Contra la jerga apocalíptica

¿Tenemos un relato sobre la covid que nos permita contar una experiencia común o múltiples historias asincrónicas? “Después de una pandemia es difícil recordar qué pasó, porque para la mayoría no pasó nada aunque todo cambió. No hay una historia que contar”. Lo señalaba hace días el politólogo Ivan Krastev.

Evidentemente, esta situación tiene consecuencias para cualquier lección de la crisis. Sobre todo teniendo en cuenta que la crisis de la covid, a modo de un juego de cajas chinas, se inserta y conjuga con crisis previas (representación, civilizatoria-ecológica, soberanía nacional, futuro, etcétera), generando, más que en otras ocasiones, una llamativa ausencia de sincronía. Que en EE UU se haya pasado del I can’t breathe de George Floyd al We can’t breathe indica algo: ante el terrible telón de fondo de la pandemia y la desintegración de toda protección social, padecida por la población afroamericana con mayor virulencia, los malestares sociales, lejos de condensarse en una última contradicción, se anudan, se traducen. Por otro lado, la imagen de la ciudadanía confinada aplaudiendo en sus balcones a sanitarios a su vez enfrascados heroicamente en lucha contra la muerte, ¿no muestra la significativa asincronicidad de esta crisis, su arritmia temporal? Las caceroladas de la calle de Núñez de Balboa, el estrés en las UCI, las intervenciones políticas en el Parlamento, los aplausos en los balcones, han tenido lugar en diferentes temporalidades. Durante la pandemia no todos hemos vivido el mismo presente.

Si la afirmación de Krastev resuena es porque nos ayuda a desembarazarnos de lo que podríamos llamar la “jerga apocalíptica”. Muchos diagnósticos indican que la covid-19 estaría desvelando, poniendo al desnudo, un mundo, el neoliberal, que se eclipsa. ¿No nos estaría mostrando el luminoso azul cielo provisionalmente descontaminado de nuestras ciudades, la inhumana selección necropolítica de nuestras residencias de ancianos y la necesidad económica, no especulativa ni financiera, de trabajadores en “servicios esenciales” el despertar de ciertas ensoñaciones? ¿Estaríamos volviendo a la realidad?

Me vienen a la mente dos escenas. La primera, la Grand Guerre del 1914-1918, la primera guerra tecnológica y, por tanto, “de masas”, según Walter Benjamin. Esa cuyo shock habría liquidado una experiencia transmisible para “el minúsculo y frágil cuerpo humano”. Los hombres mudos no habrían encontrado un relato de lo vivido, puesto que el escenario bélico solo conservaba del pasado las nubes. “Las nubes”, porque todo el paisaje habitual había desaparecido en el huracán. Los primeros soldados se encaminaban hacia las trincheras montando a caballo y regresaron (los que regresaron) conduciendo tanques. ¿Cómo contar lo que estaba pasando cuando las posibilidades de relatarlo han sido violentamente alteradas por la desmesura tecnológica? Hoy sabemos que la capacidad de testimoniar no ha desaparecido del todo, pero la advertencia sigue válida: en el mundo contemporáneo, el de la aceleración de la información, no es obvio tener una experiencia común.

La segunda no es menos desasosegante. Unidad de cuidados intensivos es un cuento de J. G. Ballard en el que, a modo de un Black Mirror anticipado, imagina un futuro en el que las relaciones personales se experimentan solo a través de pantallas: amistad, sexo, relaciones familiares solo tienen “peso” a través de su imagen. Impulsado por un confuso malestar, el protagonista decide dar un paso adelante para romper las reglas y tener una experiencia física con su familia. Ballard plantea las consecuencias de la transgresión: acostumbrados a la virtualidad, la presencia física del cuerpo resulta extremadamente ofensiva y obscena, hasta el punto de que la violencia entra en escena en la familia. Si el cuento nos interpela es porque plantea preguntas sobre la posibilidad de experiencias comunes ante el aislamiento mediático. ¿Podría el mundo poscovid definirse por una mayor ingravidez, un recelo respecto a todo materialismo corporal? Aunque estos días hemos escuchado recomendaciones de sexólogos invitando al sexo virtual, de alguna manera percibimos que la situación ballardiana es exagerada. No obstante, el cuento plantea algo a tener en cuenta. Ballard no es tan interesante como el canario que se adentra en la mina para prevenir atmósferas irrespirablemente tóxicas, sino como el cronista de nuestras docilidades voluntarias. En este caso, la tecnología como autorrenuncia autista y feliz. La experiencia contemporánea no es tanto apocalíptica como onírica. En el pasado —escribe— presuponíamos que el mundo exterior era la realidad y el mundo interior de la mente, con sus sueños e ilusiones, la fantasía. Hoy esos papeles se han invertido: la ficción satura de cabo a rabo los medios de comunicación y cada vez parece más borroso el viejo concepto de “lo real”. Hemos entrado en cierto modo en una cultura edificada cada vez menos ingenuamente sobre verdades visibles, donde la objetividad tiene menos fuerza que la suposición y el medio que el mensaje. El reto, para nosotros, no es abrazar, con más o menos entusiasmo, esta indeterminación, sino entender el poder político de las ficciones en tiempos de crisis.

Germán Cano es profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares.

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