Contra la tribu

La renovación ministerial a la que Sánchez ha procedido recientemente, que los castizos llamarían un simple ‘face lifting’ y los locales un poco apañado ‘lavado de cara’, parece haber tenido como motivación esencial la de rejuvenecer el colectivo y, además, hacerlo todavía más feminista. No consta, según el principal protagonista de las nuevas sillas musicales -en castizo ‘musical chairs’- que tras el trasiego exista un propósito que incluyera alteración de prioridades, renovación de perspectivas, cambios programáticos o simplemente mejoras funcionales. Claro que tras el espectáculo es fácil deducir algunas otras y no menos evidentes razones: la conexión Ábalos-Delcy llevaba tiempo oliendo mal, González Laya no pareció haberse enterado nunca de las razones existenciales de un Ministerio de Asuntos Exteriores, Pedro Duque seguía orbitando en el espacio exterior e Iván Redondo, según los entendidos, se había pasado de listo. De los demás siempre habrá exégetas que descubran y certifiquen malos vientos, peores tempestades o simplemente un terminante ‘ya está bien’. Ignoro si ello es lo que ha acabado con la larga y habitualmente malencarada trayectoria ministerial de Carmen Calvo, que seguramente ya ha descubierto que el dinero público tiene propietario, y no es otro que el contribuyente, o el mal venido tránsito de Iceta: según él mismo, no le ha gustado nada tener que cambiar Ordenación Territorial por Cultura y Deporte, bien que, como todos sabemos, le encanta la danza.

Pero de ello, a propuestas políticas o ideológicas alternativas, nuevas iniciativas, alteraciones de rumbo, o incluso cambios de pareja, nada de nada. Como ya han subrayado ampliamente los comentaristas, la cuota ministerial de Podemos sigue indemne -condición indispensable para garantizar la todavía existente mayoría parlamentaria- y nada permite aventurar que el nuevo Ejecutivo joven y feminista esté dispuesto a reconsiderar la ‘ley Trans’, la de la memoria democrática, las previstas subidas de impuestos, las tensas relaciones con el poder judicial o ni siquiera la posibilidad de que Cuba y Venezuela no sean países democráticos. Y desde luego ese Ejecutivo adolescente, municipal y feminista -esperemos que no espeso- no adelanta ninguna intención de revisar sus relaciones, las que Sánchez marcó desde el principio de su andadura, con los representantes parlamentarios de los que en distintas vestiduras encarnan el nacionalismo anticonstitucional. Y como de ellos depende también su supervivencia presidencial, el catálogo de temas en candelero es amplio e invariable: los indultos, la mesa negociadora, el referéndum, que ya no es consultivo sino vinculante, e incluso la peculiar noción de que los separatistas catalanes no sólo pueden robar al contribuyente español financiando en el exterior acciones contrarias al ordenamiento constitucional sino que, además, pueden seguir haciéndolo de manera que sea el Gobierno de la autonomía catalana el que, de nuevo, con cargo a los contribuyentes, pague las multas que el Tribunal de Cuentas ha impuesto.

Entonces, ¿es previsible que el socialismo sanchista aproveche la sangre femenina y joven que le llega con la nueva hornada y redescubra los valores constitucionales de la «patria común e indivisible de todos los españoles»? Harto dudoso, por no afirmar que ampliamente descartado: la insoportable algarabía del separatismo catalán, a la que no son del todo ajenos, aunque la practiquen con mayor cuidado táctico, las diversas versiones del separatismo vasco, bien en su versión aranista o en la abiertamente posterrorista de Otegui y sus tropas, seguirá marcando pesadamente la agenda política de esta incierta España. Buena razón tenía Ignacio Camuñas en esta misma página, hace algunos pocos días, en recordar las malas veredas a las que, fundamentalmente por deslealtad nacionalista, nos ha conducido el Estado de las Autonomías y la necesidad de concederle una seria y profunda reconsideración. Que ciertamente Sánchez no hará.

Claro que la partición de España que buscan los separatistas de vario origen no tiene seguimiento mayoritario ni en el conjunto nacional ni en los territorios donde los tales suelen presentarse como salvadores de la inexistente patria. Claro que esa realidad impulsa y alienta a la hoy vigorosa oposición democrática al sanchismo en sus diversas caras constitucionalistas. Claro que pelean ardorosamente en el Parlamento y en la sedes judiciales para mantener la integridad de la ley y con ella la garantía de nuestras libertades. Cabría esperar y desear que a sus beneméritos esfuerzos añadieran una prédica dirigida a los que, tras años de torticera y mentirosa argumentación disolvente, han creído en las falacias del independentismo: la demostración de que ese retorno a la tribu que los patriotas locales propugnan es en realidad la vuelta a las épocas obscuras de la humanidad. No hace falta enumerar la multiplicidad de estupideces ideológicas, políticas, históricas e incluso literarias que los nacionalistas alegan como supuestas razones para su reivindicación y comprobar la horrorosa calidad de sus propuestas: son hijas de un arraigado racismo cultivado en el seno de la dirigencia neotribal únicamente atenta a sus intereses particulares y de propósito ignorante de la evolución que ha hecho de la humanidad un conjunto mejor, más libre, más próspero y, en definitiva, aunque resulte redundante, más humano.

El nacionalismo que se gastan los que lo practican en este nuestro baqueteado solar, es la negación de los principios elementales de convivencia que han hecho la democracia posible. Es pura y simplemente la vuelta a la tribu. A la que el sanchismo, antes y ahora, presta reverencia. Y a la que urge poner coto. Para evitar radicalmente lo que Mario Vargas Llosa describió en su ‘La llamada de la tribu’. Precisamente.

Javier Rupérez es académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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