Contra un Bundesrat español

Alemania, de lejos, es una maravilla. De cerca, la cosa cambia. En pocos meses, el fraude de Volkswagen, los activos tóxicos del Deutsche Bank o la truculenta talidomida han confirmado que tampoco hay para tanto. Con el Senado sucede algo parecido. También nos fascina y, sin embargo, de cerca, el “modelo alemán” presenta bastantes sombras. Para empezar, ni es un modelo diseñado para problemas territoriales, ni es alemán, al menos en su gestación: fue impuesto por los aliados a una Alemania derrotada tras la II Guerra Mundial con el propósito apenas disimulado de minar las instituciones (y la ciudadanía) a escala nacional.

Los entusiastas deberían reconsiderar su propuesta de que, al modo de la cámara alta alemana (que nadie llama Senado, sino Bundesrat o Consejo Federal), donde los consejeros son delegados de los Gobiernos territoriales, nuestros senadores sean elegidos por los Gobiernos autonómicos en lugar de por los ciudadanos. Si lo que se busca es la capacidad de gobierno y la participación, resulta improbable que un Bundesrat español mejore las cosas respecto a la situación actual. Antes al contrario, hay razones para pensar que agravaría problemas que ya padecemos, como la ineficacia, la desintegración política y el choque institucional.

Contra un Bundesrat españolEmpotrar Gobiernos pensados para las autonomías en la gobernación nacional no mejora la representación de los ciudadanos por territorios, objetivo de los modelos federales, o la cooperación entre administraciones, realizable mediante Comisiones Sectoriales y una Conferencia de Presidentes como en Canadá. En un país con siglos de integración económica, cultural y política como España carece de sentido equiparar el gobierno de todos a una agregación de parcelas. Al menos, si nos interesan la genuina participación, la eficacia de la gestión y la legitimación de las decisiones.

En realidad, el sistema alemán está lejos de corresponderse con el federalismo prototípico, si hay tal cosa. En la inmensa mayoría de federaciones la gobernación común no compete a los territorios: en Argentina, Brasil, EE UU, Italia, México, Nigeria, Reino Unido y Suiza los ciudadanos escogen directamente a sus senadores; en Austria, Bélgica, India y Rusia, los parlamentos —no los Gobiernos— territoriales. No resulta casual que, salvo Argentina, todos estos países hayan sufrido o sufran movimientos disgregadores. Resulta impensable que, con esa experiencia, pudieran interesarse por una cámara alta estilo Bundesrat tan propicia a que, en la gobernación general, se introduzca de manera directa la poderosa maquinaria de unos Gobiernos territoriales que, si son desleales (como sucede con frecuencia en Canadá y España, y sucedió en Brasil, EE UU, India, México y Rusia), provoca tensiones, entorpece las respuestas a los problemas, dificulta la convivencia y, a la postre, socava la legitimación del sistema (véase Bélgica). Cuando esta cámara representa a las administraciones territoriales, caso (único) alemán, el resultado previsible es la paralización (bloqueos, veto players) de las respuestas a los retos comunes por parte de un Gobierno que ya ha cedido muchas competencias, y una profunda erosión de la soberanía que resta protagonismo a la ciudadanía para otorgárselo a unos Gobiernos autonómicos que ven ampliado su importante poder con una participación en el gobierno general.

Quizá convendría dirigir la mirada hacia la teoría federal estadounidense. Aunque es poco conocido, EE UU sufrió durante más de un siglo una estructura similar a la alemana actual y dispone de experiencia acumulada: 200 años de problemas federales, incluida una cruenta Guerra de Secesión, e importantes retos, enfrentados apenas hace un siglo, como el obstruccionismo de intereses locales y diversos déficits democráticos. Los parlamentos territoriales designaban a unos senadores que representaban menos a los ciudadanos que a esos “seres artificiales” e “imaginarios llamados Estados”, por citar a dos padres de su Constitución. Obstruccionistas de las instituciones nacionales oficiaban como verdaderas oligarquías locales. En respuesta, en 1913, tras un siglo de dificultades y frustradas tentativas de reforma, que ni la Guerra de Utah ni la de Secesión resolvieron, la 17ª Enmienda Constitucional adoptó la elección directa por la ciudadanía.

No cabe descartar que, terminada la Guerra, los EE UU, al tutelar la constitución de la Alemania derrotada, recordaran con la peor intención sus aciagas experiencias, para socavar el Gobierno nacional y su conexión directa con un pueblo con, digamos, exceso de lealtad nacional. En el Bundesrat resultante los Länder gobiernan sus territorios y, también, participan en la gobernación del conjunto, anteponiendo a menudo su interés local al general. Tampoco parece casual que los delegados que escribieron la Ley Fundamental de Bonn no fueran designados por elección popular directa sino por los parlamentos territoriales. Todo ello bajo supervisión de las potencias ocupantes.

En las antípodas, el Senado yankee refuerza la gobernación federal, sin interferencias corporativistas de administraciones territoriales. La alternativa canuck (canadiense) es más drástica: la elección de senadores casi vitalicios compete al primer ministro nacional. En la lógica de la división federal de poderes, ambas federaciones entienden que si los territorios ya gozan de amplio autogobierno (self-rule) con competencias exclusivas, el Gobierno “compartido” (shared rule) debe corresponder al sujeto de la soberanía nacional (pueblo español, en nuestro caso), especialmente en materias reservadas a las instituciones comunes, cuya gobernación se vincula directamente con los ciudadanos. Así, junto a una mayor eficacia de las instituciones federales, se garantiza una implicación directa, sin intermediarios, de los ciudadanos en el gobierno del conjunto y, por ende, una mayor legitimación. Algo nada irrelevante en un país con oligarquías locales que han convertido la amenaza de disgregación en un procedimiento de extracción de rentas y crecientes privilegios.

Un diseño institucional de esa naturaleza induciría en los senadores una disposición a cohonestar los intereses de sus electores territoriales con el bien común. Como representantes directos de la ciudadanía raramente operarían como brokers de instituciones intermedias, con sus consiguientes sesgos corporativistas (bien conocidos en nuestras comunidades autónomas), sometidos a la permanente tentación de rentabilizar ambiciones disgregadoras. Además, ambos vectores de integración política para el conjunto —vinculación electoral directa y legitimación— aumentan la eficacia de las instituciones nacionales en su acción interna y en la internacional.

España que, en contra del tópico, no es un país singularmente heterogéneo, ha visto como instituciones en principio diseñadas para resolver problemas han servido para recrearlos al servicio de élites locales. Una enseñanza a recordar, si llega la hora de reformarlas. La experiencia ajena ayuda. Pero hay que saber dónde fijarse.

Enric Martínez-Herrera es profesor acreditado por la ANECA y Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.


Les contesta José Antonio Montilla: Un Senado territorial.

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