Contra la familia nacionalista, ahora

En su famoso libro de 1996, Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores, George Lakoff se empeña en demostrarnos que la pugna política en la arena estadounidense es deudora de dos marcos cognitivos bien determinados. Dichos marcos estructurarían dos grandes modelos morales (susceptibles de cuantiosas variaciones), que arraigan en el ciudadano irreflexivamente, haciéndolo deudor de un paisaje moral dibujado por metáforas a través de las que aprende a pensar. Bueno, ciñéndonos a la argumentación, más bien se diría que convierten al ciudadano en prisionero del paisaje moral dibujado por urdidores de metáforas que se encargan de pensar por él.

Nuestro pensamiento metafórico condiciona así, casi determina, nuestra concepción del mundo, nuestra interpretación de los objetos o hechos evaluados. Por consiguiente, constriñe, desde fuera, nuestros juicios morales. Si la realidad no nos cuadra antes la deformamos que rectificamos nuestra perspectiva. Por desembocar ya: en EEUU los modelos se confeccionan a partir de metáforas que, en última instancia, pivotan en torno al modelo del ‘Padre Estricto’ (el de los conservadores, que priorizan la disciplina, la obediencia, el castigo y el esfuerzo de los hijos) o bien alrededor del modelo de ‘Progenitor Atento’ (el de los liberales, más centrados en la compasión, el cariño, la reciprocidad y la persuasión). Y para transitar del juicio moral al político bastaría con echar mano de una última metáfora: “la nación como familia”. Mientras los conservadores piden al Gobierno atención al mérito y severidad con quienes no se han sabido hacer a sí mismos, los liberales tenderán a solicitar cuidados y servicios públicos.

Siendo esto tan sugerente, y tras advertir que los tópicos o prejuicios con que piensan muchos estadounidenses resultan extraños al ciudadano europeo, cabría preguntarse por su posible aplicación en la plaza pública española. Pues encalla uno a la primera: los modelos mencionados distan de ser extrapolables. No sólo en sus ramificaciones últimas (donde la fina atención contextual advertirá necesariamente diferencias) o en los trazos de los dos grandes modelos (según Lakoff, “el maltrato infantil es un gran problema en los Estados Unidos, como lo son también el descuido y el abandono de menores”). La argumentación empantana antes, en el elemento que lo engarza todo y que el autor eleva a universal: la metáfora de la nación como familia.

Se diría que peca de ambicioso. Puesto que una familia es un tipo de comunidad, no cabe duda de que alguna analogía habrá con la comunidad política. Pero ocurre con cualquier comunidad: desde el grupo de amigos (de ahí que se hable de philia o amistad política para describir la voluntad no declarada de vivir juntos), hasta el grupo de trabajo o la empresa (en términos empresariales se puede, por ejemplo, concebir al Estado como unidad productiva). Sin duda, toda comunidad acaba funcionando por confianza, por empatía y altruismo, por colaboración; y claro que esos lazos de confianza pueden tratar de trasladarse a lo propiamente político. Pero no es menos cierto que son vínculos que subyacen a toda relación ética (no sólo comunitaria, donde cobran más fuerza), que están a la base de toda interacción entre personas libres (no entre quienes quedan vinculados/sometidos por la dominación y el miedo), que nos acompañan desde la cuna hasta la tumba. Son tan primarias que ni siquiera son exclusivamente humanas, como demuestra, entre otros, el primatólogo Frans De Waal, Frans en La edad de la empatía.

