Contratos que no pueden cumplirse

El drama de las ejecuciones hipotecarias, que se han cobrado ya varias vidas y amenazan el bienestar y el futuro de 350.000 familias españolas, tiene que terminar.

Las disposiciones de la ley hipotecaria y de la ley de enjuiciamiento civil que regulan los préstamos hipotecarios y su ejecución en caso de impago son normas especiales, pero no tanto como para que no deban ser interpretadas, como todas las demás, a la luz de la realidad social del tiempo en que deben ser aplicadas.

Mientras el Gobierno y los grupos parlamentarios deshojan la margarita de las reformas legislativas, invito a los jueces a reconsiderar la interpretación de las normas vigentes a la luz de algunos postulados básicos del ordenamiento jurídico.

Un principio fundamental de nuestro sistema legal, social y económico, recogido en el Código Civil, establece que el deudor responde de sus deudas con todo sus bienes presentes y futuros. También es esencial el que dispone que los contratos tienen fuerza de ley entre las partes y deben cumplirse en sus propios términos.

Pero no son menos importantes, y están igualmente recogidos en nuestro Código Civil, los que establecen que en el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones, las partes deben conducirse de buena fe; así como la disposición que asegura que la ley no ampara el abuso de derecho ni el ejercicio antisocial del mismo.

Las familias españolas no son responsables de la crisis financiera mundial. Tampoco son culpables de la crisis que se ha desencadenado en España como consecuencia de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Han perdido en seis años una quinta parte del valor de su patrimonio y han retrocedido treinta años de bienestar social, pero la culpa no es suya, sino de la especulación incontrolada de banqueros y constructores, que los Gobiernos de PP y PSOE propiciaron y fomentaron, permitiendo que las viviendas de las familias pasaran, en esos años felices de vino y rosas, de ser un bien de primera necesidad legalmente protegido y de reconocida utilidad social, a convertirse en un producto comercial sometido a los vaivenes del mercado libre en manos de promotores inmobiliarios sin escrúpulos, para ser finalmente transformadas en un producto financiero con el que se podía especular alegremente en la bolsa como si se tratara de fichas de juego sobre el tablero de un casino. Ahora son activos tóxicos de los que hay que deshacerse.

Hace dos milenios que el derecho romano reconoció un principio general de la contratación, en cuya virtud se limitan las responsabilidades de los contratantes cuando graves circunstancias sobrevenidas e imprevisibles alteran sustancialmente el equilibrio entre ellos, haciendo que las obligaciones de alguno resulten inopinadamente, sin culpa ni dolo de su parte, insoportablemente onerosas. Se entiende –y así lo ha entendido también nuestro Tribunal Supremo en situaciones de crisis equivalentes a la actual—que los contratantes dan siempre su consentimiento rebus sic stantibus, es decir, mientras las cosas permanezcan así, de modo tal que, si las condiciones en las que se contrató cambian dramáticamente, el deudor deja de estar obligado en los términos originales porque se estima que el consentimiento que prestó entonces ha perdido vigencia después. A falta de negociación y acuerdo renovado entre las partes, el juez no puede imponer al deudor consecuencias que este nunca hubiera aceptado de haber podido representarse de antemano la situación posterior, porque tales consecuencias, inicialmente lícitas, han devenido injustas.

Los bancos españoles están ejerciendo su derecho contra las familias deudoras de manera abusiva y antisocial, manifiestamente contraria a las reglas de la buena fe. Acuden a los juzgados y solicitan que se ejecuten los préstamos hipotecarios, haciendo completa abstracción del hecho de que los deudores no pueden cumplir porque el contrato ha quedado distorsionado por un cambio radical de las condiciones de los mercados que los propios bancos propiciaron, en buena medida, aprovechándose durante años de una inflación inmobiliaria desmedida para obtener una revalorización artificial de sus activos. Son los bancos quienes sobreestimaron la solvencia de los deudores, quienes tasaron temerariamente al alza las viviendas, quienes determinaron las cuotas y los intereses, los vencimientos y todo lo demás. Ellos calcularon que los deudores podrían pagar, y se equivocaron.

En estas condiciones, los contratos se han tornado profundamente desequilibrados e injustos y no pueden cumplirse tal como fueron pactados. Los jueces no pueden hacer recaer sobre los deudores todas las consecuencias de la crisis y la especulación de las que no son culpables. Nuestro ordenamiento jurídico, simplemente, no ampara que, proviniendo todos los errores que han distorsionado el contrato de una de las partes, las consecuencias las deba pagar la otra parte. La Ley Orgánica del Poder Judicial ordena taxativamente qué debe hacerse con las acciones ejercidas de mala fe: los jueces deben rechazarlas fundadamente.

El legislador debe determinar, arbitrando procedimientos de quita y espera adaptados a esta nueva realidad, la manera de regular la insolvencia de las unidades familiares. Mientras, a falta de acuerdo entre las partes, los jueces no pueden limitarse a observar y laissez faire: deben imponer una moratoria, aquí y ahora, porque las condiciones en que se pactaron los préstamos de las viviendas de las familias en la última década y media volaron por los aires al estallar la burbuja inmobiliaria y no van a volver; y ejecutar las hipotecas con arreglo a las condiciones originales impuestas en contratos de adhesión por una sola de las partes, en circunstancias muy diferentes, y sobre estimaciones unilaterales completamente equivocadas, resulta inmoral e insoportablemente injusto. Los jueces no deben olvidar cuál es su función primigenia en un Estado de derecho: brindar tutela judicial efectiva.

La pregunta se la hacía hace veinte siglos Cicerón en términos retóricos que hoy evocan trágicamente nuestros desahucios: ¿tengo que devolver la espada al amigo que me la prestó si después ha enloquecido y amenaza con matarme? La respuesta, entonces y ahora, es obvia: no.

Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo.

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