Conversación con los difuntos

La misión de los libros sobre literatura consiste en explicar, ponderar y ayudar a penetrar en otros libros. Sin embargo, el prurito cientificista ha hecho que abunden cada vez más títulos que, pertenecientes a ese género, terminan mirándose el ombligo, como si las obras de que se ocupan fueran una excusa para mostrar la bondad del método. Ejemplos de ese nocivo amor propio, rigurosamente onanista, los hay de cualquier escuela: estructuralistas, defensores del “texto en sí”, deconstruccionistas, valedores de la semiosis infinita o, tanto monta, de la inexistencia de significado: en todas partes (y en todas las artes) cuecen habas.

El esoterismo terminológico prolifera como la mala hierba, aunque a veces solo sea cáscara de un fruto vano. Las gozosas incursiones en la literatura, donde el autor, por lo general un profesor o teórico literario, se dirigía al lector común y no a sus pares, han ido disminuyendo según aumentaban los productos de la erudición de acarreo, la bisutería pedagógica y la prosa mazorral.

Así las cosas, los nuevos humanistas llevan las de perder. Y eso que ya no han de descubrir los textos que explican, como los pioneros de seis siglos atrás, que perseguían manuscritos por abadías de media Europa sorteando la ferocidad de los salteadores, los fríos invernales o los miasmas de la peste. En El giro, sobre el redescubrimiento por Poggio Bracciolini del libro de Lucrecio De rerum natura en 1417, Stephen Greenblatt presenta a los monjes copistas como una panda de ignorantes que custodian un tesoro que no sabían que lo fuera, más reticentes a que se difundieran esos libros que temerosos de que desaparecieran para siempre. Discutible modo de echarle sal al relato, pues los benedictinos no eran como los indios americanos, poseedores de un oro que no valoraban, ni tampoco aquellos humanistas eran conquistadores brutales, maestros de la rapiña bibliográfica cuyo singular arte de cetrería habría inaugurado casi un siglo atrás Petrarca cuando halló en la catedral de Lieja un manuscrito del Pro Archia de Cicerón.

Al humanismo viejo y nuevo ha venido a rendir pleitesía Clásicos vividos (Acantilado, 2013), un librito de ni siquiera 100 páginas, ninguna estéril. Su autor, José María Micó, es un poeta que no luce resentimiento ni afectación, catedrático universitario de literatura, traductor ciclópeo y sabio intérprete de los textos. Sus clásicos son vividos, no predicados. No hay en esas páginas apostolado pedagógico ni exigencia de emoción estética. En este y otros puntos, Micó sigue a Horacio cuando se burla del actor que solicita al espectador una emoción que él no siente: “Si quieres que yo llore, primero te tiene que doler a ti”. Horacio no nació a tiempo de leer La paradoja del comediante, de Diderot, que propugna no un actor embargado por el sentimiento, sino un actor que no sienta (mantenga la frialdad) precisamente para hacer sentir a otros.

Micó lleva el arte hasta el último rincón de la vida. En los pliegos, tarjetones y plaquettes que confecciona artesanalmente con poemas de ocasión, partituras con sus letras de tango o adelantos de traducciones, firma con JMMJ (José María Micó Juan): un homenaje encubierto a otro capicúa, JRJ (Juan Ramón Jiménez), de quien es digno sucesor en sus caprichos de imprenta. Y eso que “el poeta Jiménez”, como lo llamaba sin pretensión de hacer sangre Alfonso Reyes, no es su poeta. Entre lo liviano y lo grave, Micó comienza este librito con otro homenaje por lo bajinis, un guiño... ¿habré de decir “dantesco” sin tratarse de hecatombes?, pues arranca a componerlo no “en medio del camino de la vida”, como Dante, sino al pisar la raya del medio siglo, que ya son años.