No obstante, cuando tales lazos deben coincidir con los contornos de una comunidad política, es decir, cuando se trata de estrechar a los ciudadanos que componen la misma soberanía, los vínculos acaban volviéndose artificiales por necesidad: entre dos interlocutores desconocidos que se encuentran y conversan, pronto aflorará una confianza que ya germinaba de forma natural en cada uno de ellos hacia la común humanidad (basta recordar cuando, viajando, hemos sido ayudados por un extraño, respondiéndole entonces con la más sincera, agradecida, confiada y universal de las sonrisas); pero donde tal encuentro no se da (como un catalán que no conoce a un extremeño o como un catalán que nunca se ha topado con otro catalán) no habrá lugar para profundizar y estrechar naturalmente los lazos de confianza, que son lazos solidarios. Quedará por rellenar artificialmente el vínculo jurídico-político propio de la soberanía compartida.

Aquí se hace patente la necesidad tanto moral como política de la metáfora. El vacío lo empezó rellenando el nacionalismo que, como “religión civil”, pretendía religar a los dispares (y extraños entre sí) miembros de la comunidad política a quienes, hasta entonces, sólo unía su equiparada sumisión a un mismo soberano absoluto y desde entonces debía unir su equiparada dependencia respecto de sí mismos. Pero entonces, más que a una familia, aquello pretendía asemejarse a una parroquia. Y en todo caso era una floreciente comunidad política, o sea, de iguales pese a sus diferencias.

Con el tiempo, asumida la igualdad política, los métodos de asimilación nacionalistas empezaron a ser contemplados con gran recelo: vista retrospectivamente, tras Auschwitz y con unas instituciones democráticas mucho más desarrolladas y arraigadas que en el siglo XIX, la construcción nacional explícita camina en dirección contraria al desarrollo de nuestras libertades: el juego de expectativas recíprocas con que nos integramos socialmente no es un fin en sí mismo sino el paisaje, el medio moral en que nos movemos y la condición de posibilidad de la libertad de cada cual. Un niño empieza interiorizando, irreflexivamente, las normas de la comunidad; pero sólo se lo considera responsable (jurídica y moralmente) porque, a cierta edad, se espera de él que sepa interiorizar los principios que sostienen dichas normas y las siga por convicción. E incluso se aceptará que intente reformarlas, pero desde la fidelidad a su propio fundamento. Esto es lo propio del sujeto reflexivo. Es la autonomía moral que nos hace dignos. Y si es cierto que sólo se alcanza la autonomía dentro de la sociedad no es menos cierto que no aflorará nunca donde el individuo sea incapaz de romper en algún momento con las rígidas expectativas comunitarias para abrirse a la reflexión respecto de la tradición y demás bagajes de los que somos acreedores, a veces con cierto pesar. ¿Si todos somos iguales, cómo es posible que las mujeres queden excluidas de la vida pública? ¿Si somos iguales, por qué permitimos que los hijos de nuestros conciudadanos nazcan sin oportunidades? ¿Y, si somos iguales, por qué un inmigrante que reside, y paga aquí sus impuestos, no goza de los mismos derechos civiles y sociales –o incluso políticos-? Esta lógica reflexiva conduce inexorablemente a la inclusión: condujo el desarrollo desde la incipiente democracia hacia la extensión de derechos políticos, civiles y sociales. Nos ha permitido erigir nuestros actuales Estados Sociales de Derecho, removiendo las peores herencias de la tradición en la que cada generación fue creciendo… modificándola, a su vez.

En democracia, el apego responsable y reflexivo a los principios que sustentan la vida en común es lo que hoy se conoce como “patriotismo constitucional”. Se trata de un intento de vincular la identidad política que en buena medida comparten los miembros de una comunidad soberana, socializados por las mismas instituciones, con la defensa cerrada de las libertades individuales y del Estado de Derecho que las encarna y garantiza. Los conciudadanos arrastran siglos de convivencia y han aprendido a compartir no sólo una lengua política (en la mayoría de los países, salvo excepciones funcionales como Suiza; y otras disfuncionales, como Bélgica), sino sobre todo una ley política (Constitución) que estructura su organización social y canaliza los conflictos en términos de reforma (pacíficos) y no de revolución. Nuestra lengua política es el español; la Constitución que mayor tiempo de paz social nos ha traído, la del 78.

