¿Contra Vox o contra el PSOE?

El desenlace de la formación de Gobierno en Andalucía nos ha deparado una paradoja muy ilustrativa del nuevo terreno político abierto desde el 2 de diciembre: tras meses de polarización donde PP y Ciudadanos han competido por representar posiciones duras ante la cuestión catalana, las negociaciones para alcanzar un acuerdo sobre la presidencia andaluza les han obligado a defender un programa moderado que neutralizara la imagen ultra del partido que mejor ha capitalizado esa polarización, Vox.

De momento, el resultado ha sido indiscutible: alternancia en el mayor feudo regional socialista, habiendo aceptado Vox unas rebajas propias del tiempo, con un programa de medidas vagas y retóricas.

En el reverso, se atisba una legislatura como tantas otras que venimos viendo en los últimos tiempos: parca en medidas legislativas y reformas sustantivas, con presupuestos inciertos, y una estabilidad precaria sometida a las necesidades tácticas del actor más radical del Parlamento, con todos los incentivos para que la impotencia del Gobierno se canalice en un énfasis desmedido sobre controversias relacionadas con la identidad. Quizá suene a sarcasmo insinuar que las elecciones andaluzas nos han dejado un escenario de gobernabilidad parlamentaria muy a la catalana.

Con todo, la lección más útil de la política andaluza apunta al dilema suscitado en el centro-derecha español. PP y Ciudadanos han podido comprobar que la polarización en torno a Cataluña y el eje nacional puede ser una táctica eficaz para debilitar al Gobierno de Sánchez y causar perplejidad entre los barones socialistas, pero algunos de sus efectos no son solo difíciles de gestionar después, sino que pueden resultar altamente tóxicos en términos de centralidad política y estabilidad institucional. Esa es la fórmula espacial que estas últimas semanas se ha manifestado en la competición partidista española: cuanto más quieran alejarse PP y Ciudadanos del PSOE, más acabarán acercándose a Vox. Y a la inversa: contener los excesos de la nueva derecha radical les abrirá espacios de distensión con el Gobierno de Sánchez. Cuando PP y Ciudadanos han escuchado las propuestas más genuinas de Vox, quizá hayan constatado que la línea que les separa de su nuevo socio parlamentario es más gruesa que la que en realidad les distingue del PSOE y otros partidos: ciertamente el programa más duro y distintivo de Vox ya lo defendían algunos grupos dentro del PP, e incluso Ciudadanos, pero ninguno de sus dirigentes se ha atrevido a adoptarlo en serio hasta el momento.

Para entender mejor este dilema puede ser útil recurrir a una distinción simplista entre adversarios y competidores. Estos últimos meses PP y Ciudadanos han tratado a Sánchez como un adversario antisistema, mientras competían por un discurso político que ha acabado acaparado por Vox. Pero quizá estos últimos días han evidenciado que el adversario real del proyecto reivindicado tanto por Ciudadanos como por el PP (al menos, el PP de los últimos 30 años) es Vox, y que con quien compiten electoralmente es, en realidad, con el programa orientado al centro e impulsado por el Gobierno socialista. Tres datos de opinión extraídos del último barómetro del CIS sugieren indicios en ese sentido.

Uno: tras arrebatárselo progresivamente al PP, Ciudadanos comienza a perder protagonismo en el centro, allí donde se sitúa un mayor número de electores españoles, en beneficio del PSOE, que desde que recuperó el gobierno ha reducido 2,5 puntos mensuales de promedio la distancia en intención de voto con los naranjas en la posición 5 del eje izquierda-derecha (15 puntos menos les separan desde la moción de censura).

Dos: la principal bolsa de volatilidad potencial en la derecha no la genera Vox —todavía— sino la fricción entre PP y Ciudadanos. El 41% de los votantes de 2016 del PP podrían llegar a votar a Ciudadanos si las circunstancias lo facilitasen (por solo un 6,4% que lo haría por Vox). Pero si tenemos en cuenta solo aquellos que seguían declarando su intención de votar al PP en el barómetro del CIS de noviembre, el desvío potencial de voto hacia Ciudadanos se elevaba hasta el 57,7%, mayoritariamente votantes de centro-derecha.

Tres: los electores de estos espacios moderados en disputa están especialmente preocupados por la calidad del juego político (considerando los partidos y los políticos como el principal problema). Además, esa desafección en electores de centro está menos alimentada por la corrupción, como parece suceder más bien en la izquierda, sugiriendo quizá que su origen proviene de la insatisfacción por el ruido y la incapacidad de sus representantes para alcanzar consensos en los temas fundamentales, como el territorial.

Estos datos no proporcionan una conclusión obvia, pero sí suscitan enormes dudas sobre la rentabilidad real de mantener una estrategia de tensión antagónica contra el Gobierno de Sánchez. Cui prodest? Quizá si la crisis catalana se sigue tratando como un eje de competencia partidista y no como un asunto de Estado, puede que los partidos que aspiran a competir por el centro-derecha continúen alimentando las posiciones más excéntricas del electorado. Está claro que mantener una retórica de intransigencia al incierto plan de apaciguamiento de Sánchez en Cataluña es muy goloso, incluso para el propio ejecutivo socialista, al que no deja de favorecerle la polarización de la derecha por la consecuente llamada al voto útil de la izquierda. No obstante, las inercias de fondo de la opinión pública no apoyan todavía la hipótesis de una lepenización de la izquierda que haga realidad el milagro de una mayoría absoluta de la derecha erigida sobre su fragmentación.

Es cierto que la actual dirección del PP considera a Vox como una escisión radical que hay que recuperar, aunque, puestos en esa perspectiva, mucho mayor ha sido la ruptura en su espacio moderado provocada por Ciudadanos. En realidad, el PP se enfrenta al mismo dilema estratégico que sufrió el PSOE en 2015: ¿competir por la derecha para luego centrarse, o disputar el centro y esperar que los apoyos más extremos regresen, no por convicción sino por utilidad? Sánchez intentó fugazmente lo primero en su primera etapa, pero acabó recuperando la presidencia, y espera mantenerla, gracias a lo segundo. Es un dilema que se resuelve menos por mutaciones ideológicas que por cómo los líderes escogen sus palabras, sus gestos, sus referentes y sus temas estrellas en la conversación con el electorado. Y en ese aspecto, la dirección de Casado emite preferencias distintas a las elites regionales del partido que siguen gobernando autonomías. Cómo se resuelva esa disonancia determinará el futuro del partido, y de la propia gobernabilidad del país en los próximos años.

Por eso, quizá el debate que viene no es tanto si conviene practicar un cordón sanitario contra los extremos, cuyo resultado en otros países no ha sido muy elocuente, sino más bien qué precio estamos dispuestos a pagar por mantener este nivel de polarización entre los principales partidos del sistema. Seguir ensanchando la fosa entre la nueva coalición gobernante en Andalucía y la minoría política que sostiene la Moncloa es un riesgo sistémico mayor que las expectativas espumosas de algunos sondeos: no sea que seguir azuzando el 155 para tratar de acomplejar al electorado socialista, en vez de desalojar a Sánchez, esté segando la hierba bajo los pies de la derecha moderada y, de paso, se lleve por delante los delicados consensos políticos que esta contribuyó a forjar.

Joan Rodriguez Teruel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública, para EL PAÍS.

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