Contra la transparencia

Julie es canadiense y no se llama Julie. Los autores de un reciente artículo en la revista Culture, Health & Sexuality han ocultado su nombre real porque Julie fue violada por tres hombres. Lo que hace el caso de Julie rocambolesco es que es ella la que podría ser acusada, según la ley canadiense, de haber abusado de sus agresores. ¿Cómo es así?

Es así porque Julie posee otro rasgo: es portadora del virus de inmunodeficiencia humano (VIH). Por consiguiente, podría desarrollar el sida o contagiárselo, de no adoptar las debidas precauciones, a quien mantenga una relación sexual con ella. Naturalmente, los violadores de Julie no tomaron acción preventiva alguna mientras la agredían. Y es aquí donde entra en juego la locura de los legisladores del Canadá: si en ese país no cuentas a tu pareja, antes del coito, que portas el VIH, cometes un delito sexual. Sea quien sea tal pareja.

"Si les hubiese dicho que doy positivo en VIH, me habrían matado. Lo sé. Así que, ¿cómo encaja eso en el marco legal?", se pregunta Julie. Ciertamente, solo encaja dentro de un panorama empecinado en la transparencia a toda costa. El caso de Julie, el VIH y el Canadá puede considerarse puntual, pero basta ampliar nuestra mirada para notar que la obsesión por lo transparente está lejos de ser hoy una anécdota.

Contra la transparenciaEchemos una ojeada a cualquier centro de investigación de nuestros lares. Sabido es que uno de los más crueles recortes que efectuaron los gobiernos de Zapatero y Rajoy, unánimes ahí, no se dedicó, qué se yo, a los políticos, sino a los científicos. Hoy la inversión por español en ciencia es la mitad que la del europeo medio. Y la crisis no puede servir de excusa: Europa invierte ahora en I+D un 22% más que en 2009, mientras que España invierte casi un 6% menos. Ahora bien, este adelgazamiento en los dineros ha ido aparejado de un engorde mórbido en el papeleo. Cualquier investigador sabe cuán descorazonadora es la cantidad de burocracia que se le exige por esa extraña aspiración suya de querer conocer mejor el mundo que nos rodea. Ya hay directores de proyectos que dedican su tiempo íntegro a unas u otras gestiones, no a investigar. Si a eso se le suma la multiplicación de informes, memorias, guías, programas, valoraciones y demás trámites que sufre el profesorado universitario, no es descabellado empezar a pensar en Kafka como patrón de la ciencia española.

¿Por qué esta obsesión por la burocracia? Porque la burocracia es control y los políticos están obsesionados por controlar a los investigadores en España. No se fían de nosotros: ¡podríamos ser corruptos! Menos mal que están ellos para vigilarnos. De ahí otra vez, pues, este empeño delirante por la transparencia: debes contar cada paso que das, investigador, informarnos de cada movimiento; y si no tienes tiempo para redactar un amplio texto que nos lo pormenorice, casi mejor que no lo andes dando.

Con todo, estos ejemplos de frenesí por la transparencia palidecen ante lo que está ocurriendo con las tecnologías de reconocimiento facial. Sabido es que la policía china las utiliza ya para monitorizar a sus ciudadanos: saber en cada momento quién hace qué en dónde. Han pasado 35 años desde 1984 para que el panóptico de Orwell prosperara. Además, pronto cualquier comercio, chino o no, podría emplearlas para saber, al instante, quién es el incauto cliente que ha puesto el pie en su recinto. Y tratarle en consecuencia. La próxima vez que Richard Gere visite con su Pretty Woman una tienda no deberá aclarar que es obscenamente rico y quiere gastar cantidades indecentes de dinero. El encargado ya lo sabrá. Es decir: si a Julie, la canadiense violada, se le exigía que confesara su carga viral a sus agresores, y si al científico español se le reclama que cuente cada escalón que sube por la escalinata del conocimiento, pronto el Estado podría incluso abstenerse de andar inquiriéndonos nada. Lo va a saber todo de nosotros con solo mirarnos a la cara; salvo que se generalicen las máscaras como nuevo complemento verano-invierno en la moda futura.

