Contra la clemencia de Tito

En el entreacto de la última representación de la veterana producción de La clemencia de Tito que acompaña a Gerard Mortier allí donde va, les dije a los amigos con quienes compartía palco en el Real que si Zapatero siguiera en La Moncloa ya tendría la Carta de este domingo medio escrita porque la esencia del libreto de la ópera compuesta por Mozart durante el último año de su vida es su irónica descripción del buenismo político.

Si en su día me resultó a la vez divertido y útil comparar a Zapatero con el doctor Dulcamara que vende su falso curativo en El elixir de amor o con el sinvergüenza Tom Rakewell que fracasa en sus perfidias por torpeza e inconstancia en El progreso del libertino, tanto más entretenido y didáctico habría sido imaginarle en la piel del emperador romano que proclama que sólo gobierna para hacer el bien: «¿Qué me quedaría, si perdiese las únicas horas felices que tengo en aliviar a los oprimidos, beneficiando a mis amigos, dispensando tesoros al mérito y la virtud?».

Pocos momentos tan zapateriles han proporcionado, desde luego, las artes escénicas como la respuesta de Tito a la denuncia contra los romanos que le injurian y calumnian: «Si les mueve la frivolidad no me preocupa; si es locura, les compadezco; si la razón, se lo agradezco; y, si lo que les mueve es un simple ímpetu de malicia, les perdono». Pero, afortunadamente, esa etapa en la que el infierno de nuestra triple crisis política, económica y social se empedró con tan buenas intenciones ya forma parte del pasado.

Estaba por lo tanto empezando a resignarme a dejar pasar ante mis narices tan atractivo carruaje musical y literario cuando a lo largo del segundo acto mi atención fue desplazándose desde el sujeto de la clemencia hacia sus indignos beneficiarios. Tito no sólo perdona a su amigo Sexto y a su propia prometida Vitellia, que por pasión y celos han instigado el complot para asesinarle, sino que también ordena excarcelar al mercenario Lentulo y a sus secuaces, que son los que han prendido fuego al Capitolio e impuesto la ley de la fuerza en las calles de Roma. Y lo peor de todo es que da a entender que su indulgencia nunca tendrá fin: «En el momento mismo en que absuelvo a un reo descubro a otro… Veremos qué será más constante, la perfidia de los otros o mi propia clemencia… A todos absuelvo y todo lo olvido».

Fue al comprender que eso significaba que el emperador estaba dando carta blanca a una serie de individuos nada recomendables para que repitieran sus desmanes, cuando me di cuenta de que exactamente lo mismo viene sucediendo en España desde hace bastantes años con las organizaciones sindicales. Siempre la hacen, nunca la pagan. Y me refiero tanto en abstracto a su dañino papel de fondo como lastre y factor retardatario del dinamismo económico, como en concreto a la impunidad de los múltiples actos de coacción que acompañan a sus convocatorias de huelga general y a sus jornadas de lucha.

Ni Aznar escarmentó en la piel de González, ni Zapatero en la de Aznar, ni Rajoy parece haberlo hecho en la de Zapatero. Una y otra vez los presidentes de la democracia han convertido a los líderes de Comisiones Obreras y UGT en interlocutores institucionales, sacralizando el interminable y casi siempre estéril «diálogo social» y concediéndoles la prerrogativa de estampar una especie de certificado de calidad sindical sobre la política económica. Y ello a pesar de que también una y otra vez primero han mantenido posiciones nocivas para el empleo y el crecimiento; y a continuación han echado los pies por delante para tratar de imponérselas total o parcialmente a gobernantes con mucha mayor legitimidad y representatividad que ellos. ¿Cuándo ha pagado algún sindicalista por el uso de la fuerza contra las personas o por los destrozos sobre las propiedades fruto de la acción de esos piquetes violentos, sardónicamente llamados «informativos»? Nunca.

En realidad no sólo no han pagado sino que han seguido cobrando por ello pues no otra es la tarea de las decenas de miles de liberados y funcionarios sindicales que en la España de los cinco millones de parados pasan todos los meses por caja después de haberse entregado al dolce far niente de la agitación, la propaganda y si se tercia la coacción. La consigna impartida por el líder de Comisiones Obreras de Madrid al final de la última manifestación contra la reforma laboral lo dice todo: «Y ahora a tomar cervezas, a vivir y a prepararnos para las movilizaciones del día 29». He aquí la agenda del perfecto vividor. Entre manifa y manifa, sólo hay cervezas.

Más allá de la reflexión sobre lo bajas que son a veces las prestaciones de la condición humana, nada habría que objetar si esos sueldos, esas pancartas y megáfonos procedieran exclusivamente de las cuotas de los afiliados a los sindicatos. Allá ellos si quieren costearse un ejército de vagos como fuerza de choque propagandística, siempre y cuando respondan solidariamente con el patrimonio de la organización y subsidiariamente con el suyo propio de los desmanes causados en su nombre.

Incluso otras vías de financiación nada edificantes como la intermediación en los ERE o la remuneración que sus representantes en consejos de bancos y grandes empresas reciben a título personal y trasvasan total o parcialmente al sindicato mediante tortuosos vericuetos fiscales podrían, si no justificarse, si al menos disculparse -siempre que fueran transparentes- desde la perspectiva de que son fruto de acuerdos voluntarios entre las partes concernidas.

Pero resulta que la principal fuente de ingresos de los sindicatos son los Presupuestos Generales de ese Estado al que, sin desdeñar su papel como cauce de expresión de muchos asalariados, tanto perjuicio vienen causando al final del día. La letanía de preguntas sin respuesta que Luis María Anson formulaba en estas páginas el pasado jueves sobre los dineros sindicales indica la opacidad que envuelve la financiación de unas entidades cuya naturaleza jurídica ambigua les permite recibir fondos públicos a mansalva sin ser auditadas jamás por el Tribunal de Cuentas.

