Contra la sinrazón y la barbarie

Como consecuencia del espantoso y brutal atentado contra el semanario Charlie Hebdo por parte de los fanáticos islamistas, uno de los principales temores que surgen en Europa y en el mundo civilizado en general, tiene que ver con el eventual auge de la islamofobia y la exacerbación de grupos radicales ultraderechistas y xenófobos. ¿Es este un miedo legítimo? Claro que sí. Y también un peligro real que puede socavar los cimientos de una sociedad que hasta el momento viene luchando no sólo por la libertad de expresión sino por la aceptación del diferente, del cultural e ideológicamente distinto.

Con todos sus errores y horrores, la sociedad occidental y los valores que defiende han permitido una coexistencia mucho más tolerante y pacífica que las surgida en otras partes del globo. Esta civilización resulta mucho más progresista y democrática no porque cumpla a rajatabla con los valores que la sustentan (¡bueno fuera!), sino porque permite a quienes participamos de ella ponerla constantemente en cuarentena, cuestionar sus mecanismos e incluso sus propios principios. Decepcionarnos, denunciar, luchar y movilizarnos contra los excesos y atropellos de gobiernos, bancos, troikas y fundamentalistas de todo signo y pelaje es no solo un derecho sino una responsabilidad. Hemos ganado ese derecho y hemos asumido esa responsabilidad. Y bastante horror y sufrimiento nos ha costado en estos últimos doscientos años... Ahora bien, ¿Es el cristianismo uno de los pilares de este sistema? Lo dudo. Durante siglos y hasta hace muy poco, en nombre del cristianismo se han cometido barbaries y persecuciones de toda índole: se ha quemado, perseguido, empalado, despojado, expulsado y satanizado a todo aquel que opinara de otra forma o incluso practicara otro culto. Uno de los últimos rincones de Europa donde el fundamentalismo cristiano persiguió institucionalmente a quienes no estaban de acuerdo con él fue en la España franquista, como bien saben los “rojos”, las mujeres y los homosexuales. De hecho, el fundamentalismo cristiano sigue condenando el aborto, el divorcio, la homosexualidad y otras “taras” sociales.

No nos engañemos: no es el cristianismo el que ha avanzado. Ha avanzando la democracia y los mecanismos para contener sus desmanes y excesos. Ha avanzado la cultura de la libertad. Ese es quizá el principal logro de nuestra civilización: separar al Estado de la religión. Lo cual no significa que no haya cristianos pacifistas y demócratas que se rebelen contra la atrofia de su institución y se movilicen para modernizarla, para despojarle el fango medieval que aún exhibe, entre ellos (probablemente) el propio papa Francisco. Es bueno que así sea y que la religión quede confinada al lugar de donde nunca debió salir: la estricta intimidad y conciencia de cada uno. El mundo árabe, pese a su entusiasta primavera democrática, de la que parece sólo quedar una resaca decepcionante, sigue estancado en la Edad Media y no ha separado al Estado de la Iglesia. En ese mundo de ayatolás y sharías, de latigazos y manos cortadas en nombre de Alá, no hay instituciones que defiendan a quienes no comulgan con la irracional ortodoxia de sus patriarcas, cegados de odio y necesitados de sangre inocente. Sangre de bebedores de alcohol y adúlteras, sangre de disidentes y de blasfemos. Ellos, los fundamentalistas, son los enemigos no sólo de Occidente, sino de sus propios ciudadanos, sus primerísimas víctimas. Y Occidente —sus instituciones, pero principalmente nosotros, sus ciudadanos— debe defender nuestros valores de esa intemperancia y brutalidad, pero sobre todo debe defenderla de nuestros propios demonios: Si perseguimos o rechazamos a los musulmanes, indiscriminadamente, por el mero hecho de serlo, ellos —los fundamentalistas— habrán ganado. Pero también si, en nombre de una supuesta y malentendida corrección política y un atrofiado laissez faire, no rechazamos con contundencia cualquier síntoma de prepotencia e intolerancia que brote en nuestra sociedad.

No debemos pues bajar la guardia a la hora de permitir cualquier mensaje de odio, ni atrincherarnos en ese buenismo estulto que se llama relativismo cultural. Apedrear a una mujer hasta matarla no es signo de ninguna cultura sino síntoma de su atrofia. Matar en nombre de Alá no es una defensa de nada: sólo es parte de la hoguera sarracena de odio en la que puede arder Europa y el mundo entero. Por eso sería bueno ver al inmenso colectivo musulmán en Europa alzarse contra esa sinrazón y barbarie que dice representarlos. Como los ciudadanos occidentales nos debemos alzar contra los mensajes xenófobos e islamófobos. Si no condenamos por igual ambos extremos estaremos en manos de ellos: de los violentos e irracionales de ambos bandos. Porque el silencio es cómplice.

Jorge Eduardo Benavides es escritor. Es autor de la novela Un millón de soles (Alfaguara, 2008).

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