¿Convivencia o conflicto?

Por Josep M. Romero, escritor (EL PERIÓDICO, 17/07/06):

No hace tanto tiempo estaba con Aroki, catedrático de lengua tamil, devorando parathas en un restaurante cercano a su casa, en Multhialpet, al sur de la India. La paratha es un pan plano de trigo que se come caliente y mojado en salsa de especias que me encanta, y Aroki me llevó allí aquel día porque aseguraba que hacían las mejores parathas de la región. Al salir me dijo, sobre la gente del restaurante: "Son musulmanes". El comentario no tenía ninguna malicia. Mi amigo, que es cristiano, lo emitía con intención meramente informativa o, como mucho, anecdótica. En la India, la religión es algo cotidiano, y raro es que no le pregunten a uno por la suya, y el comercio que no exhiba un retrato de Krishna o Ganesh o la Virgen María o de Jamma Masjid, la gran mezquita.

Lo musulmán es una presencia constante por toda la India, entremezclado con lo hindú. Grandes mezquitas urbanas, pero sobre todo humildes mezquititas de pueblo, cantos de muecines, máximas coránicas escritas en preciosistas caracteres árabes... Nombres como Mahmud o Jan en rótulos de tiendas, y también en todo equipo de gobierno, del que sea, alineación deportiva, consejo de administración o película de Bollywood. ¡El propio Taj Mahal, símbolo turístico de la India!

Bombay no es una excepción. La megalópolis alberga barriadas de chabolas musulmanas y a multimillonarios musulmanes en grandes villas, y, por supuesto, clases trabajadoras que todos los días suben a trenes como los que fueron objeto de los atentados. Actualmente, se calcula que hay unos 138 millones de seguidores de la fe islámica en todo el país, alrededor del 13,4% de la población. Las zonas con más presencia son la llanura del Ganges, Bengala, Kerala y el valle de Cachemira.

DESDE EL primer contacto entre musulmanes e hindús ha llovido mucho. Fue en el siglo VIII, poco después de la muerte de Mahoma, cuando ejércitos enviados por los primeros califas árabes atravesaron Baluchistán y llegaron hasta el Sind, región suroriental del actual Pakistán. Tres siglos más tarde, el turco-afgano Mahmud el Ghazni consiguió entrar hasta el Punjab. Pero no fue hasta el siglo XII cuando se estableció el sultanato de Delhi, reino estructurado que se extendía a lo largo de toda la franja septentrional del país hasta Bengala. Más tarde llegarían los mogoles, que disfrutaron de un gran auge en los siglos XVI y XVII para ir languideciendo después en manos del raj británico.
En los sucesivos episodios de conquista hubo mucha violencia y destrucción, pero también interés mutuo y acercamiento. En su excelente obra Índika, Agustín Pániker ofrece una explicación profunda y sin complejos al respecto, que concluye que en el contacto intercultural hubo a menudo una gran dosis de creatividad, sobre todo en tiempo de los emperadores mogoles. Ese sustrato antiguo, en que las dos religiones se integran lentamente en un solo paisaje armónico, es lo que percibe el viajero que recorre el país. En realidad, el conjunto resultaría incompleto sin el elemento musulmán.

No es irrazonable considerar que los conflictos actuales derivan de un momento histórico mucho más reciente: la partición. Ante la liquidación de la colonia por parte de los británicos, los líderes locales, imbuidos de sentimientos nacionalistas y religiosos fueron incapaces de acordar, para escándalo de Gandhi, una India políticamente unida, y decidieron ejecutar la partición del país entre la India y Pakistán. Se dejó elegir opción a cada uno de los 565 estados principescos, sistema que generó situaciones complicadas: en el estado meridional de Hyderabad, el nizam musulmán no quiso integrarse en la India pese a que sus súbditos eran mayoritariamente hindús. En el valle de Cachemira, la situación fue la contraria. Lo de Hyderabad se solucionó con una breve ocupación militar, pero Cachemira se convirtió en piedra angular del agravio paquistaní con respecto a la India, y argumento central de grupos terroristas.

PERO LA partición supuso, sobre todo, un enorme drama humano, con millones de desplazados, saqueos y violaciones y casi un millón de muertos. Ese antagonismo ha sido terreno abonado para la aparición periódica de brotes de violencia. Entre 1989 y el 2003, en particular, se sucedieron los episodios más cruentos, como la destrucción de la mezquita de Ayodhya, en Uttar Pradesh, por parte de extremistas hindús porque aquel era el lugar de nacimiento de Rama, y que acabó costando 2.000 muertos en todo el país.

Cuando uno disfruta de las parathas de Multhiapet, en un ambiente distendido y cordial, tiene la impresión de que toda esa violencia pertenece a otro mundo: al del poder. Estremece la idea de que algún iluminado encienda la mecha del odio en el barrio. Y de que paguen los de siempre. Ese maestro parathero. La minoría hindú de Pakistán. Los pasajeros de los trenes de cercanías de Bombay.