Conversación contra Primo Levi

Por José Antonio Zarazalejos. Director de ABC (29/01/06):

HUBO un tiempo en que, al concluir la obra, caía el telón y en sincronía con el descenso del cortinaje el público irrumpía en aplausos más o menos enfervorizados. Ahora, por lo general, cuando termina la función teatral las luces del escenario se apagan y, a veces, suena una musiquilla que se comporta a modo de epílogo. Median así unos segundos -apenas un par- en los que el espectador tiene un tiempo para pensarse si aplaude la representación -en general siempre lo hace- y, especialmente, para calcular el énfasis con el que debe hacerlo. Por mi afición al género y mi muy acendrada convicción de que el teatro es un trasunto de la vida, lo sea con piezas imperecederas que transitan por las décadas con una hermosura juvenil o con otras más contingentes pero aleccionadoras, siempre he aplaudido al concluir la obra, incluso cuando ésta, por libreto o por interpretación, resultase frustrada en su propósito. El esfuerzo del actor sobre las tablas y su entrega cuando el patio de butacas padece de espacios con alopecia de público, me conmueven tanto que regatear la gratificación me resulta demasiado mezquino aunque lo que allí se haya escenificado no pase de constituir un bodrio. Esta solidaridad del público de teatro con el género -a diferencia de lo que ocurre con los melómanos o los taurinos- no se debe a otra cosa que a una permanente sensación agónica sobre el mismo género teatral que con tanta inmisericordia es tratado pese a sus muchos méritos y esfuerzos.

Valga el exordio para relatar la desagradable experiencia que viví hace un par de semanas al concluir la representación de Conversación con Primo Levi. Durante ese tiempo muerto que media entre el final de la función y la reacción del público, por primera vez me pensé seriamente si podía moralmente aplaudir el espectáculo que acababa de contemplar. Decidí -todo a una velocidad mental vertiginosa- que la excelente interpretación de Manuel Galiana -un Primo Levi atormentado por la memoria de sus penalidades en Auschwitz- merecía ser recompensada a pesar de la tropelía que, en términos éticos y cívicos, acaba de perpetrarse en el escenario. Mercedes Lazcano ha versionado y dirigido una conversación teatralizada entre el químico y escritor judío turinés Primo Levi (1919-1987) y Ferdinando Camon, novelista, ensayista y poeta católico que durante hora y media extrae del partisano italiano, recluido por los nazis en Auschwitz, la esencia de sus sensaciones en aquel infierno de odio e inhumanidad. En un espacio escénico sobrio -muy acertado-, señorea una enorme pantalla en la que imágenes del régimen hitleriano y del Holocausto vienen a rubricar las palabras de un angustiado Primo Levi. Sin embargo, como por ensalmo, sin solución de continuidad narrativa, atentando así a las técnicas del ritmo teatral, unas palabras del protagonista reticentes, ligeramente críticas con la política del Estado de Israel, cuyo Gobierno encabezaba entonces -1987- Menahem Begin, sirven de salvoconducto a la versión de Lazcano para proyectar unas terribles imágenes en las que se aprecian unas despiadadas escenas de represión de soldados israelíes sobre indefensos palestinos. El mensaje brutal y sobresaltado que recibe el espectador -entregado al drama de Primo Levi y de la Shoá que ahora quieren delimitar y hasta negar los nuevos fascistas desde integrismos e izquierdas varias, intelectuales y populistas- es que la conversación con Primo Levi se convierte en una especie de alegato contra la otrora víctima. Emerge con apariencia inocua y, en realidad, inicua, la satanización del Estado de Israel, espejo actual de la Alemania nazi, en la que las víctimas se han convertido en verdugos.

Esta villanía teatral -y lamento referirme a ella en términos tan rotundos- no es importante en sí misma; lo es por lo que significa, por su valor sintomático de una muy fuerte corriente de opinión -correcta políticamente, por supuesto- según la cual, el Estado de Israel es un cuerpo extraño en el Oriente Próximo y que, por lo tanto, podría tener alguna razón el presidente iraní cuando aduce que deben ser determinados Estados europeos -Austria y Alemania para ser precisos- los que hagan hueco a un nuevo Israel alejado de aquellos pagos. Si la Shoá ha existido -discurren los bienpensantes progresistas que secundan al sátrapa persa-, que sean los que la causaron los que acojan a los descendientes de aquellas improbables víctimas. Rebrota -y de qué modo- la vigencia de esa gran impostura centenaria reflejada en unas de las páginas más indignas de cuantas han sido escritas: Los protocolos de los sabios de Sión. La mentira se está adentrando en las conciencias con una sutileza verdaderamente extraordinaria. El antisemitismo no se ha instalado sólo entre los vecinos de Israel; regresan los tiempos en los que se precisa un enemigo conspirador que instigue la maldad y la injusticia, la impiedad y la guerra. Y esa función -¿o misión?- histórica la cumple con recurrencia lo judío y, eventualmente, lo israelí.

A los que estimamos el Holocausto como el episodio más tremendo, inhumano y cruel de todos cuantos han sucedido en la historia conocida y cuya réplica más acabada estuvo en el gulag soviético, se nos suele motejar de retóricos al servicio de los thin tanks norteamericanos. La verdad es otra: tememos por Israel y tememos por la suerte de los judíos -sean o no israelíes- porque nos inquietan las debilidades de la libertad. Irán no es el único régimen antisemita; ni los estados árabes son los únicos que practican una militante judeofobia. Néstor Ceresole, pensador (?) de cámara del venezolano Hugo Chávez, no sólo ha calificado el juicio de Nuremberg de «aberración jurídica», sino que ha afirmado sin rebozo que «una parte importante del relato canónico de la deportación y de la muerte de los judíos bajo el sistema nazi ha sido arreglada en forma de mito, utilizado hoy en día para preservar la existencia de una empresa colonial dotada de una ideología religiosa monoteísta y místico-mesiánica: la desposesión por Israel de la Palestina árabe y para chantajear financieramente al Estado alemán, a otros Estados europeos y a la propia comunidad judía en Estados Unidos».

Conversación con Primo Levi no es una obra teatral, por lo tanto, inocente; mucho menos inocua. Bajo la apariencia de reivindicar la memoria de las víctimas del Holocausto se segrega a éstas de la existencia del Estado de Israel que resulta duramente condenado mediante la manipulación de las palabras de un judío italiano que padeció las calamidades del campo de Auschwitz. Pues bien: aun siendo lo judío y lo israelí dos entidades conceptuales distintas, no son separables porque se enraízan en el mismo origen trágico y extraen del Gran Exterminio una legitimidad plena, radical y absoluta que la Humanidad ha de reconocer, en la misma medida en que los dirigentes de Israel han de practicar la democracia incluso en el espacio hostil de unos enemigos inquebrantables que quieren endosarles la responsabilidad de su frustración histórica. En esta hora en la que Hamás se ha hecho con el poder en Palestina y sus líderes se conjuran para hostigar por los siglos de los siglos al Estado de Israel, es indecente en términos políticos y democráticos que una conversación con Primo Levi se convierta en un veredicto inapelable contra la patria de muchas de las víctimas de la Shoá, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.