El tema de los clásicos vividos nos aproxima a la tradición de los muertos vivos, autores de la antigüedad con cuya desaparición se fue despoblando el mundo. En esta tradición destaca un soneto de Quevedo sobre la imprenta y los libros, gracias a los cuales, confiesa, “vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Tres siglos y medio después, Valente puso en versos magníficos una carta de Maquiavelo a Francesco Vettori, de diciembre de 1513, donde el autor de El príncipe, caído en desgracia con la llegada de los Médici a Florencia y confinado en un villorrio cercano, relata la sordidez de sus días, entre trifulcas con leñadores, peleas de taberna, naipes, vocinglería, mugre. Pero al caer la tarde, se despoja de los vestidos embarrados y los sustituye por un traje adecuado a sus eximios interlocutores: los muertos con los que se solazará durante unas horas de lectura, durante las cuales “ni la pobreza temo ni padezco la muerte”.

Sin dejar de ser conversación con los difuntos, el libro es ante todo una lección de vida por parte de quien les ha dedicado la suya: desde Petrarca a Eugenio Montale, pasando por Ausiàs, Ariosto, Góngora, Rubén..., y por supuesto Cervantes. De Petrarca subraya su condición de exiliado de sí mismo (Sum peregrinus ubique, “En todas partes soy un peregrino”), porque su paraíso era el retrospectivo de la antigüedad, que, a despecho del Renacimiento, se fue para no volver nunca. En Ausiàs, acaso el mejor poeta europeo en el siglo de Villon o de Manrique, destaca la experiencia literaria del yo (“Jo sóc aquest que em dic Ausiàs March”), como si fijara pautas existenciales a José Hierro (“Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”), Blas de Otero (“¿Dónde está Blas de Otero? Está dentro del tiempo, con los ojos abiertos”) o Ángel González (“Para que yo me llame Ángel González...”). Cada uno a su modo, todos identifican la poesía con aquella esquina de la literatura donde el sujeto dice yo.

Aunque La Mancha es la síntesis de todas las idealizaciones de un lugar (desde fuera se percibe como una especie de Gaula, Comala o Macondo), Micó se centra en los cinco capítulos barceloneses del Quijote, donde cuaja la melancolía del caballero antes de caer derrotado en la playa, actual barrio de la Barceloneta. Góngora, por su parte, le sirve de ocasión para mariposear de Homero a Byron, de Catulo a Ana María Fagundo o José Ángel Cilleruelo, a propósito de las bestezuelas, hoy diríamos mascotas, a las que cantan conmovidos los poetas, a menudo con motivo de su muerte.

Cierra este volumen un relato de formación; más exactamente, del nacimiento de una vocación. Tan barcelonés como florentino, José María Micó es también, por razón de los ancestros, de Jalance, un pueblo del valle de Ayora-Cofrentes donde tampoco había nacido el exiliado y profesor de literatura en universidades norteamericanas Vicente Llorens. En Jalance pasó Micó los primeros veranos de su vida y Llorens los últimos de la suya. Proyectando este su ejemplo sobre el muchacho que buscaba un norte, el capítulo acaba mostrando, probablemente al margen de las intenciones del autor, que los maestros crean discípulos como Pigmalión solo cuando los discípulos crean maestros. Sucede igual con los textos clásicos, cuyas minas nos ofrecen todo lo que un lector pueda extraer (dicho con Schopenhauer, la profundidad del mar no rebasa la de la longitud de la sonda). Al cabo, el retrato que Micó hace de Llorens lo leemos nosotros como un confiable autorretrato.

Frente a los dómines que nos zarandean para que nos estremezcamos ante la belleza, esta incitación a la literatura carece de énfasis, como es propio de alguien lleno de convicción, pero sin voluntad de convencimiento. Equidistante de los profetas del distanciamiento (Diderot, Brecht), que refrenan la emoción para favorecer la capacidad crítica, y de los de la conmoción verista (Stanislavski), que nos obligan a vivir el arte, Micó camina más bien a la zaga de Horacio, “cerdo de la piara de Epicuro”, como dice el venusino de sí mismo para desactivar a sus impugnadores, adelantándose a ellos, y rebatir, desde su propuesta de felicidad moderada, el sufrimiento y la abnegación del estoicismo, tan prestigioso. El que a buen árbol se arrima... Yo no obligaría, en fin, a leer este libro a los filólogos en cierne que aún pueblan, altos de miras o quizá solo inconscientes, nuestras Facultades de Letras, pero sí le abriría un hueco para que pudiera llegarles algo de su luz.

Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su último libro publicado es Poesía: textos y contextos (Aguaclara).

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