Contra la identidad

El pasado 14 de julio, un grupo de espectadores comprometidos celebrábamos fraternalmente la libertad y la igualdad cuando sonó una alerta digital: Niza, un camión, cadáveres, Yihad. Nuestras risas se ahogaron y entre los lamentos brotó una consigna: "¡Hay que reafirmar la identidad europea!" Salté de mi silla, blandiendo a Popper: "¡Las identidades colectivas no existen! Sólo las individuales. Y son tan volátiles..."

Fui apátrida hasta los 18 años, argentina hasta los 24, franco-argentina hasta los 32 y desde entonces soy técnicamente hispano-franco-argentina. Quise nacer en la metafísica Medinaceli pero lo hice en el castizo Chamberí. Aprendí a caminar en una vieja casa parisina y a contar en un Montessori de Hampstead. Mi lengua materna es el castellano y mi primer texto fue en inglés. Crecí en el Palermo porteño, me hice adulta en Oxford y descubrí mi vocación política en este periódico. ¿Cuál es, entonces, mi identidad? "¡Mujer!", me abrazan ellas. "Pija", mascullan los pijos. "Españolista", chillan los nacionalistas. Yo diría simplemente que soy un edge person, como se definió Tony Judt. Una persona de intersecciones que pudo y quiso ser española.

La defensa de la identidad colectiva es un ejercicio intelectualmente frustrante y políticamente peligroso, también en el caso de Europa. La Europa unida se construyó contra los bloques étnicos, los mitos historicistas y las arengas patrióticas. Enarbolar ahora la identidad, aunque sea como escudo, es renunciar a nuestra mayor conquista: la idea de ciudadanía. Ser un ciudadano significa que ni tu procedencia ni tu aspecto ni tu renta ni tu religión ni tus sentimientos ni tus influencias culturales -es decir, nada de lo que conformaría una supuesta identidad- afectan a tus derechos y obligaciones. Estos existen -y son idénticos a los de tus vecinos- sólo en razón de tu pertenencia a una comunidad democrática de derechos y libertades. No hay nada más valioso. Y pocas cosas más infravaloradas.

Además, ¿cómo se define la identidad europea? El perezoso responde: "Grecia, Roma, el humanismo judeo-cristiano". Pero una cosa son las raíces culturales o filosóficas y otra muy distinta la identidad. Si fueran lo mismo todo lo que llamamos Occidente sería uniforme, de Israel a Haití. Tampoco hay que confundir la defensa de los valores fundamentales con la identidad. Esa equiparación convertiría, por ejemplo, a cualquier demócrata venezolano en un europeo mucho más puro que Juan Carlos Monedero.

Decimos identidad cuando queremos decir valores porque nos parece que "valores" se queda corto. Es un grave error. No sólo porque esos valores vertebran la civilización, sino porque lo hacen precisamente contra las fuerzas irracionales de la identidad. Los derechos humanos, la libertad, la igualdad ante la ley, el pluralismo, la solidaridad... pueden ser enemigos, antídotos o víctimas de la identidad, pero nunca sus sinónimos.

Sin embargo, el identitarismo está de moda. Sarkozy acaba de lanzar su campaña a la presidencia de la República con un librito cuyo mensaje nuclear es el siguiente: "La identidad de Francia es siempre más importante que las identidades particulares". Esta premisa viene aderezada con reflexiones del tipo "Francia es una comunidad de destino" y "un milagro milenario", o "los franceses nunca son más felices que cuando se sienten orgullosos de Francia". Es la vieja retórica gaullista pasada por el túrmix contemporáneo de una triple amenaza -lepenismo, inmigración masiva y terrorismo islamista- y el resultado es indigesto. Imaginen lo mismo en boca de un alemán.

Cuando alguien proclama "¡Viva la identidad europea!", hay que preguntarle: "¿Y muera quién?" La identidad siempre se define por oposición a un otro, que luego pocos se atreven a definir. Y los que se atreven suelen ser pirómanos. Sucedió a principios del siglo XX y ahora vuelve a ocurrir. Breivik, Bataclan; Brexit, Le Pen; Putin, Trump; nuestros ibéricos Otegi y Puigdemont. Son los identitaristas del siglo XXI. Un grupo transversal que ataca nuestro sistema de paz y libertad. Frente a su amenaza y su arrogancia, Europa no debe anteponer una nueva identidad, sino el más firme rechazo a la identidad como concepto y como proyecto.

La identidad es un concepto remoto. De hecho, pocas cosas hay más primitivas; es el grito de la tribu. Sin embargo, su formulación como consigna moral -identity politics- nace en los años 60, en las universidades norteamericanas. El activismo estudiantil pasa entonces de la reivindicación obrera a la reivindicación identitaria. Surgen como setas nuevas asignaturas definidas por criterios étnicos y de género. Los currículos se atomizan y los módulos se hacen puntuales y narcisistas. Hagan la prueba: descarguen el catálogo de cualquier universidad americana; descubrirán un Babel de compartimentos pequeños, rígidos y estancos. El conocimiento se ha fragmentado. El alumnado, también. Lo que une a los estudiantes -es decir, a los seres humanos- ha cedido ante lo que los diferencia. Y ese culto a la diferencia ha alumbrado sus correspondientes dogmas, inquisidores y autos de fe.

