone "una aspiración totalitaria o autoritaria".

Hay un camino expedito entre la vocación procedimentalista de anular todo conflicto político y el estado de guerra total permanente. El objetivo no debería ser asumir la imposibilidad de todo consenso, sino inaugurar nuevos consensos sobre la base de proyectos de comunidad que promuevan las virtudes cívicas y morales necesarias para generar sentido, arraigo y pertenencia.

Sólo esta opción política resulta sensata y verosímil en los tiempos de la cultura delicuescente del individualismo hipermoderno, que hoy es abrazada por la hegemonía cultural progresista.

Víctor Núñez es periodista.

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