Contra la destrucción de España

No hay otra alternativa moral ni jurídica que la victoria ante el golpe de Estado perpetrado en Cataluña. No cabe otro calificativo. No es una opción política. Es un imperativo moral. Recordar la historia tiene escasa utilidad cuando ha sido durante tanto tiempo falsificada. Ya sentenció Revel que la principal fuerza que gobierna hoy el mundo es la mentira. Ahora se trata de corregir el mayor error de la Transición. Y el error es una vía regia hacia el aprendizaje. Entonces, en palabras de Julián Marías, se intentó contentar a quien sabemos que no se va a contentar. La amabilidad deviene así debilidad. Y la debilidad conduce a la derrota. Hoy en Cataluña gobierna la mentira. Y no me refiero sólo al Gobierno autonómico. Ahora sólo nos queda la defensa de la Constitución. No se trata de que el referéndum convocado sea ilegal. Es mucho más y peor que eso. No es sólo inconstitucional, que, por supuesto, lo es. Es que entraña la destrucción de la Constitución. Ella establece en su artículo 2 que «la Constitución se fundamenta en la unidad indisoluble de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Nunca debió incluirse el término «nacionalidades», si no hay más nación que la española.

La ruptura de la unidad nacional no sería sólo inconstitucional, sino que destruiría el fundamento de la Constitución y, por ello, a ella misma. La independencia de Cataluña no exigiría la reforma de la Constitución, sino que entrañaría su destrucción. El aspecto jurídico no ofrece dudas. Tampoco es posible convencer con razones jurídicas a quien no esgrime razones jurídicas. Es evidente que se han cometido gravísimos delitos, quizá el mayor la sedición. No es, pues, un asunto de libertad de expresión ni de libertad política.

El problema no es sólo Puigdemont, ni su Gobierno, ni la Mesa del Parlamento catalán y su mayoría. Son ciertamente los principales responsables, mas no los únicos. Por lo demás, si son políticamente algo se lo deben a la Constitución a la que intentan destruir. Sin la Carta Magna, Puigdemont no sería presidente de la Generalidad. De Tarradellas a Puigdemont sólo se puede transitar degenerando sin pausa. Son también responsables los catalanes que han votado a partidos independentistas. También lo son, en menor grado, los Gobiernos de España, que claudicaron y entregaron las competencias de Educación a las autonomías, el mayor error desde el comienzo de la democracia. Enorme responsabilidad tiene la mayoría de los medios de comunicación, entregados al comunismo y al separatismo, y quienes se lo han facilitado. La Conferencia Episcopal dictaminó que la unidad nacional es un bien moral, pero dudo de que esta posición haya tenido la necesaria acogida en todo el clero.

Ahora el patriotismo consiste en apoyar al Gobierno para impedir el triunfo del golpismo secesionista. Y después emprender las reformar necesarias para corregir los errores cometidos: no más competencias, sino menos. Reforma de la Constitución, sí, pero no para perseverar en el error, sino para enmendarlo. Que hablen las urnas, sí, pero abiertas a todos los españoles. No entiendo tantas llamadas a la moderación cuando se trata de aplicar la Constitución y las leyes. ¿Acaso se habla así cuando se trata de otros delitos, como violaciones o violencia contra las mujeres? Pues que caiga toda la fuerza legítima del Derecho contra los golpistas. Incluido el artículo 155. ¿O no está vigente?

Quienes más ignoran de España y su historia, han proferido un abyecto «Delenda est Hispania». Probablemente, fruto del resentimiento y de la ignorancia. Asistimos estos días al delirio moral de agredir a las estatuas de Colón en los Estados Unidos. No consuela que la tontería también habite en la primera potencia del mundo, que, por cierto, no lo sería sin las aventuras viajeras de Colón. No es casual que el mayor ataque interior contra España, el más grande delirio de hispanofobia, haya coincidido con una etapa de profunda indigencia intelectual y moral, y con el mayor declive de la política. España se juega hoy su ser o no ser, porque Cataluña es España y España no es España sin Cataluña. Nunca podré entender ese empeño en renunciar como algo propio, por poner algún ejemplo, a Velázquez, Cervantes, san Juan de la Cruz o Picasso. Por mi parte, me aferro a ese europeísmo que hace que Goethe, Shakespeare o Dante no me sean ajenos.

Acaso una prueba irrefutable del error de los secesionistas es que han conseguido dividir radicalmente al pueblo que dicen defender y representar. Cicerón, en su libro Sobre los deberes, fustiga a los gobernantes que fomentan la sedición y la discordia: «Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra introducen en la patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que unos se presentan como amigos del pueblo y otros como partidarios de la nobleza: muy pocos favorecen el bien de todos».

Los catalanes son españoles. Julián Marías, en su Consideración de Cataluña, libro profundo, limpio y veraz, publicado en 1966, escribe: «Los catalanes son tan españoles como los demás –a veces me dan tentaciones de pensar que más que los demás, porque muchos rasgos nuestros aparecen extremosa y exageradamente en Cataluña–; pero son españoles a su manera, y esta manera consiste en serlo desde Cataluña, desde dentro de su casa. ¿Por qué no reconocerlo? ¿Por qué no ser respetuosos con la realidad? ¿Por qué suplantarla con ficciones?».

España no puede renunciar a Cataluña, aunque algunos catalanes, muchos por la desidia de muchos y por la traición de algunos, quieran renunciar a España. Con estas palabras memorables, concluye Marías su Consideración de Cataluña: «El español a quien le importa Cataluña quiere su perfección, quiere su plenitud, quiere que sea fiel a su destino, y que lo tenga henchido y lleno de futuro. Y, además, está dispuesto a todo menos a una cosa: a renunciar a ella, a despedirse con indiferencia de lo que siente como su propia carne, fundida en un milenio de altas empresas y crueles fracasos, de amistad y desvío, de ternura e injusticia, de admiración y rivalidad, de amor y dolor».

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.

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