El identitarismo también ha causado estragos en la política. La actual crisis de la socialdemocracia es, en buena medida, la consecuencia de un proceso que el propio Judt describió con lúcida tristeza. La izquierda ha pasado de defender la igualdad a defender la identidad. El feminismo, el movimiento LGTB, el black power, el multiculturalismo, lo étnico, lo local, lo rural... El tradicional universalismo de la izquierda ha quedado sepultado bajo una montaña de reclamaciones identitarias. Y junto a él, la relación entre socialdemocracia y ciudadanía.

Tampoco en esto Spain is different. Si acaso, el peculiar desarrollo del siglo XX español -Guerra Civil, dictadura, relato de vencedor y vencidos- ha agravado la deriva identitaria de nuestra izquierda. Podemos, Izquierda Unida, una parte importante del PSOE: todos legitiman el delirio nacionalista. Todos invocan presuntos derechos históricos, singularidades y sentimientos frente a la igualdad y la libertad de los españoles. Todos comulgan en la condescendencia con Otegi y el apaciguamiento de Puigdemont.

El caso español también ilustra hasta qué punto el identitarismo es reduccionista. Basta indagar en la experiencia de un no nacionalista en Gerona o San Sebastián. El identitarismo niega la posibilidad de que en una misma persona convivan sentimientos distintos, no digamos ya contradictorios. Presiona al individuo para que se defina. Y si no se define, o se define mal, lo castiga. Pocos ejemplos más sórdidos que las acusaciones de autoodio contra los que dicen sentirse catalanes y españoles a la vez. Y ninguno más elocuente que el tiro en la nuca.

Junto con el reconocimiento de la complejidad del individuo, el otro pilar de la convivencia democrática es la drástica rebaja de las emociones, que la identidad también impugna. Cuando todos los argumentos han fracasado, siempre llega, inexorable, la apelación al corazón: "¡Es que yo me siento muy catalán!" Ya. Pero eso es hoy, después de 30 años de adoctrinamiento. Y, además, ¿has pensado cómo se siente tu vecino? ¿Y por qué tus sentimientos son más legítimos o relevantes que los suyos? Ah, porque sois más. ¿Pero cuántos más? ¿Dónde dices que está el listón? ¿Y la frontera? ¿Quién tiene derecho a opinar? ¿Toda la comunidad democrática; todos los actuales propietarios de la soberanía? Ah, no. Sólo tus identitariamente iguales. Uf.

Con los sentimientos es imposible un pacto de ciudadanía. Es decir, la convivencia o el progreso. Ahí yace el protagonista del Brexit: un inglés arrepentido, ridículo, al que su arrebato identitario ha arrebatado sus presuntas señas de identidad: el pragmatismo, la madurez, ese creciente oxímoron llamado common sense.

Cuando miremos atrás, hacia este tiempo de pérdida de sentido y exceso de sensiblería, pensaremos: ¿En qué momento olvidamos la lección? Europa y EEUU ganamos juntos la guerra a la identidad. Construimos un mundo seguro en paz y libertad, pero no hemos preservado su fundamento: el concepto de ciudadanía. Por culpa, condescendencia o miedo, hemos permitido que su némesis, la identidad, se colara por la rendija de la corrección política. Hemos creado guetos culturales y religiosos. Hemos desmantelado los espacios públicos para la discusión común. Y hemos permitido la fragmentación del demos. La resultante segregación está alentando un grave conflicto, no entre cosmopolitas e identitaristas, sino entre identitaristas de distinto signo.

Las políticas identitarias se retroalimentan. Trump ataca a un colectivo musulmán asumido por el imaginario occidental. Farage agitó el miedo a un inmigrante al que el multiculturalismo había convertido en categoría. Forcadell se atreve a hablar en nombre del pueblo catalán porque el constitucionalismo, tan timorato, no ha combatido la falacia de un choque identitario entre catalanes y españoles.

Sí, aquella noche aciaga, mis amigos, europeos comprometidos, se precipitaron. No hay atajos identitarios frente a la identidad. El desafío de Europa no consiste en intentar casar a Voltaire con el Vaticano o la Feria de Sevilla con Calvino. Consiste en reafirmar la ciudadanía. En forjar individuos idénticos sólo ante la ley; vinculados por unos valores universales y superiores; libres, demócratas, cosmopolitas y adultos. Europa debe rearmarse, desde luego. Pero no con una identidad, sino contra la identidad.

Cayetana Álvarez de Toledo es portavoz de Libres e Iguales.

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