Con una afiliación apenas superior al 5% de la población activa, CCOO y UGT se han venido repartiendo todos los años subvenciones directas en el entorno de los 20 millones de euros, tanto en concepto de su supuesta representatividad como de su participación en organismos e instituciones. Pero además los distintos ministerios han ido dejando interminables rastros en el BOE de ayudas a las organizaciones sindicales sectoriales y todo tipo de subvenciones finalistas para programas sobre prevención, igualdad o drogodependencia. Y a ello hay que sumar los ingresos por conceptos equivalentes procedentes de las autonomías.

Pero, ojo, que aún falta la parte del león de los cursos de formación gestionados hasta ahora en régimen de cuasimonopolio junto a la CEOE a través de la Fundación Tripartita heredera del Forcem. Según los datos de 2011, UGT y CCOO gestionaron 140 millones cada una, correspondiendo la auditoria de sus márgenes y de la calidad de sus prestaciones a cada comunidad autónoma. Al final no es descabellado pensar que por todos estos conceptos cada sindicato lleva a sus arcas cerca de 100 millones anuales de dinero público.

Cuestión aparte ha venido siendo además primero el reparto del patrimonio de los antiguos sindicatos franquistas y luego la devolución del incautado a los existentes antes de la Guerra Civil. Ya con Zapatero en el poder, UGT recibió con ese pretexto algo más de 155 millones de euros, cantidad sospechosamente coincidente con la deuda que el sindicato socialista mantenía con el ICO de resultas del pufo de su cooperativa de viviendas.

La misma falta de transparencia que caracteriza a sus finanzas impregna también su política de personal. Los últimos datos son antiguos y raras veces discriminan entre asalariados y colaboradores. Estaríamos en todo caso ante un funcionariado sindical superior a las 10.000 personas que sumadas a los liberados compondrían una base estable de hasta 70.000 españoles que deberían poner en su DNI «Profesión: sindicalista». Se comprenderá que con esta fuerza de choque, que en definitiva cobra por enarbolar la pancarta o lo que se tercie, resulte bastante sencillo sembrar la geografía nacional de estampas de protesta y reivindicación, aunque a menudo ocurra como con las aldeas Potemkin que su primer ministro y amante preparó para Catalina la Grande y sólo se cubra la fachada.

CCOO y UGT continúan desempeñando, pues, el mismo papel de poderes fácticos, financiados por el Estado, que sus antecesores los sindicatos verticales compartían con la Iglesia y el Ejército durante la dictadura. Con la diferencia de que ahora las «demostraciones sindicales» suelen dejar una huella mucho más desagradable, como estamos comprobando ya en este mes de marzo.

La elección de la fecha de las manifestaciones de hoy no ha sido casual pues busca vincular la reforma laboral de Rajoy con la política exterior de Aznar que, según el relato de la izquierda, desencadenó la masacre del 11-M. Para ello cuentan con la estratégica colaboración de Pilar Manjón, autoerigida en guardiana de esa versión de la tragedia y empeñada en imponérsela a las demás víctimas con las hechuras de Bernarda Alba: «¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo! ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!».

No fue ella la única que perdió un ser querido en un atentado terrorista cuya autoría, organización y modus operandi siguen pendientes de aclaración para la mayoría de los españoles, según prueba nuestra encuesta de hoy. Su prioridad es sin embargo evitar que se investiguen los indicios de falso testimonio de las rumanas -coordinadas por su asociación- que han enviado a la cárcel de por vida a Zougam o no digamos las pruebas de la ocultación de los restos por Manzano. «Llevamos sufriendo a Coro Cillán dos largos años, quién me va a quitar el sufrimiento de cada día que esa jueza da un paso para mantener este caso abierto», declaraba hace poco a un diario digital, instando a vigilar que las ventanas sigan cerradas y la casa entre tinieblas. Es el personaje de Lorca exigiendo que caiga el telón: «¡A callar he dicho!… ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!».

Y tras esta utilización del 11-M que para muchas de las víctimas, representadas por las otras dos asociaciones, ha sido una auténtica profanación, la huelga general. Los sindicatos ni siquiera han esperado a que el nuevo Gobierno cumpliera los 100 días de rigor o que la experiencia pusiera a prueba una reforma laboral con abrumador respaldo parlamentario. El pronóstico de Rajoy se ha cumplido y Méndez y Toxo han decidido disparar ya su gran Bertha con el propósito de bloquear España, calentar la calle al modo de Grecia e ir creando las condiciones para que Rubalcaba y Cayo Lara puedan construir un relato apocalíptico contra la derecha.

CCOO y UGT tienen derecho a manifestarse y convocar huelgas, pero ¿por qué van a continuar disponiendo para ello del dinero de la gran mayoría de españoles que no sólo no nos identificamos con su protesta sino que la creemos nefasta para la necesaria recuperación económica? Si el presupuesto que el Gobierno presente a final de mes sigue subvencionándoles, la situación se asemejará mucho a la que describe El primer naufragio cuando la Convención Nacional Francesa aprobó pagar la soldada a los extremistas que la cercaban para imponerle sus dictados.

Si sólo le dañara a él la clemencia del emperador podría ser cosa de mentecatos, pero cuando perjudica al interés general se convierte en un peligro público. Bueno es recordar, por eso, que el verdadero Tito Vespasiano murió en extrañas circunstancias, posiblemente envenenado, tras sólo dos años en el poder; que sus últimas palabras fueron «Sólo he cometido un error»; y que diversos historiadores creen que se refería a su falta de determinación contra quienes complotaban contra él.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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