Convivir con la incertidumbre

El proceso de transición nacional iniciado en Catalunya después del 25-N se ha encontrado con varios elementos que lo complican. Tenemos un president y un Govern sin la mayoría social y política que suelen ser necesarios para liderar con fuerza el cambio. Estamos en medio de un contexto de crisis multinivel (económico, social, político, institucional, europeo…) que nos lleva a disputar partidas simultáneas y que obliga a Mas a tener que ser a la vez gestor y estadista. Y por si fuera poco, ha habido una aceleración temporal de la agenda, el agotamiento o superación disruptiva de los estadios y propuestas y/o su superposición, que puede ser interpretado como un tótum revolútum: nuevo estatuto, pacto fiscal, derecho a decidir, estructuras de Estado, autodeterminación.

La ciudadanía desconoce los escenarios y las consecuencias que se pueden derivar de este proceso y esto le obliga a aclararse, a plantear cuestiones a las que no se había enfrentado anteriormente, a resituarse, a entender la nueva configuración del tablero y de las fichas y a preguntarse si quiere jugar con blancas o negras o si apuesta por una defensa siciliana, por una apertura catalana, etcétera.

Esta incertidumbre genera angustia porque algunos esperan de sus dirigentes una manera cartesiana y predecible de conducción, con un rumbo y una ruta definidos y predeterminados, con elementos precisos de monitorización de la ruta y de previsión de las etapas, las escalas, los problemas y el margen de desviación que encontraremos. Es decir, quieren un trayecto con destino conocido, seguro en cuanto a los peligros que encontrarán y la pericia de los pilotos, y temporalmente previsible en su duración. Pero en este tipo de transiciones este esquema no funciona. No hay condiciones de plena visibilidad sino que a menudo transitamos en medio de la niebla, la meteorología es variable, la velocidad cambiante y no hay carteles indicadores de la ruta. Como en la época de los descubrimientos, los mapas son limitados.

Por tanto, la incertidumbre del cambio genera necesariamente angustia, porque nadie puede asegurar el resultado del proceso ni sus consecuencias. Pero, por otra parte, el presente aporta la certeza de la inmovilidad, el continuismo y sus deprimentes consecuencias para el país. Es decir, la seguridad de lo conocido pero también el malestar de la situación e incluso la exasperación de la parálisis y la frustración de dirigirse a una pared.

La tarea individual y colectiva de resituarse configura estrategias o posiciones diferentes ante este reto. Las podemos simplificar en tres: inmovilismo, reforma y ruptura, pero por debajo están también presentes otras actitudes: juegos de oportunismo, pensar sólo desde el propio interés, equidistancia, ambigüedad, contemporización, disimulo, intento de sacar partido de todas las opciones, apostar a varias opciones a la vez, pasar desapercibido, el no querer problemas o el ver las diferencias como problema, etcétera. Las transiciones, pues, son un excelente ejercicio para conocer mejor la naturaleza humana, sus miserias y grandezas.

No es extraño que este proceso esté redefiniendo las relaciones entre los ciudadanos provocando debates acalorados en las redes sociales, favoreciendo nuevas alianzas o creando nuevas polarizaciones. En el mejor de los casos, esto forma parte del ejercicio cotidiano de la democracia. Porque la madurez democrática consiste en dialogar desde la diferencia, no en poder hablar sólo si se esconden las diferencias.

Pero creemos que se pueden conectar el presente y el futuro, lo conocido y lo ignoto, establecer puentes. Construir estructuras de Estado no es situarnos en el lejano futuro. Es trabajar ya ahora en iniciativas que consolidan y amplían nuestro autogobierno. El debate sobre el futuro no nos debe distraer de lo que ya podemos hacer. Hay posibilidades de actuación en temas tributarios, en la proyección internacional, en el rediseño del modelo de administración pública catalana, en la mejora del sistema educativo, en el terreno de las infraestructuras, etcétera. Mantener viva la idea de las estructuras de Estado puede ayudar a superar el miedo de algunos ciudadanos y la manera dualista de vivir la distancia existente entre presente y futuro. Trabajar por lo que ahora ya es posible anticipa lo que podemos ser y ayuda a aclarar(nos) sobre qué Catalunya queremos.

Por último, es posible que ante la inevitable polarización, las vías intermedias y reformistas sufran presiones y se sientan excluidas o silenciadas. Pero en estos momentos no podemos perder a nadie, y mucho menos a personas altamente cualificadas y comprometidas con el país, una franja civil que ha creído y aún cree en la concordia, gente radicalmente moderada que –desde terceras vías– favorece que la causa catalana no sea una cuestión de ganadores y perdedores sino una causa común, inclusiva, capaz de entender las opciones contrarias o los miedos y reticencias de los otros, sin despreciarlas o caricaturizarlas. Dialogar es escuchar y entender, no prejuzgar ni convencer. Pero sin exigir la fantasía de que sólo vamos bien si todo el mundo está de acuerdo, entre otras cosas porque esto no ha ocurrido nunca. Optar por la reforma o la transformación del modelo institucional no debería significar construir trincheras o cavar zanjas entre las personas. O la nación es un espacio deliberativo que integra y no depura, que acoge y no margina, o de lo contrario estaremos edificando una nación pequeña, raquítica, hecha a medida de unos pocos y no de la mayoría.

Àngel Castiñeira y Josep M. Lozano, profesores de Esade (URL)

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