Pues bien, la metáfora de la nación como familia, al naturalizar los vínculos y requerir siempre la exclusión, se desentiende de todo este proceso jurídico civilizador, inclusivo, integrador. Y quizás por eso no es una metáfora que haya calado demasiado en España ni en la Unión Europea. Bien sea porque a un demócrata le exigimos sobreponerse al marco que sesga sus juicios para poder de verdad interesarse por lo común; bien sea porque nos sirve de argamasa social otra metáfora, la del pacto social.

Sin embargo, sí hay una familia política, muy reconocible en nuestro país, que renta con creces la metáfora de la nación como familia. Se trata de los nacionalistas, a quienes el progreso político y social coge a contrapié: prefieren levantar insolidarias y poco prometedoras fronteras antes que destruirlas en nombre de una integración política, de la igualdad política, en fin, de la democracia. Donde más reconocible es el modelo orgánico de la familia (que adjudica roles o funciones sistémicas) es en un modelo político que apela a una historia remota, cuando no a las esencias o a los genes, que excluye al diferente y que, hablando de metáforas, hizo del Presidente Pujol el padre de la patria (‘pal de paller’, el palo que, como eje, sostiene el pajar). Vuelta al XIX, la metáfora de la nación como familia sirve hoy no tanto para modular una u otra perspectiva moral y política, sino para justificar esencialmente el derecho de una nueva comunidad política a existir como núcleo independiente y, por tanto, a romper, sin justificación democrática posible, con los vínculos que la atan a la comunidad política original.

Aquí la metáfora tramposa, claro, es la del divorcio entre España y Cataluña. Tramposa no sólo como lo es toda metáfora, tan capaz de ayudarnos a pensar como de anular nuestro juicio y pensar por nosotros; tan dispuesta a ampliar nuestro bagaje experiencial sobre un objeto del mundo como de ocultarnos su esencia tras capas de definiciones concebidas para una realidad distinta. Como dejara escrito Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, “sólo la metáfora nos facilita la evasión y crea entre la cosas reales arrecifes imaginarios, florecimiento de islas ingrávidas. Es verdaderamente extraña la existencia en el hombre de esta actitud mental que consiste en suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a ésta como por el empeño de rehuir aquélla. La metáfora escamotea un objeto enmascarándolo con otro, y no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades”.

Tramposa, además, porque, si de divorcio se trata, no hay separación jurídica que borre los hijos, los vínculos naturales, que se hayan podido crear; y no es cosa de dividir alícuotamente a los hermanos entre papá y mamá. Nacidos los hijos, no sólo perdurarán los lazos biológicos y aquellos que las experiencias compartidas hayan tejido hasta el divorcio; perdurarán las responsabilidades morales y, por ende, las jurídicas: la manutención hasta cierta edad; la transmisión de la parte legítima de la herencia, de por vida. En fin, existe entre familiares (y también entre conciudadanos) una responsabilidad que nunca cesará por las potencialidades que el otro dejó de desarrollar al planificar conmigo una buena etapa de su vida. Cuando el mercantilismo promovió el textil o el puerto barcelonés con subvenciones y aranceles, dejó por fuerza de potenciar otras zonas, a las que además se obligó a comprar más caro el textil catalán de lo que les costaría importarlo en condiciones de libre mercado. Y así con tantas y tantas decisiones políticas y económicas en cada rincón de lo que ha sido un Estado durante tantos siglos. Ahora piensen ustedes en el divorcio.

