Contra viento y marea

Esta no es una profesión fácil. No solo vivimos en los tiempos en los que el periodismo compite contra todas las formas de entretenimiento posibles, desde la televisión a las redes sociales, pasando por los dispositivos móviles. No solo hay que sobrevivir en un entorno de crisis económica y de crisis sistémica de la información, que está tan disponible y accesible que casi damos –erróneamente– por sentado que debe ser gratis.

No solo luchamos contra la inexorable decadencia del papel y el dudoso futuro de los modelos digitales, los bloqueadores de publicidad y la decreciente capacidad de atención de los consumidores, cada vez menos dispuestos y menos capaces de dedicar tiempo a informarse y a reflexionar sobre lo leído.

No solo peleamos contra la insoportable levedad epidérmica de las nuevas tecnologías, que requieren que se resuma en un titular, en pocos segundos, en una imagen algo que requiere profundidad, análisis, conocimiento y pausa.

No solo peleamos contra la creciente infantilización de la sociedad, que pide argumentos mascados, papilla y potitos cuando necesita alimentos sólidos.

Contra viento y mareaNo solo peleamos contra la epidermis fina del público, contra lo políticamente correcto –a veces reñido con la verdad, que no entiende de modas–, contra las generalizaciones y los tópicos.

No solo peleamos contra la inmediatez –estúpida palabra donde las haya–, sin cuestionar ni una sola vez lo irrelevante –a veces inicuo, a veces antónimo– del dato rápido frente al dato preciso, aunque llegue unas horas más tarde.

No solo peleamos contra la conclusión instantánea, la toma de postura irreflexiva, el apriorismo y la suspicacia que, unida a la inmediatez, convierte por ley natural no escrita a cada ciudadano en un tertuliano a tener una postura moral sobre absolutamente todo antes de haber concluido la lectura del titular de la noticia.

No solo luchamos contra nuestros propios jefes, que nos exigen clicks, respuestas, comentarios, tan fútiles como etéreos y poco monetizables.

No solo luchamos contra la banalidad –no del mal–, que diría Hannah Arendt, sino de todo lo que vale algo, significa algo o tiene una mínima utilidad.

No solo solo peleamos contra la lenta agonía de los valores y las ideas, diluidos en la sucia sopa comunal de la ortodoxia, oscurecidos la falacia acrítica de la autocomplacencia, ahogados por el mugido del rebaño que fuerza tanto más los pulmones cuanto más cree estar en el bando de los buenos, como si tal hubiese existido jamás.

No solo peleamos contra nuestras propias urgencias, contra la incertidumbre, contra la hora de cierre, contra el gobierno, que nunca es amigo por mucho que crean aquellos a los que no le gusta una cabecera –esta, u otra–.

No solo luchamos contra la etiqueta fácil, la necedad que señala al dedo mientras el sabio señala la luna, y el y tú más.

No solo peleamos contra el periodismo ciudadano –¿y por qué no cirujanos ciudadanos, diseñadores de cohetes ciudadanos, pilotos de avión ciudadanos, arquitectos ciudadanos?– que convierte a cualquier munícipe con un móvil en el nuevo Bob Woodward, tenga o no idea de ortografía, gramática, legislación vigente, responsabilidad civil subsidiaria o la proverbial O con un canuto.

No solo peleamos contra los que pretenden unificar bajo una sola mano los medios, imperfectos como son, aludiendo a la responsabilidad del pueblo, estafando a un pueblo que ignora las sagradas enseñanzas de la dialéctica de la historia, que no tiene dudas sobre en qué totalitarias circunstancias se han llevado a cabo tales experimentos.

No solo peleamos contra nuestra hemeroteca, tan llena de aciertos como de fracasos –y mucho más cuando una cabecera tiene 113 años de historia–.

No solo peleamos contra el espacio limitado, el lenguaje que se interpone en la comunicación, nuestras propias limitaciones como escritores, contra el dolor de cabeza y el compañero –de otra sección, de otro medio– que desea fervientemente que fracasemos.

No solo peleamos contra la imposible objetividad, esquiva y huidiza, siempre a dos jornadas de viaje por delante de nosotros, en la línea del horizonte de nuestro viaje.

No solo peleamos contra nosotros mismos, que somos falibles, prejuiciosos, egocéntricos, humanos en definitiva.

Todo eso son piedras en el camino, accidentes geográficos, acantilados que salvar y rápidos que navegar en el día a día. Pero no son el objetivo del viaje, ni el auténtico rival de un diario y de un periodista.

No, nuestro auténtico enemigo, el enemigo de todos, en realidad, sigue siendo el mismo, por mucho que todo anterior nos haga olvidarlo, que nos enseñó nuestro profesor el primer día de clase en la facultad. Todo aquel que no quiere que se publique una noticia, puesto que noticia es todo aquello que alguien no quiere que se publique.

Usted, el que lee estas líneas, necesita que al otro lado de este papel, de esta pantalla, aporreando este teclado, haya una buena persona. Lo decía Ryszard Kapuscinski, y lo reitera cada día un titular que, en algún lugar del mundo, enfurece a alguien. Noticia es lo que alguien no quiere que se lea, el resto son relaciones públicas. Y mientras haya una sola persona al otro lado, nosotros estaremos aquí para poner en negro sobre blanco, con nuestra mejor intención, lo que creemos justo. Mientras seamos buenas personas, este viaje llegará a buen puerto.

Contra viento y marea.

Juan Gómez-Jurado, escritor y periodista.

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