Contra la pena emocional

El debate de la prisión permanente revisable ha vuelto a la opinión pública. Personalmente, me sorprenden los cauces por los que está transcurriendo, porque se obvian realidades incontestables.

La primera, que, a los efectos de proteger debidamente a la sociedad de gravísimos delitos, la vigencia de la prisión permanente revisable es absolutamente irrelevante. Porque no está en absoluto demostrado que las penas de prisión que se les imponían a estos delincuentes, antes de la reforma del Código Penal de 2015, que la introdujo, fueran de menor eficacia intimidante. Porque lo que sí que está demostrado es que su entrada en vigor no ha tenido la menor incidencia en la reducción del número de estos delitos. Porque es incontestable que es mucho más eficaz una pena más corta pero certeramente previsible y de cumplimiento cercano, que una muy larga cuando no hay garantías de que vaya a cumplirse pronto porque, o bien será difícil detener al culpable, o bien costará años juzgarle.

También me sorprende cómo el ciudadano medio, en materia penal, tiene perdido el sentido de la medida, porque los años en prisión se le pasan muy rápido y veinte o treinta años le parecen un suspiro. Es obvio que quienes así piensan nunca han pisado una cárcel.

Además, el debate sobre la prisión permanente revisable nos está distrayendo de poner sobre la mesa los verdaderos problemas que padece nuestro sistema penal. Problemas que tienen más que ver con la eficacia y la eficiencia del modelo policial y judicial que con la necesidad de incrementar simbólicamente la pena, incrementos que no hacen sino crear más problemas de los que resuelven. Pero, claro, este otro debate es muy difícil de abordar porque las medidas a adoptar para solucionar esos problemas son complejas, de largo plazo y, seguramente, muy caras.

Aun aceptando los términos del debate, en mi opinión, los argumentos que suelen utilizar los partidarios de una u otra postura, o bien se fundamentan sobre bases estrictamente emocionales, o bien tienen un marcado carácter ideológico. Ello hace que sus razonamientos sean difíciles de validar o de compartir.

A los partidarios les diría que, en un Estado democrático de derecho, las penas se justifican racionalmente por sus legítimos fines (inhibición del futuro delincuente, reinserción del que ya lo ha hecho) y por la idoneidad de su diseño (proporcionalidad, humanidad) para lograr esos fines. Por tanto, no se pueden adoptar decisiones basadas en las emociones de las familias de las víctimas, o en las emociones de ocho de cada diez ciudadanos.

En otros ámbitos de nuestra vida social y económica, se critica severamente —y con razón— cómo la prevalencia de las emociones, en la toma de determinadas decisiones, está llevando a la irracionalidad. Y la irracionalidad conduce al fracaso, la discordia social y al empobrecimiento económico de una sociedad. Sin embargo, en materia penal, el discurso emocional, que se suele mover en términos estrictamente vengativos, está más libre de críticas. Pero la venganza, en sí misma, no es un fin legítimo de la pena en un Estado democrático. Por lo demás, es erróneo asumir, sin la menor evidencia empírica, que cuanto más larga y severa es la pena, más delitos se van a evitar, y si la pena es de prisión por vida, mejor, porque así se tiene la certeza de que el delincuente nunca reincidirá. Dimitimos de tener ninguna esperanza en el ser humano, porque lo dibujamos como un ser inmune e inalterable al cambio y a la redención. Ser humano del que, al extirparle de la vida social, jamás podremos comprobar si alguna vez pudo cambiar o redimirse. Pero eso no parece importar mucho porque el único factor delincuencial admitido por tal esquema es la genética de un delincuente irredimible.

Es llamativo que los detractores de esta clase de pena sean incapaces de esgrimir abiertamente estos argumentos y estén cómodamente escondidos tras el expediente de la inconstitucionalidad. Se equivocan, porque los estándares internacionales solo exigen, para que esta pena no sea inhumana y degradante, que no suprima el “derecho a la esperanza”; es decir, que, en algún momento, se valore si persisten motivos para mantener la prisión. Este requerimiento lo cumple nuestra Ley penal. Y si su ejecución se atiene a los criterios penitenciarios generales, ni es inhumana ni degradante. Al menos, no lo es más que otras penas de prisión de larga duración.

Bernardo del Rosal Blasco es catedrático de Derecho Penal y abogado.

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