Control a la autoridad

Hay momentos de la Historia en los que las personas toman consciencia de vivir un tiempo diferente y para subrayar el hecho aplican vocablos que lo singularizan; los criterios utilizados han sido muy distintos, en el Renacimiento bautizaron como «antigua» a su arquitectura por estar inspirada en Roma y Grecia, mientras denominaban «nuevo» al arte gótico, en cambio los revolucionarios de 1879 bautizaron de «antiguo» al régimen que regía en aquel momento para tacharlo de anquilosado, fuera de la realidad, es decir ilegítimo. Esta última idea ha hecho fortuna gracias a la repetición continuada dando la razón al ilustre pensador Goebbels: si una mentira se repite mil veces, acaba por convertirse en verdad y hoy impera el sentimiento de que lo viejo debe menospreciarse frente a lo nuevo.

El Antiguo Régimen estaba asentado en la filosofía cristiana y bebía en sus fuentes, es decir entendía que existe la verdad absoluta y por tanto el Estado tenía la obligación de defender los principios dimanantes de ese supuesto ya que marcan la felicidad del género humano. Este concepto era compartido por gobernantes y gobernados y buena prueba de esa mentalidad es la constante invocación a Dios en la Constitución de los EE.UU. que es anterior a la Revolución francesa y no está tan influenciada por ella.

El control básico era la doctrina religiosa que todos conocían y aceptaban, al menos en su definición elemental del Derecho Natural, y la sociedad, acatando fielmente la doctrina del pecado original, se olvidó de utopías e idealismos ayunos de realidad y montó instituciones que pusieran coto a las debilidades de los hombres. La humanidad podía ser mala, los hombres podían ser corruptos y había que ser consciente de ello y poner remedio.

En España se instituyeron los juicios de residencia: constituían un instrumento jurídico por el que se investigaba a las personas durante el tiempo en que habían ejercido un cargo, se incoaban antes de abandonarlo y tenían lugar precisamente allí donde se había actuado. Salía a relucir todo acto, escrito o disposición tomada durante el mandato y los testigos eran las personas que habían sido dañadas o beneficiadas justa o injustamente. Resultaron ser un control eficacísimo a las autoridades y un excelente medio para limitar la corrupción y los abusos porque partía del convencimiento de que, si hay ocasión, el hombre viciado por el pecado original podía no resistir a la tentación y con el mismo convencimiento sobre la eficacia penal del temor al castigo.

Los archivos españoles conservan los juicios de residencia a corregidores y otros cargos, pero también a los virreyes en Indias, Nápoles o Aragón.

Ahora no hay juicios de residencia y quien ha ostentado autoridad en vez de rendir cuentas por sus actos suele verse gratificado con empleos a cuenta de la Unión Europea, el Ministerio de Asuntos Exteriores o alguna sociedad anónima de campanillas y, lo que es más triste, la sociedad lo admite.

¿A nadie se le ocurre pedir responsabilidades porque hay que derruir el puente de la calle Joaquín Costa cuando en esta misma España los camiones continúan circulando por el romano de Alcántara y sigue enhiesto el acueducto de Segovia que llevan a cuestas cerca de dos mil años?

Tampoco se abre expediente a que el nombramiento «provisional» de Rosa Mateo al frente de la televisión estatal no tenga fecha de caducidad, ni que Fernando Simón, director de Alertas Sanitarias, mantenga su puesto tras haber negado toda epidemia en el mes de marzo, ser incapaz de contabilizar los fallecimientos ocurridos por la peste y que su comité de expertos se redujera a sí mismo.

¿Cómo no se exige al Gobierno que, ante el desastre económico producido en parte por la pandemia y en parte por su pésima gestión, predique con el ejemplo y disminuya el gasto del Estado reduciendo el número de ministerios y el de asesores de todas clases?

El Estado tiene pocos mecanismos de control y quienes deben activarlos dependen del favor del Gobierno y tampoco puede exigirse a los que, con desvelos y esfuerzos, obtienen una oposición con el fin de ganarse la vida, comprometan a su familia con la palma del martirio.

Son necesarios controles institucionales y el primero y principal es que el Poder Judicial sea realmente independiente. Por eso urge que pueda desarrollarse sin que sus órganos de dirección estén designados por los partidos políticos ni que su presupuesto lo fije el Gobierno de turno, es decir que el Legislativo confundido con el Ejecutivo maneje al Judicial, porque cuando las tres funciones de la autoridad se concentran en una sola mano, la situación resultante toma el nombre de tiranía y poco importa el procedimiento por el que se haya accedido al poder, sea el voto en unas elecciones o producto de un golpe de Estado.

El Marqués de Laserna es Correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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