No sé si la prohibición de fumar en todos los lugares públicos que anuncia la ministra de Sanidad es tan «ineludible» como asegura el editorial en su apoyo de este mismo diario: pero estoy convencido de que supone un abuso autoritario. Y las expeditivas argumentaciones que justifican la medida me parecen como mínimo discutibles y en ciertos casos nada concluyentes. Intentaré razonar mi discrepancia.
Según datos aparecidos hace pocos días en prensa y radio, el consumo de tabaco ha crecido el último año un 7% en nuestro país, a pesar de las actuales medidas prohibicionistas. Supongamos que este ascenso sea real: se dirá -lo he oído decir- que ello demuestra el creciente nerviosismo causado por la crisis económica, para el cual algunos buscan paliativo en el hábito de fumar. Si es así, queda confirmada al menos una cosa: que además de tener consecuencias nocivas cuando se abusa de él, el tabaco tiene también algunos efectos beneficiosos. Quizá quien fuma siente que su vida no se consume de manera tan angustiosa: creo que hay un cuplé sobre esta cuestión. En cualquier caso, nadie fumaría si de ese gesto no se obtuviera nada positivo, sea placer, analgésico, inspiración creadora o pasatiempo social. Puede que tengan razón quienes sostienen que esos beneficios no compensan el daño que causa el tabaco, pero es injusto y sesgado no mencionarlos jamás como si no existieran. Es tan manipulador como sostener que los automóviles son unas máquinas que sirven para matarse los fines de semana, sin mencionar que también pueden llevarle a uno de vacaciones o de paseo.
En el caso del tabaco, como en el del alcohol o cualquier otra de las llamadas drogas, no hay que confundir el uso con el abuso. Probablemente quien sea incapaz de usar esas sustancias sin incurrir en desmesuras será prudente renunciando a ellas pero su ejemplo no tiene por qué ser decisivo para las personas más capaces de templanza. Ni todos los que paladean una copa de vino acaban con cirrosis ni todos los que disfrutamos con un buen cigarro puro terminamos con cáncer de pulmón. Y, en cualquier caso, se trata de un riesgo personal, como tantos que corremos en la vida: supongo que Edurne Pasaban está más segura en su casa que trepando por un ochomil pero ella prefiere jugársela y no seré yo quien se lo reproche. Dice el editorial de este periódico que «la salud general de la población constituye un bien superior al de la libertad de fumar» y, con perdón, me parece una solemne barbaridad. Primero, porque no hay tal cosa como una salud general (el último comité de salud pública del que he oído hablar se dedicaba a guillotinar gente): la salud es algo propio de cada cual y supongo que uno tendrá derecho a opinar sobre ella. Me parece bien que el Estado nos informe sobre los hábitos de vida más saludables estadísticamente hablando, pero no le reconozco derecho a imponerlos. Además, si en nombre de esa salud 'general' las autoridades tienen derecho a prohibir, también lo tendrán para determinar nuestra dieta, cuánto ejercicio debemos hacer o qué vitaminas debemos tomar en el desayuno. No me gustaría tener que salir a la calle todas las mañanas con los vecinos de mi inmueble, como en China, para realizar una higiénica tabla de gimnasia bajo la supervisión de un comisario médico.
Las enfermedades derivadas del abuso -no del uso- del tabaco puede que causen gastos sanitarios a la seguridad social, pero también los impuestos sobre el tabaco producen muchos beneficios al erario público. En último término, si el tabaco es considerado tan nocivo debería ser simple y llanamente prohibido. En una entrevista reciente, el doctor Miguel Barrueco, experto en antitabaquismo, considera que prohibir la venta de tabaco sería «esperpéntico»: pero el verdadero esperpento es autorizar que se venda un producto cuyo uso va a ser perseguido por todos los medios. Naturalmente, me parece justificado que se prohíba fumar en centros de trabajo y espacios públicos donde deben convivir obligadamente fumadores y no fumadores. Pero no lo veo igualmente razonable en locales abiertos al público pero privados, como bares o restaurantes: si en alguno de ellos está autorizado fumar y alguien se siente molesto por el humo, con no frecuentarlo asunto resuelto. Si uno va a un restaurante chino, ya sabe que no le servirán marmitako, por mucho derecho que tenga a comerlo: de igual modo, no veo por qué alguien va a sentirse ofendido porque se fume allí dónde ya le han advertido que está permitido hacerlo.
Personalmente, yo no incitaría a fumar a nadie, lo mismo que no le recomendaría dedicarse al alpinismo, comprarse un 4x4 o meterse cartujo. Pero tampoco me siento autorizado a prohibir esas opciones de vida ni quiero conceder ese privilegio al gobierno de turno. En cuanto a quienes ya fumamos, sin pretensiones suicidas ni deseos de molestar a nadie, sólo nos queda un remedio desesperado: proclamar que ese vicio forma parte indudable de nuestra identidad cultural. Si ese argumento sacrosanto no persuade a nuestras multiculturalistas autoridades, ya no nos salva de la clandestinidad ni la alianza de civilizaciones.
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Le contesta Miguel Berrueco Ferrero, médico neumólogo (EL CORREO DIGITAL, 12/01/10): Derecho a la salud y derechos individuales.
Fernando Savater