Concebida la familia como una comunidad solidaria donde cada uno responde, con su patrimonio, por las deudas de todos los demás (como preveía el Derecho Romano), quizás afinemos más en describir una comunidad política. Por ejemplo, alguien debe pagar la deuda pública: si los menos productivos no pueden, deberán hacerlo los de mayor suerte; pero si no lo hacen las rentas del capital, lo harán las del trabajo; y si los ricos se marchan, dejarán la negra herencia a los más pobres. En tal sentido, la soberanía no es más que la unidad político-jurídica de decisión, de las decisiones que toma cada uno para que vinculen por igual a todos. Acotada la unidad decisoria en auténticos términos solidarios, costará justificar que el miembro que se ha hecho más rico de la comunidad (pero gracias a ella, pues ésta le brindó paz social, seguridad jurídica, infraestructuras, mercado de trabajo y de capitales, demanda para sus productos, etc.) decida romper con todos y llevarse para su disfrute único un botín que era de todos. No hay ruptura más injusta de las reglas del juego.

No hay dos partes que puedan divorciarse si estamos hablando de una sola soberanía. E igual de tramposos son quienes hoy hablan de choque de trenes. ¿Acaso hay algo análogo a dos locomotoras? ¿Con qué locomotora va a enfrentarse el Estado si ejecuta la ley ante los actos sediciosos de Forcadell, Mas o Puigdemont?

Por ir concluyendo. Quitando algunas metáforas nocivas, como las mencionadas, no sé qué metáforas vertebran nuestra arena; y, lo más importante, no sé qué metáforas deberían vertebrarla para encaminar la pugna política hacia objetivos auténticamente loables. Es decir, hacia el interés general frente a la rancia y egoísta mirada de la familia nacionalista que amenaza, con su perpetuo chantaje, la igualdad política de los españoles: el chantaje de la secesión catalana que el Gobierno pretende apagar con más inversiones pero no con buenos argumentos y contundencia política; o el chantaje del PNV a Rajoy, aceptado sin rechistar por PP y Ciudadanos, para sacar adelante los presupuestos a costa de aumentar todavía más el Cupo vasco (gracias al cual un vasco ya disponía del doble de financiación per cápita que el resto de los españoles). Y mejor no hablemos del Podemos, que defiende el cupo como un derecho; o del PSOE, que, en nombre de la plurinacionalidad y olvidando la igualdad, abre el pasillo a las comunidades más ricas para cobrar por falsos agravios. Tanto el nacionalismo como la dócil sumisión del Gobierno central, y del resto de partidos, contribuyen así a la deslegitimación de nuestra democracia; pues nuestros lazos solidarios (el suelo democrático) sólo pueden perdurar si se equilibra la financiación, si no hay agravios fiscales, si se compensan las inversiones en infraestructuras productivas que contrarresten la desertización y el envejecimiento de buena parte de España en favor de Madrid y los cuatro polos nacionalistas que maman porque lloran y, en fin, si se universalizan en serio las prestaciones públicas. De lo contrario estallarán las costuras políticas. Ya lo están haciendo.

Sólo gracias a ciertas cotas de igualdad política y social percibimos que un proyecto colectivo es justo; y sólo así, a medio plazo, podrá quedar legitimado (aceptado) el poder político al que nos someternos. Por la igualdad vela la tradición republicana. La igualdad es lo que ha defendido siempre cualquier izquierda reconocible. Por la defensa de la igualdad ha nacido la Plataforma Ahora que este sábado se presenta en Madrid. Por eso tiene mi voto de confianza. Ojalá dé con las metáforas que nos guíen y destruya las que nos encanallan. Ésa es Ahora la labor política más acuciante.

Mikel Arteta (1985) es licenciado en Derecho y en Ciencias políticas y de la Administración. Es doctor en Filosofía moral y política por la Universidad de Valencia, con una tesis sobre el concepto de “constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional” en la obra de J. Habermas. Actualmente trabaja como asistente técnico europarlamentario. Ha publicado varias colaboraciones en prensa, además de en revistas como Claves de Razón Práctica o Grandplace. En FronteraD ha publicado Por ‘nuestro’ patriotismo constitucional. ¿Necesita España un proyecto ‘atractivo’ de vida en común? y escribe asiduamente en su blog Escritos esquinados.

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