¿Cómo hemos llegado a esto? Hay que reconocer que algunos filósofos nos lo han venido advirtiendo. El coreano Byung-Chul Han escribió en 2012 sobre La sociedad de la transparencia. Allí avisaba de que solo las máquinas tienen mecanismos completamente transparentes (basta conocer su manual de instrucciones), mientras que lo propio del ser humano es que estamos repletos de huecos, de sombras, de dudas. Incluso para nosotros mismos. Así que una sociedad obstinada en la transparencia es en realidad una sociedad inhumana. En su afán por conocerlo todo de nuestros semejantes, en realidad nos quedamos solo con lo más superficial de ellos: aquello que los datos o las estadísticas nos pueden narrar. La sociedad de la transparencia es al final, por paradójico que suene, una sociedad tremendamente miope. ¿O acaso no es de cegatos pensar que lo sabes todo de esa influencer que presuntamente te transparenta su vida entera en Instagram?

Ahora bien, creo que no captaremos del todo la obsesión actual con la transparencia si no caemos en la cuenta de otro signo de nuestra época: la desconfianza. Vivimos obcecados por la transparencia porque en nuestra era la falta de confianza se ha extendido cual epidemia. No nos fiamos de nuestros políticos (en este artículo he dado alguna prueba de ello), y ellos nos lo pagan desconfiando de cuanto hagan los investigadores con sus dineros. No nos fiamos de nuestras élites, que cada vez nos proponen estupideces mayores ("¡no te duches, o provocarás una crisis climática!", "¡no utilices el masculino, o serás un machista!", "¡cuando copié literalmente varias frases de Fulanito sin citarle no plagié, es solo que dije cosas de sentido común!"). Y esas élites tampoco se fían de nosotros: un reciente estudio entre los asesores y burócratas de Washington revelaba que no hay ni un solo asunto político en que más del 6 % de ellos otorgue al votante un saber suficiente como para poder opinar.

La desconfianza cunde porque para tener confianza hay que tener fe en algo o alguien. Y llevamos desde tiempos de la Ilustración denostando todo tipo de fe. Presuntamente solo lo racional, lo que puedes exponer en público, lo que todos pueden entender y lo que a todos puede convencer, sería aceptable. Sé transparente si quieres ser aceptado, es la máxima ilustrada. Pero este mandamiento olvida que solo puedo razonar si previamente me fío de alguien. Solo aprendí matemáticas porque de niño tuve fe en la maestra que me las impartía, aunque yo no veía ahí nada claro. Los estudiantes solo aprenden Medicina si confían en lo que les dicen sus profesores ante la pizarra, aunque luego usen algunas de las cosas aprendidas para desafiarlo. Yo mismo solo me porto racionalmente si me fío de lo que me recetan mis médicos, en vez de ponerme a hacer yo solito experimentos para corroborar antes todo lo descubierto en la historia de la farmacología. La fe y la razón no se oponen, al contrario: sin ciertas dosis de la primera es imposible la segunda. Esto, que cualquier filósofo del presuntamente oscuro Medievo tenía claro, hoy lo olvidamos: y de ahí nuestra obsesión con la transparencia.

Hace tres décadas, el pensador italiano Gianni Vattimo escribió un libro de título parecido al de Han: La sociedad transparente. El rótulo era, sin embargo, irónico. Ridiculizaba la ambición de ciertos socialdemócratas ilustrados (Habermas, Apel...) que insistían, y han seguido insistiendo, en crear una sociedad de la transparencia: un mundo en que debamos explicarnos del todo ante todos. Y, sobre todo, ante el Estado. Un mundo sin persianas, como los países escandinavos. Para Vattimo, esa transparencia resultaba insensata. Sabido es que en Italia sí usan persianas. Por ello quizá sea un autor que merece releerse.

Prestemos además atención a esa metáfora que es nuestro propio cuerpo: casi todo él está recubierto de un órgano traslúcido, pero no transparente, la piel. Y la única parte del todo trasparente, nuestro cristalino, es minúscula. E indicada para ver lo de fuera más que para que nos puedan ver por dentro.

Miguel Ángel Quintana Paz es profesor de Ética en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.

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