Contra la violencia de género, más Convenio de Estambul

Me temo que nos hemos acostumbrado a los discursos emotivos e indignados sobre la violencia contra la mujer por el hecho de ser mujer. Yo hoy quiero hablar de soluciones. De pragmatismo. De operatividad y liberación de etiquetas excluyentes e ineficaces.

Aunque pueda sonar obvio, para poder afrontar un problema lo primero que hay que hacer es ponerle nombre y visibilizarlo. Un nombre, no veinte distintos. El universalmente acordado es violencia de género: dejémonos de inventos locales pues. Para poder afrontar ese problema, hay que buscar e identificar sus causas sin complejos. Y hay que establecer un plan de acción para solucionarlo. Un plan con acciones, fechas, recursos asignados y objetivos definidos, que incluya indicadores para asegurar si esos objetivos se están cumpliendo a lo largo del camino.

Llevamos demasiado tiempo poniendo todo el foco en las víctimas. Y desde luego que a las víctimas hay que protegerlas, pero creo que estaremos todos de acuerdo en que el objetivo ha de ser erradicar los delitos que convierten a las víctimas en víctimas. La lista de delitos que conforman el negro catálogo de la violencia de género es larga. Y la denominación de quienes perpetran esos delitos es igualmente descriptiva y abundante: asesinos, mutiladores, maltratadores, secuestradores, violadores, acosadores, traficantes, proxenetas... Todos ellos delitos violentos tipificados. ¿Cómo puede ser que sigamos poniendo complicados aparatos y escoltas 24 horas a quienes están amenazados, en lugar de volcar la capacidad de los órganos judiciales y las fuerzas de seguridad en denunciar, perseguir y condenar a quien hemos identificado como delincuente?

Nunca agradeceremos lo suficiente al Consejo de Europa que pusiera en marcha el Convenio de Estambul, y que lograra convertirlo en la primera herramienta legalmente vinculante que aborda de manera integral la violencia de género e intrafamiliar. La primera que no se queda en la prevención de la violencia y la protección de las víctimas, sino que pone el foco, con toda la luz posible, en la persecución y el castigo a los agresores. Su entrada en vigor el 1 de agosto de 2014 me pareció un extraordinario aliento de cambio. Porque, por primera vez, la violencia contra las mujeres y la violencia intrafamiliar eran consideradas como una grave violación de los derechos humanos y una forma de discriminación, de la que los Estados son responsables si no responden de manera adecuada. De manera clara e inequívoca, se establecía que no es aceptable ninguna forma de violencia contra las mujeres. Ninguna. Y que la ley debe perseguirla cuando se produce.

Al ratificar el Convenio —y así lo hizo España ya en 2014—, los Gobiernos se obligan a cambiar sus leyes, a introducir medidas efectivas y a destinar recursos para prevenirlas y combatirlas de forma efectiva. Es un hito histórico en la lucha para erradicar la violencia contra las mujeres, porque compromete a cada Estado que lo ratifica a detectar, prevenir y eliminar la violencia contra niñas y mujeres en todas sus manifestaciones. Ese mismo año, la Fundamental Rights Agency (FRA) publicó su informe sobre violencia contra las mujeres en los 28 Estados miembros y reveló que un tercio de las europeas declaraban haber experimentado violencia física o sexual desde los 15 años. En casa y en el trabajo. En público y en la intimidad. En vivo y en línea.

Me pareció evidente entonces que se trataba de una batalla que había que dar, de forma inequívoca, desde el Parlamento Europeo, al que acababa de incorporarme, y sin duda desde la Comisión de Mujer, de la que ya era miembro. Tres años después, hemos logrado un avance significativo: la UE como institución ha ratificado el Convenio de Estambul. Solo falta la última decisión formal del Consejo. Esto tiene un gran valor, porque crea un marco común para Europa que obliga a los Estados a perseguir no solo la violencia contra la mujer, sino toda clase de violencia intrafamiliar. Su importancia será mayor en aquellos países con legislaciones más insuficientes al respecto.

Otro aspecto importante del Convenio es que es contrario al nefasto relativismo cultural. Condena cualquier práctica contra la mujer sin aceptar como atenuante tradición alguna. No lo olvidemos: la ablación es una práctica que tiene lugar en suelo europeo y que no ha contado siempre con una condena suficientemente firme por parte de algunos sectores políticos, que no dejaban de verlo como una particularidad cultural. La activista y académica Ayaan Hirsi Ali, víctima ella misma de la mutilación genital, suele recordar esta asimetría, de la que culpa a la obsesión identitaria de la izquierda occidental.

La trasposición legal es importantísima, pero los marcos legales por sí solos no son suficientes si, como decía antes, no van acompañados de recursos con los que dotar planes de acción que desarrollen medidas eficaces. Me alegra que el presidente del Gobierno haya anunciado que dotará al reciente Pacto de Estado contra la Violencia de Género con 200 millones de los PGE anuales durante los próximos cinco años. La pregunta es: ¿exactamente para qué? ¿Está diseñado un plan quinquenal estratégico con máxima involucración gubernamental, con objetivos cuantificables, medibles y fechables a los que dedicar esos 1.000 millones? ¿O empezará a fragmentarse en pequeñas partidas a nivel regional y local, en ayuditas a ésta o aquella asociación bienintencionada (o directamente dedicada a un determinado fin ideológico o partidista) para seguir en la rueda de los golpes de pecho, el la periódica apelación a "esta gran lacra" que unos y otros no dejan de corear? Si eso ocurre, el pacto será, en buena medida, papel mojado.

Nos queda la cuestión de las actitudes sociales. El último Eurobarómetro informaba de actitudes preocupantes que no es difícil vincular con la violencia de género. El 44% de los europeos (y sin diferencia entre hombres y mujeres) creen que el asunto más importante para las mujeres debe ser el cuidado del hogar. Hay diferencias muy acusadas entre países: en Europa del Este los datos son dramáticos. En España estamos mejor, pero el porcentaje sigue siendo del 29%. Cambiar las actitudes es especialmente complicado, pero yo soy partidaria de mantener el esfuerzo en la educación, rechazando de pleno la frivolización o la equidistancia en todos los ámbitos de la sociedad.

Con una especial apelación a los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, donde todos podemos ser creadores y distribuidores de contenido, de opinión y de posicionamientos. El juicio por violación a "la Manada" ha tenido como efecto indeseable que se llegue a discutir con tremenda ligereza si la víctima pudo dar su consentimiento, mostrando hasta qué punto aún anidan prejuicios que posibilitan que se vea a las mujeres como culpables de la violencia que ellas mismas sufren. La victimización como "marco hegemónico" no solo es ineficaz, sino que perpetúa esos prejuicios inevitablemente. Por eso es hora de cambiarlo.

Beatriz Becerra Basterrechea es vicepresidenta de la Subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *