Contra los expendedores de constitucionalismo

Los aparatos de propaganda de los partidos y sus gabinetes de comunicación llevan tiempo convertidos en auténticas maquinarias de manipulación. Pero hay manipulaciones y manipulaciones. Las hay que, por su desafortunada y torpe formulación, tienen un muy escaso recorrido político, mientras que otras amenazan con convertirse, de cuajar en la opinión pública, en fuentes de confusión cuando no directamente de engaño. O, si se prefiere decirlo de otra manera, hay manipulaciones que desbordan la esfera del mero lenguaje para convertirse en flagrantes manipulaciones ideológicas.

Podría distinguirse entre dos tipos muy diferentes de consignas. Estarían, de un lado, aquellas que no aspiran a tener un gran recorrido discursivo, ni a propiciar debates políticos de calado, sino que se limitan a constituir un simple jugueteo con las palabras (“no es no”) o a presentar una formulación rotunda (“¡váyase, señor González!”), en ambos casos con idéntica aspiración, la de que el sentido del mensaje sea fácilmente recordado por los ciudadanos. Del otro lado, nos encontraríamos con consignas cargadas con una inequívoca intención manipuladora y que, a menudo, terminan por calar en la opinión pública, produciendo desastrosos efectos en la sociedad, especialmente en el capítulo de la convivencia (baste con recordar el “España nos roba” de los independentistas catalanes).

Contra los expendedores de constitucionalismoEs posible que el hecho de que ambos tipos de consignas tengan su origen en el mismo lugar, sean diseñadas por los mismos profesionales de la comunicación y posean el mismo propósito, dé lugar a que resulten indistinguibles para los políticos que las usan. Sin embargo, ello no les exime de responsabilidad por la ligereza con que las hacen suyas. Al contrario. Y algo de esto parece estar ocurriendo últimamente entre nosotros, con el protagonismo destacado de los partidos conservadores, los cuales, haciendo gala de una completa indiferencia ante los efectos que sus afirmaciones pudieran provocar, parecen empeñados en difundir mensajes francamente inquietantes, por no decir peligrosos.

No pensamos ahora, aunque el asunto también resulte preocupante, en las gruesas descalificaciones del adversario que algunos —especialmente Pablo Casado— se complacen en repetir en cuanto tienen ocasión. Importa más destacar aquellas otras que parecen basarse en supuestos sobre los que conviene llamar la atención. Tal es el caso de las particulares descalificaciones a las que es muy aficionado Albert Rivera, en las que decreta la expulsión de los socialistas del terreno del juego del constitucionalismo con el argumento de que han llegado a acuerdos con quienes quieren romper España o con quienes no aceptan el texto constitucional por considerarlo un candado (con los términos del líder de Ciudadanos, con “comunistas”, “separatistas” y “filoetarras”) o la convocatoria por Casado de una “cumbre constitucionalista” de la que expresamente excluye a los socialistas.

Dejémoslo claro antes de continuar: nadie violenta más la Constitución, nadie le hace más daño, que quien intenta utilizarla en su provecho, quien cree que se puede instrumentalizar con fines partidistas en el combate político. Porque si algo constituye la razón de ser del texto constitucional es precisamente el hecho de representar refugio y garantía de todas las opciones que la respeten y acaten, incluidas aquellas que pretendan su revisión siempre que acepten llevarla a cabo por el procedimiento previsto para ello. No son estas afirmaciones meramente retóricas, sino que dan lugar a consecuencias prácticas vinculantes, de obligado cumplimiento por así decir. Suscribir tales afirmaciones compromete a no utilizar la Constitución en la lucha diaria de la política normal ni, menos aún, como argumento electoral. Por una razón tan simple como poderosa: porque es precisamente la Constitución la que dibuja las condiciones previas, las condiciones de posibilidad, del juego político como tal.

Las consecuencias que se desprenden de incumplir esto poseen una enorme trascendencia. No es solo que los incumplimientos dañen a la Constitución: es que dañan a la democracia misma, sin que esta advertencia pueda considerarse como un alarmismo gratuito o carente de fundamento. Dahrendorf nos enseñó, hace casi 30 años, que la clave para entender y defender la democracia es responder adecuadamente a la pregunta de cómo y dónde está trazada la línea divisoria entre las reglas y principios que deben tener un alcance general y las diferencias de concepción que pueden discutirse dentro de esas reglas.

Los daños a la democracia los materializan fuerzas políticas concretas. En su celebrado libro Cómo mueren las democracias, los autores proponen, a modo de test para identificar quiénes son los que ponen en peligro el sistema democrático, formularse una serie de preguntas que, si no fuera porque sabemos que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt son estadounidenses, pensaríamos que las han planteado mirando de reojo a la derecha de nuestro país. Preguntas como, entre otras, ¿han apoyado leyes que restringen las libertades civiles o que limitan el derecho de manifestación? ¿Sugieren la necesidad de adoptar medidas como cancelar elecciones, o prohibir determinadas organizaciones políticas? ¿Pretenden usar manifestaciones masivas destinadas a forzar un cambio de Gobierno? ¿Describen a sus rivales de otros partidos como delincuentes cuyo supuesto incumplimiento de la ley los descalifica para participar de manera plena en la esfera política? ¿Describen a sus rivales como subversivos o contrarios al orden constitucional?

En el fondo, se diría que nuestras derechas están intentando, con la excusa de la Constitución, recomponer el tablero político, variar la percepción que la ciudadanía tiene de ellas sin moverse, a base de expulsar de aquel a toda la izquierda (además de al independentismo) por inconstitucional. Fantasean de esa manera que, vaciado dicho espacio, se podrán repartir entre ellas a su gusto las etiquetas clásicas de derecha, centro e izquierda. No deja de ser su particular fantasía. Una parte de esa derecha emprendió hace tiempo un largo viaje al centro del que, por lo visto, ha desfallecido, decidiendo regresar a sus orígenes. La otra parte de esa misma derecha, la que irrumpió con ínfulas presuntamente regenerativas, aquella cuyo líder no cesa de repetir una y otra vez, tan incansable como cansino, la cantinela de que “los españoles no quieren tener que escoger entre rojos y azules, entre derechas e izquierdas”, ha escogido, ella sí y de forma inequívoca, no solo alinearse con las derechas, sino hacerlo incluso con una de un azul particularmente intenso (azul mahón para ser precisos: seguro que nos entienden).

Proclamar enfáticamente que se está a favor de la Constitución no pasa de resultar una obviedad semejante a la que supone proclamar a voz en grito que se está a favor de la familia. El problema de las fuerzas políticas a las que nos hemos venido refiriendo ha sido siempre político. Albert Rivera quería en sus orígenes ser Suárez bis y ha acabado convertido en aspirante a Fraga bis para capitanear, al grito de “¡la Constitución es mía”!, una reedición de la CEDA. Pablo Casado parece tenerlo más claro: siempre quiso ser Aznar bis. Pero ambos deberían ser conscientes de que expulsar de la Constitución a la mitad de España causa heridas aun más difíciles de curar que las que venimos sufriendo.

Manuel Cruz es filósofo y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE en la XII Legislatura. José Enrique Serrano es diputado en el Congreso por el PSOE en la XII Legislatura.

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